En el cine hay una parte de espectáculo, como ha dicho Truffaut,
representada por Méliès, y una parte documental, representada
por Lumière. Al analizarme, me doy cuenta de que, en el fondo,
lo que he querido siempre es un cine de investigación
bajo la forma del espectáculo. 

Jean-Luc Godard

La idea del cine es, desde sus inicios, cautivante: captar la imagen humana en movimiento y reproducirla a través del tiempo. Desde los hermanos Lumière, que lo hicieron casi todo y descubrieron plenamente las ventajas de este lenguaje, el cine es una mirada a nuestro universo, que se cuenta desde el punto de vista del narrador, sea a través del cinematógrafo o de la cámara digital. Este puede, por supuesto, ir cambiando durante un mismo discurso, pero es importante entender que en cada plano el punto de vista debe ser uno y debe ser consecuente con lo que se plantea antes y después dentro de la estructura narrativa. En ese sentido, lo real no es realmente lo real, es lo que, quien está detrás de la cámara, percibe de esa realidad. 

Reencuentro (2022)

En Colombia, la evolución de lo real en la fotografía cinematográfica durante los últimos 25 años ha sido muy interesante porque la ficción se ha convertido en un punto de vista más de lo real y la línea que la separa del documental se ha hecho tan delgada que en muchas ocasiones es difícil diferenciar un género del otro. Esto, que yo llamo el neorrealismo colombiano, creó un estilo cuya fotografía plasma la belleza sumida en la tristeza y el olvido. Hermosos paisajes agrisados donde la luz apenas parece asomar en el horizonte, entornos cercados o aislados, personajes solitarios y abandonados. 

Filmar forma el pensamiento de aquel que da a ver o, al menos, eso es lo que debería pasar. Seguramente el dolor de la guerra doblegó nuestra mirada para volverla una mirada reflexiva sobre lo vivido en este país. Nosotros mismos somos la frontera trazada entre lo real y la ilusión. Queremos mostrar un trozo de realidad desde nuestro punto de vista y emitir un discurso con una posición clara, pero, de alguna manera, encubiertos con un manto que no desnude del todo nuestro pensamiento. Para ello la ficción es ideal. Contamos algo que nace de la imaginación con personajes inexistentes y situaciones creadas. ¿Cómo hacer que aquello que se cuenta sea visto como una realidad? ¿Cómo pasar la idea de que lo que pasó, pasó realmente? 

A través de la fotografía y de la puesta en imagen hemos vestido estas historias de realidad, con imágenes intencionalmente alejadas de cualquier preciosismo, con actores naturales de piel curtida, con situaciones inspiradas en la cotidianidad de los personajes reales. Darle a esa ficción la ilusión de lo real ayuda a reproducir la mirada primera, aquella que nos robó el aliento cuando descubrimos la otra Colombia, esa que, alejada de las ciudades, que vivían despreocupadas, sufría el terror.

La imagen documental es entonces el paradigma de nuestra cinematografía, de ella se desprende nuestra identidad fílmica.  Su estructura y sus características estéticas nos permiten narrar desde diferentes contextos porque cumplen la misma función: crear la ilusión de lo real, dejando a la puesta en escena la sutil diferencia entre lo verdadero y lo verosímil.

Por falta de recursos para generar el espectáculo o por estilo, el cine colombiano se ha construido sobre la imagen documental y por esto mismo ha llegado a crear un movimiento, tal vez el único en Suramérica, con posturas estéticas muy marcadas, con experimentaciones técnicas y estilísticas que le han dado personalidad a nuestras narraciones. 

Desde hace unos años nos vemos enfrentados a nuevas estructuras de producción que, de alguna manera, hacen tambalear esa identidad tan difícil de construir en cinematografías incipientes.  Preservar la mirada desde la dirección de fotografía es fundamental, pero se hace difícil en el mundo hiperespecializado que nos ha tocado vivir hoy. La imagen que antes dependía sólo del director de fotografía, hoy diluye su conceptualización en diferentes actores con mayor o menor importancia dentro de la jerarquía de producción. Decir por estos tiempos que lo que planteamos en un inicio coincidirá con el resultado de manera inequívoca, es muy difícil. Hay demasiadas diferencias por dirimir y demasiados parámetros impuestos previamente, en los que poco o nada tenemos injerencia. Pero también hay que decir que el hecho de que en las producciones con presupuesto nacional, lejos de las grandes series con inversión extranjera, el director de fotografía conserve aún el rol de operador de cámara, es un punto favorable y ha ayudado a preservar nuestra identidad estética. Es extraño cómo lo que vemos normal en la foto fija puede distorsionarse tanto en la foto en movimiento. Sería inconcebible asistir, por ejemplo, a la exposición de un fotógrafo en donde, por un lado, viésemos obras que nos hablan sólo de su encuadre y, por otro, obras que diesen cuenta de su manera de iluminar o de cómo este saca provecho de la luz natural. Conservar la intención autoral sobre la imagen en toda su complejidad, es decir, dirigiendo todos los cargos cuyo trabajo confluyen en la imagen, es deber de todo director de fotografía. Y no hablo aquí de derechos legales, sino de la autoría narrativa de la imagen. En eso hay probablemente algo positivo de todo este cambio de estructuras: en las series de las grandes plataformas, la fotografía se ha convertido en la columna vertebral donde reposa la unidad estética de la obra. A través de las distintas temporadas que tienen diferentes directores invitados por lo menos cada dos capítulos, el director de fotografía se ha convertido en la amalgama que da continuidad al estilo.

Cecilia Vásquez y  Adriana Bernal 

Finalmente quisiera hablar del cambio tecnológico, cuya transformación vertiginosa ha incidido en la evolución de cómo capturamos lo real o cómo lo reinterpretamos. Hace exactamente 25 años que la cinematografía digital irrumpió en nuestro oficio modificando, entre muchas otras cosas, nuestra mirada. Ganamos sin duda en versatilidad, en luminancia y en costos de producción. Pudimos registrar momentos en circunstancias de luz muy adversas, penumbras que antes, con el fílmico, hubiesen sido casi imposible de captar sin la ayuda de la luz artificial; redujimos presupuestos en la posproducción evitando revelados costosos e inaccesibles geográficamente; ganamos en tiempo de rodaje y en cantidad de captura, algo que concretamente para el documental tiene un valor incalculable. En un inicio, puedo decir que perdimos en cuanto al formato, pues la cinematografía digital HD unificó todo al 16:9 y perdimos también detalle en las altas luces. Controlar los blancos en nuestra muy radical zona ecuatorial fue durante años un gran problema para los fotógrafos. Sin embargo, la tecnología corrió a pasos agigantados, pestañeamos un segundo y, casi sin darnos cuenta, todo volvió a los parámetros alcanzados por el 35 mm e, incluso, si somos justos, ha llegado a superarlo. 

La llegada del cine digital en nuestro país coincidió con los inicios de la Ley de cine 814. Podríamos decir que los astros se juntaron para que apoyados en el legado de la imagen documental de los años 70 y 80 pudiéramos sentar las bases de una cinematografía propia que, como diría Jaime “El Mono” Osorio, no tuviera que pedirle prestadas las fotografías a los tíos ricos para decir: “Mire, el de la esquina, ese que casi no se ve, ese soy yo”.

La cinematografía no trata entonces de reproducir lo real en sí mismo sino de la ilusión de lo real, de recrear lo visto a través del entendimiento. Esto es lo que hace que el cine, ficción o documental, sea un arte, cuyo contenido puede ser libremente interpretado por el público, con una única advertencia: la imagen es el reflejo aparente de la realidad y nunca la realidad misma.