Cuando me pongo a lavar los platos cada tanto escucho algún programa en húngaro para no perder el oído. De más está decir que me cuesta muchísimo, pero hay veces que fluye y entiendo todo. Eso pasó con un pasaje de la entrevista que le hicieron al actor Rudolf Péter. Rudolf (en húngaro el apellido va primero), es el protagonista del clásico Cha-cha-cha, su primera película, a cuyo director y director de fotografía soy muy cercano.  Me hubiera gustado poder hacerles una traducción, pero no volví a encontrar el video. Desde esa lavada de platos me han quedado las palabras del actor, pues es más o menos lo que yo siento que está pasando con el documental y con todo lo que sean propuestas artísticas. Cada vez que nos encontramos en privado con colegas, solemos estar de acuerdo en estos temas, pero a la hora de salir con nuestras propuestas, siempre nos quedamos callados. En grandes líneas y en un tono quizás nostálgico, Péter decía que, en los tiempos de la dictadura, el socialismo en el caso de Hungría, estaba muy claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Que los escritores, los dramaturgos, los cineastas, los actores, tenían que usar la cintura para dejar colar sus ideas. Que cuando se decía blanco, el público sabía que en realidad se estaba diciendo negro. Y al revés lo mismo.

Iguales palabras suelen utilizar en Uruguay los artistas, músicos y poetas cuando se refieren al período de la dictadura. Lo pintan como un juego de ida y vuelta entre los creadores y su público, que estaba mediado por la imaginación. La sensibilidad y las relaciones pasaban por la creatividad. El humor formaba parte de la cotidianidad y la irreverencia era el principal sostén de nuestra esperanza. (Este párrafo, por supuesto, no es del húngaro, sino un agregado mío).

Continuaba Péter diciendo que en los tiempos de hoy nadie sabe dónde está la verdad. La proliferación de las redes sociales y de las informaciones cruzadas solo conducen al caos. Ya no sabemos a quién creerle. Desconfiar es la regla. Y acababa diciendo que todo esto irremediablemente conduce a la frustración y que, cuando hay frustración, lo primero que desaparece es el humor. 

Hasta aquí Péter.

Tengo la sospecha de que con mis películas no he estado haciendo más que propaganda. Que inocentemente me he dejado engañar. De todos modos, e inevitablemente, hoy mis películas descansan en la ciénaga de datos de la famosa nube. Quizás a alguien, algún día, le llame la atención un título mío, le dé un par de minutos de atención a un encuadre ingenioso y poca cosa más. En el fondo, no he hecho más que lo mismo, alimentar un relato llamado el relato de todos y del cual no estoy para nada convencido. Como ya tengo unos cuantos años en esto puedo identificar muy bien cuándo y dónde el poder se dio cuenta de la importancia del documental como legitimador “serio” de la realidad. Esto coincidió con la aparición de los medios digitales. Recuerdo cuando en Leipzig, el señor Eisenhower, director de turno del canal Arte, estaba como loco tratando de convencernos a los documentalistas de empezar a pensar en multi-pantallas y capítulos y series y teléfonos y todo eso que hasta entonces era desconocido. Nosotros no entendíamos y nos resultaba hasta ofensivo. Eso fue hace veinte años. Antes solamente podía hacer películas quien tenía acceso a una cámara.  Y para eso había que trabajar duro y tener las cosas bien claras a la hora de salir a filmar. O, como siempre, tener plata. Luego vino la “democratización”, con todo lo bueno y lo malo que trajo aparejado. Hoy cualquier ganso puede hacer lo que se le dé en gana y ser visto por miles. Y lo peor es que yo acabé creyéndome que esa era mi competencia (que lo es). Nuestras películas pasan hoy con más pena que lo han hecho siempre. El youtube and friends son nuestra picadora de carne. Para tener nuestro cuarto de hora (quien lo logra) debemos entrar en la dinámica de los likes y todo eso. Yo me niego. Nada de eso era parte de nuestro juego. Hemos sido absorbidos. Por otro lado, el público. Una vez le oí decir a uno de mis cineastas favoritos, Nanni Moretti, que le echamos la culpa al presidente, que el ministro de Cultura, que Hollywod, pero nunca culpamos al público… Pues tiene razón. Yo soy más público que cineasta. Y bajé la exigencia. Ya no veo películas. O veo solo del 70 patrás. ¿Películas de hace 10 años pacá? ¡Por Dios! Lo que sí veo son videos youtube de cómo hacen pizza en Italia o de la mujer que vive sola en las montañas y cocina panes y cosas de esas. Ah, y los analistas de la guerra de Ucrania: apasionante. Todos estos contenidos, y muchos más, comparten un fondo de autenticidad. Hay quienes dicen cosas que en otros lados no las pueden decir, de lo más inteligente que anda por ahí, mientras otros buscan likes y, directamente, te los piden, y no financiamientos ministeriales. Me parece que los documentalistas vamos a tener que remar arduo. Hemos perdido el terreno de la cinematografía que era el nuestro. Hemos cedido ante la omnipresente academia y la catarata de títulos y especializaciones. En el mejor de los casos, es la industria quien se impone con toda su lógica del mercado. Los festivales se han transformado en temáticos, por lo que nuestras películas valen por razones extra-película, que son las razones de quienes auspician esos festivales. ¿Estuvimos más de dos años encerrados y a nadie de nosotros se le ocurrió denunciar el tema? Bien, yo tampoco hice ninguna película al respecto. Ninguna. Tampoco filmé nada desde mi ventana con ese aire de que afuera cae la nieve la noche de navidad. ¡Menos mal! Estoy convencido de que dejar de hacer es una de las formas más genuinas de resistencia.

Imagen creada con inteligencia artificial por Gabriel Szollosy

Luego de un proceso histórico de fragmentación de los saberes, la especialización, el cine documental, así lo entendí siempre, era el último espacio donde confluían distintos saberes, un espacio muy ancho donde reflexionar y explorar los alcances de la libertad. En un espacio donde no eran necesarios avales académicos, el documentalista sí debía dominar ciertas cuestiones técnicas, claro, pero, sobre todo, debía tener una idea clara sobre el mundo. Debía interesarse en qué estaba pasando, investigar, cuestionar, cuestionarse y, en definitiva, jugársela por sus ideas. Ideas presentadas cinematográficamente y respaldadas por la ética del autor. No había más misterio, ni menos, que vivir conscientemente, en el sentido que da a esta palabra Margaret Atwood: conciencia es siempre conciencia del tiempo. Nunca tuve demasiado interés en hablar sobre el documental. La teoría del cine y todo lo que sea cámaras, programas, formatos no tiene nada que ver con el documental. Es más, no deberíamos hablar de documental, sino de documentalista. Todo esto nos aleja de lo que han sido siempre los temas de discusión entre las personas en todos los tiempos. “Acá no hablemos ni de política, ni de religión, ni de fútbol”. Y nos lo hemos autoimpuesto a rajatabla. Si no es el documentalista, el crítico, ¿quién va a alzar la voz?

Hace unos días vi una entrevista a un teatrero de Uruguay, donde reclamaba más apoyo a la cultura por parte del gobierno. Decía algo así como: el presidente debería darse cuenta de que los artistas somos amplificadores de sus políticas. Triste. Lo vi en YouTube. Gracias a la pandemia hoy vivo intermediado por YouTube y no salgo ni a la esquina. No porque tenga miedo de que me roben y esas cosas que se dicen, sino porque me da una especie de vergüenza ajena el cruzarme con la gente que hasta hace un tiempo me miraba torcido. No porque yo fuera algo especial, sino porque esa era la mirada de moda. Si fuéramos sinceros deberíamos sentarnos a hablar de estas cosas. Porque sé que ellos sienten lo mismo que yo. El actor húngaro, al menos, también lo siente así. Son demasiadas cosas las que hemos barrido bajo el tapete y no sé si, en lo personal, podré sobreponerme.

*Realizador húngaro-uruguayo