Pienso en alguna señal eminente que haya destapado mi interés por lo real en el cine y está relacionado con el rodaje de mi primera película, Iván Z (2004), el retrato que hice sobre el cineasta de vanguardia donostiarra Iván Zulueta. Nos encontrábamos en el ático de la casa, que era a la vez su dormitorio y un trastero de recuerdos. Iván sacaba de las estanterías algunas pilas de sobres de papel amarillos, rotos, que contenían cosas muy diversas. En una de ellas estaban los álbumes de cromos y tebeos de su infancia. Los mismos que aparecen en su mítica película Arrebato (1979). Objetos evocadores y táctiles que en la historia ejercen de conductores psicoactivos que producen arrebatos a los personajes.  

 

Cuando vi Arrebato, en el año 1990 en la Cinemateca de Caracas, recuerdo, por sobretodo, esa escena donde el personaje interpretado por Will More (Pedro P.) le muestra un baúl lleno de objetos de la infancia al personaje interpretado por Eusebio Poncela (José Sirgado) y de entre los objetos saca uno en particular que sólo él sabe que producirá en su amigo el arrebato perfecto: el álbum de cromos de una película hollywoodense cincuentera titulada Las minas del Rey Salomón. Pedro le invita a mirarlo de igual manera que cuando era niño y le dice: “¿Cuánto tiempo podías pasarte mirando este cromo? ¡Años! ¡Siglos! ¡Toda una mañana! Estabas en plena fuga. Éxtasis. Arrebatado”. Pedro sabe que ha conquistado la mente de su amigo José con un recuerdo -quizás borrado- que regresa con toda la intensidad emotiva. “¡Mira!”

 

Coleccionar álbumes de cromos fue también una forma hacer cine para muchos niños cinéfilos. Mi infancia y temprana adolescencia transcurrieron en un período ingrato porque el Súper-8 había desaparecido de las tiendas y el video era una tecnología todavía demasiado nueva y cara. Sólo estaba ir al cine y coleccionar estos álbumes. De esa forma poseíamos las películas o, mejor dicho, recuperábamos la experiencia del cine. Lo táctil del cine. Pasar los dedos por estas imágenes, por las orlas, contemplar absorto lo que ocurre dentro de cada imagen y dotarlas de movimiento. Adivinar en esos espacios aún vacíos cuál sería el cromo que llenaría ese hueco. De todas las declaraciones cinéfilas, esta es sin duda la más íntima.

 

Volviendo a la escena de Arrebato percibo también el desafío de ver a dos hombres proyectando su amor a través de un bello recuerdo de la infancia. Me resultó profundamente erótico. Hermoso. El dedo de Pedro es lento y certero en su recorrido por las imágenes y se detiene en una donde vemos el mapa de la región inexplorada. La toca suavemente trazando un círculo. Corte al rostro de José que deja correr una lágrima. 

 

En el relato de Las Minas del Rey Salomón la región inexplorada es la zona que inevitablemente debe cruzar un grupo de aventureros liderados por Allain Quatermain en la busca del hermano de uno de estos. Un acto heroico que marcaría el inicio de todo un género literario conocido como “mundos perdidos”.

 

Vuelvo al inicio, a esa tarde de 2003, cuando grabábamos el documental Iván Z. Al ático donde encontramos todos los álbumes y tebeos de la infancia. Iván me enseñaba el de Las minas del rey Salomón. En seguida lo cogí, lo abrí con el cuidado que merece un objeto ya bastante gastado. Me sobrevino el quiebre febril de quien experimenta una disociación de la realidad. Iván que no paraba de reírse. Me decía: “¿Verdad que es potente?”. El cromo de la región inexplorada me esperaba y cuando lo encuentro lo toco trazando un círculo con mi dedo. No sé cuánto tiempo podría tomarme explicando todo lo que sentí en ese momento. Pero se abrió en mi mente un umbral. Una experiencia que, carente de sentido, solo puedo decir que fue bella. 

 

Pasó el tiempo, había conseguido terminar y exhibir mi película aún sin contar con ningún tipo de apoyo institucional. Algo inusual en esos tiempos.  Me encontraba ahora en Barcelona, de camino al trabajo y, sin querer, piso unas reglas de plástico en el suelo. Las miro y veo que está escrita la palabra IVÁN. Enseguida miro alrededor y descubro a una mujer con una bolsa llena de reglas de plástico; con ellas construía más palabras o figuras geométricas. Era un ritual invisible, ocurriendo en el lugar más mundano de la ciudad, pero que luego me revelaría un secreto.

Iván Z (2004)

Descubro que esta mujer hace ese ritual todos los días. Su nombre es Rosmarie y, me cuentan los vecinos, llevaba más de veinte años haciéndolo sobre un islote peatonal ubicado entre la Avenida Paral·lel y la calle Entença. En mi siguiente película, titulada Paralelo 10, la vemos ejecutando este mismo ritual mientras una voz off dice: “En… ten…ça… ten… Paral·lel Ten. Paralelo 10 es una línea geográfica que atraviesa varios continentes y países. Uno de ellos es Filipinas”. Curiosamente también atraviesa Venezuela, pero esa parte la omití porque la película era sobre ella. 

Podría detenerme aquí. Lo que sigue es un viaje en busca de esa región inexplorada que acaba siempre teniendo la forma de una película. En ella se alinean espacios, temporalidades e imaginarios que si bien podrían parecernos ajenos o extraños, son la representación de una realidad nueva y que es propia del cine. Cuando exploro me dejo guiar por un hilo invisible que me permite viajar de un lugar a otro, de un personaje a otro, y generar un diálogo entre mundos que son tan reales como ilusorios. Para que este diálogo ocurra el espectador debe ser cómplice, porque ocurre en su mente y debe ser paciente porque no hay compensación. En mis películas no hay temas, sino experiencias. Con ellas hay que ser pacientes y esperar que las imágenes vayan teniendo un significado. Es la psique hablando con la psique en su propio lenguaje.

Rosmarie se dedica diariamente a realizar un ritual mágico-geométrico cuyo significado no es lo importante sino la experiencia de verla a ella ejecutándolo. Mi labor es la de conceder un espacio a esa otredad que también nos atraviesa por su belleza. Dejar testimonio de un pensamiento no-normativo y mostrar experiencias de vida más complejas, muchas veces inaprensibles. Durante la preparación de esta filmación aprendí a anular el ego, a nunca imponer nada. De esa forma no se afectaba el vínculo afectivo que desde el silencio comenzaba a tejerse. Cuando finalmente me dejó hablarle le dije que era sencillamente un espectador que le parecía muy bello lo que hacía.

Paralelo 10 (2006)

Me invitó a su casa y allí conocí a su nieto (llamado Iván) y a sus dos hijos. Ellos sabían que su madre hacía algo en la Avenida Paral·lel, pero tenían mucho miedo de ir. La enfermedad de su madre era un tema tabú en casa. Y fue ese día cuando finalmente pude intervenir. Les dije que si su madre aceptaba yo iría con mi cámara de vídeo a grabarle para que ellos pudiesen verla y así no sintiesen miedo. Su madre estaba haciendo lo que cualquier psiquiatra desearía de sus pacientes, permitirse al menos una hora y romper contacto con la realidad. Permitir que una alteridad ocupe su mente y su cuerpo para expresarse con absoluta libertad. 

Me convertí en una especie de mensajero o go-betweener entre dos realidades que no se reconciliaban. Ver la película juntas en familia fue sanador. Posteriormente añadí una voz en off que narra en tagalog algunas cosas que ella me contaba, pero sin querer tampoco revelar mucho. Sencillamente añade más misterio a su ritual. En la secuencia final del filme vemos a la voz en off encarnada de un hombre que canta en un karaokeel tema de Frank Sinatra My Way mientras se va desvaneciendo. Una decisión de la que no me arrepiento, pero que en su momento fue duramente criticada por la línea más ortodoxa del documental.

Una vez me pidieron definir mis películas y, por salir del paso, dije que eran experiencias nómadas y sonámbulas. Luego me quedé pensando qué quería decir con eso. Los nómadas-sonámbulos son como unos seres que vienen a ocupar territorios para destruir su función política y a través de una invocación onírica dotarlas de un nuevo sentido. En el cine, pretender ocultar la naturaleza ilusoria de las imágenes en defensa de una cierta “objetividad” documental, me parece una falacia.

Tuve la suerte de empezar a hacer cine en un momento donde el foco de atención mediática cuestionaba el cine comercial homogeneizado y se interesaba por un cine diverso, artístico y libre de ataduras que, además, comenzó a tener gran aceptación en espacios de exhibición donde antes no ocurría. Hoy veo con tristeza cómo este avance se ha perdido. El cine artesanal vuelve a ser lo raro. El público se ha vuelto perezoso y no conecta con películas si estas no les explican lo que deben entender o sentir durante el visionado. El cine se ha convertido en un acto privado de aburrimiento en el hogar. Veo cómo mi generación acepta y se acopla a lo que las nuevas lógicas del mercado le imponen. Ante este panorama me veo como hace veinte años pidiendo permiso por mantenerme rebelde y libre bajo mis propios parámetros. Si no experimentamos libertad ¿qué sentido tiene hacer cine?