En mi última película, Ana Rosa, me confronté filmando la inexistencia. Mi abuela paterna fue sometida a una lobotomía y, al mismo tiempo, olvidada por mi familia y por el mundo. No queda nada de ella, solo una pequeña foto que encontré en una tarjeta de identidad cuando desocupamos el apartamento de mis padres tras su muerte. Eso fue todo. Y, sin embargo, lo que le hicieron a mi abuela fue real. Pasó. Y pasó en su cuerpo. Hubo decisiones, nociones científicas para justificarlas, verdades… Hubo otra forma de ver el mundo, otro contexto. Hubo una familia que permitió que eso pasara, pero no sé qué pasó en la cabeza de cada uno de los parientes que estuvieron cerca. Ser juez de ese ayer y de ese acto habría sido una solución fácil, pero la más perniciosa.
¿Qué sé yo de lo que mi abuela vivió ella misma, de su sufrimiento y de lo que ese sufrimiento produjo en los demás? ¿Qué sé yo de la sinceridad de los psiquiatras/neurocirujanos de la época que pensaron hacer lo correcto? Nada, no sé prácticamente nada. Solo conozco la dificultad que podemos tener hoy para tolerar ciertas diferencias, para acompañar grandes sufrimientos, para aceptar otras formas de vivir. Juzgar no es fácil. Entonces, en medio de eso, ¿tratar de buscar “la verdad”?
La primera pregunta que me hice fue: la verdad ¿para quién? ¿Para quienes le hicieron lo que le hicieron? ¿Para quienes la acompañaron antes o después? ¿Para mi familia? ¿Para ella? Me di cuenta de que lo único que podía intentar era compartir mis preguntas, mis dudas. Era la única manera de no engañar a nadie, incluyéndome a mí.
¿Creer que tenemos una verdad y que el mundo merecería conocerla? Eso se lo dejo a los profetas religiosos o a los políticos que actúan como profetas. Me contento con tratar de escudriñar el mundo, pensando que mi relación con él es única, tratando de aportar mi mirada nueva para que otros miren de otra forma.
¿Qué filmar? Mi búsqueda. Mis interrogantes, que a su vez abren nuevos interrogantes. Tratar de entender un contexto, tratar de desmenuzar cómo se fabricaron verdades con la ciencia médica/psiquiátrica, cuestionar esas verdades, recordar que incluso a la ciencia hay que verla con dudas. Tratar de entender por qué le hicieron lo que le hicieron a mi abuela.
Los médicos que le hicieron la lobotomía, lo que los condujo a hacerla, tienen y cuentan una historia distinta a la que vivió mi abuela, que la sufrió en su cuerpo, y a quien le desconectaron su cerebro para siempre. Esas dos historias, esas dos “verdades”, se cruzaron el día en que le hicieron la lobotomía. Ese encuentro es lo que hace de esa historia una tragedia. Una con más poder que otra. Eso es lo que hace de la historia de mi abuela una historia política.
Darle “cuerpo” a Ana Rosa… Si la hubiera suplantado con otro cuerpo, a través, por ejemplo, de un personaje ficticio, de una actriz, habría sido borrar para siempre su verdadero cuerpo y, paradójicamente, contribuir a su desaparición. Habría sido quitarnos a todos los parientes (a falta de poder conocerla) la posibilidad de imaginarla, de que cada uno la reconstruyera a su manera. Habría sido también, para espectadores más lejanos a ella, imponerles una mentira inmensa a través de un falso personaje que los consolaría de su ausencia.
Lo único que podía hacer era tratar de evocarla. Buscar relatos sobre ella. Recuerdos. Pero cada recuerdo trae su invención; es la película que cada uno se hace dependiendo de lo que quiso retener, de lo que se permiten contarme, de lo que el tiempo va transformando. Cualquiera que comparte un recuerdo lo hace frente a alguien que espera algo de ese recuerdo. Entonces, ¿qué es verdad en todo eso?
La opción que me quedaba era la de fabricar un relato con las pocas piezas de un rompecabezas que no tenía forma. El “cuadro” de ese puzzle se iba transformando como se transforman nuestras neuronas con el camino que recorremos en el mundo. Ni siquiera nosotros somos una verdad constante. ¿Relatar una vida es mentir? Quien no haya relatado la vida de un muerto que tire la primera piedra. Qué otra cosa podemos hacer… Vivos o muertos, de la gente solo tendremos retazos que organizamos a nuestra manera, que miramos desde nuestra perspectiva.
En el documental, el relato es el hilo que permite organizar las preguntas que le hacemos al mundo. La realidad no existe –o, más bien, una realidad esconde otra–. Cada tentativa por atraparla no es más que nuestra mirada sesgada sobre ella. Sesgada por nuestra historia, por nuestro contexto, por el encuadre que escogemos, por la manera en que la editamos y decidimos contarla a los otros.
Creo que nuestro oficio no es contar la verdad. ¿Cuál verdad? Se trata de tener la valentía de afirmar nuestra subjetividad; de reinventar el cine (el nuestro) para abrirle el espacio a quien filmamos y a quienes ven nuestra película para que duden con nosotros, para que se pregunten cosas nuevas. En todo caso, ninguna imagen es neutra. Ninguna mirada es objetiva. Cualquier encuadre es la historia de una subjetividad y no una fotocopia de esa ilusión de realidad fabricada por los medios de comunicación o por las verdades fabricadas por la ciencia. Creo que lo importante es que nuestros relatos sean voces disidentes a los discursos prefabricados, lejanos de la sociología que pretende meter a la gente y a sus situaciones en cajones de pensamiento.
El documental es el camino que uso para escudriñar el mundo, para reflexionar sobre mi relación con él, para tratar de aportar una mirada sobre una realidad específica, para transformar la mirada de los otros.
Compartir nuestras dudas, incitar preguntas, es la única manera de no engañar a nadie. Dar respuestas o informar (formar el pensamiento/dar una forma al pensamiento) eso sí es engañar, cualquiera que sea el formato.