Luis Ospina era algo tan natural, hacía parte tan esencial del paisaje de nuestras vidas, que teníamos la convicción oculta de que nunca iba a morir. En los últimos dos años lo veíamos tan intensamente pálido, pero al mismo tiempo tan elegante, tan erguido, viniendo de tantas partes y yendo hacia tantas otras, que creíamos que había escapado definitivamente de la muerte. Luis Ospina era muchas cosas al tiempo para todos los que estamos cercanos al cine colombiano: era los años 70 con esas películas que el tiempo cada vez pule y hace mejores, como Oiga, vea, o Agarrando pueblo, esta última con su juego de espejos al final, que tanto debió disfrutar; era Mayolo (y él lo sabía, porque en su última película nos regaló algunas secuencias que son puentes para llegar al centro de Mayolo); también era Andrés Caicedo. Alguna vez, tomándose un trago en Cartagena, lo vi llorar detrás de sus gafas contando momentos íntimos de Andrés, actitudes odiosas de otros que precipitaron su destino. Era tantas cosas. Después fueron esa serie de documentales de los años 80 y 90, entre los que recuerdo uno dedicado al slapstick, ese género hecho de imágenes locas que contrarían las leyes de la realidad y nos insinúan las leyes convulsas del deseo. Cuando leyó los libros de Fernando Vallejo, no podía creer haber encontrado entre los paisas un espíritu que estaba rebelado contra todo, un espíritu libre y furioso. Fue solitario con su cámara hasta el apartamento de Vallejo para hacer un documental sobre alguien que era muy parecido a él mismo. La desazón suprema era una expresión que Luis se aplicaba a sí mismo. Luis Ospina nunca dejó de ser ese primer cineasta experimental y rebelde, que privilegiaba por encima de todo los archivos casuales que el tiempo reunía en un armario. Era un hombre que amaba el encuentro fortuito de las imágenes, el sinsentido y el humor que le hacía escapar de todo tipo de cercos. Estoy seguro de que el legado de su cine quedó esparcido en muchos de los jóvenes directores de cine colombiano, en su joven amigo Rubén Mendoza y en docenas de directoras y directores que apenas cumplen los veinte años. Yo siempre le agradecer é lo generoso que era al compartir sus últimos pensamientos, hallazgos o sus juegos de palabras que lo disparaban a uno hacia las perplejidades de la risa. Hoy todos los amigos nos hemos llamado para encontrarnos en Luis, como siempre lo hemos hecho. Antes, hoy y en el futuro, Luis Ospina ser á un lugar de encuentro. Gracias Luis por hacernos sentir tan bien en tu compañía, por enseñarnos tanto. Vas a hacer mucha falta…