I. De la primera vez recuerdo el sol, el ahogo y muchos trajes azules
El primer día que grabé durante la pandemia nos reunimos para un evento televisivo en la plazoleta de la Gobernación. Hablar del enorme calor de Cali a medio día es un lugar común; hablar de la ropa protocolar de esa vez, sin embargo, es asunto de risa, aunque en ese momento no fue divertido. Soy parte del grupo técnico-creativo de Cali. Cuando no ejerzo como camarógrafo o director de fotografía, me uno a trabajar con mis compadres, hombres y mujeres, del departamento de luces. El cine desde quienes hacemos la artesanía de la luz es tema de polvo, alturas, gravedad, cables, resistencias, corrientes, metales, asperezas, física, dedos, huesos, músculos, sudor, alicates, cuerdas, trípodes, gorras, gafas, velocidad, desgaste. Hago parte de quienes, desde ese mundo visible de estructuras, electricidad y destellos, componemos lo invisible del corazón y la mente de los directores. Sobre nuestros cuerpos reposan responsabilidades concretas y ese día había una responsabilidad adicional: vestirnos todos y todas como una banda de pitufos.
Que la primera vez trabajáramos todos con trajes aislantes de tela azul médica, con tapabocas, caretas y guantes, al punto que dar dos pasos con una bolsa de arena a la una de la tarde te sacara las ganas de vivir, se explica mucho por el miedo y por la esperanza. Miedo a la muerte invisible de la enfermedad viral. Esperanza de que esos protocolos serían un punto de partida para volver a trabajar. Ahora que lo pienso es un tanto paradójico que ese primer evento laboral se fundara en el miedo y la esperanza, ambos en cierta medida contradictorios puesto que el miedo inmoviliza y la esperanza aviva. Creo que es contradicción la palabra que mejor expresaría lo que he sentido desde que filmo, encuadro e ilumino en pandemia.
Decidí hacer parte del cine desde del departamento de fotografía para estar cerca de temas que desconozco, de lugares que no imagino y de personas que ignoro. Sé que filmo para estar cerca y sentirme cerca del mundo y de todos sus seres, y para ello necesito mirar y ser mirado. Filmar para mí es un acto simbólico en pleno sentido si recordamos que el symbolon griego era un anillo partido en dos cuyas mitades se repartían entre huésped y anfitrión, y que se juntaban para sellar los lazos de hospitalidad durante el tiempo de la estancia. Así, crear un símbolo, en ese sentido, es crear un hogar para dos, no para uno. Hablar de emplear el lenguaje con deseos de comunicar es establecer las condiciones de que ese hogar exista: que ambos nos sentemos en la mesa, que me hables, te escuche y te responda, que me señales estrellas a través de mi ventana que jamás había visto. Para mí filmar es la oportunidad de crear ese hogar, no sólo en el resultado final (películas que nos reúnen), sino sobre todo en su manufactura, donde puedo aspirar a mirar… y a que me miren.
II. Pandemia 2020: vienen las contradicciones
Filmar se vuelve un asunto de ojos, voluntades atentas, pero sin rostro. De caras cubiertas por el miedo y miradas deseando ser comprendidas. Me descubro, sin saber por qué, bajando mi tapabocas cuando me hablan como si escuchara mejor al descubrir mi rostro ante quien se dirige a mí. Sé que ha habido quienes se esfuerzan en comunicarse sólo con los ojos, pero yo, lo siento, yo claudico, desisto, no lo logro, me duele. Me sigue doliendo. Mirar a secas no es suficiente para mí. Al final, siempre retiro dos segundos el tapabocas ante un chiste de algún compañero para que entienda que de verdad me estoy riendo o, mínimamente, para que al inicio de la jornada puedan tener idea de cuáles son mis facciones.
Grabar en pandemia ha sido para mí en ocasiones conocer dos veces a las personas que me rodean: el rostro que imagino de ellos cuando está cubierto y su rostro una vez que no tiene vetos de tela. Grabar en pandemia ha sido para mí una época de miles de ojos y limitados gestos: no hay expresividades distinguibles más que las de mi imaginación proyectada en el otro. Grabar en pandemia ha presupuesto para quienes artesanamos el cine unos velos muy reales sobre el otro, que fundacionalmente el cine documental debería ayudar a descorrer, y unas distancias con el otro que, así mismo, deberíamos tender a achicar. Es decir, la paradoja de estar viviendo en mi cuerpo todo aquello contra lo que pretendo luchar desde mi oficio en el cine de no ficción: la incomprensión y la distancia entre los seres humanos. Tanto en ese momento inicial, como ahora, el miedo no nos permite reconocernos.
Escribo este texto en una tarde particularmente gris. Ayer, 10 de mayo de 2021, grupos de ciudadanos acribillaron a miembros de la guardia indígena después de más de una semana de paro nacional. La ciudad sigue bloqueada y desabastecida. Atardece. Aún pretendo abrazar a mis amigos y colegas en cuanto pueda y confiar en su prudencia y cuidado al momento de descorrernos el rostro y conversar cercanamente. Por su parte, los helicópteros militares desde hace horas zumban por mi barrio, recordándome a qué extremos lleva la incomprensión, el miedo y la distancia entre los seres humanos.
Hay jornadas que no son las más optimistas para hacer ejercicios de memoria. Al final, yo, cuerpo, espíritu; yo, contenedor y resguardo de mí mismo, no me quedo con la fe o la esperanza en tiempos mejores, sino en la vocación de la persistencia; persistencia sobre las cosas valiosas, humanamente indispensables, que los tiempos de pandemia me hicieron ver. Es decir, retomando un hermoso título de un capítulo de Cosmos, de Carl Sagan, una persistencia de la memoria.
Por mi ventana sólo se percibe ahora oscuridad en el cielo. Recuerdo entonces que sólo en las noches más oscuras, pueden verse las estrellas más brillantes.