l montaje, en efecto, no muestra la realidad
sino una verdad o una mentira.
Albert Jurgenson
Hace unos años, mientras trabajaba como asistente de montaje, pude conocer el trabajo de varios montajistas que vivieron el paso obligado del montaje analógico al montaje hecho con computadores. Al asistir a estos montajistas -estando en la situación privilegiada de aprender observando-, pude confirmar algo fundamental sobre el montaje que se nos dice con insistencia en la escuela de cine, pero que no siempre entendemos hasta que lo ponemos en práctica: a la hora de montar, las operaciones que entran en juego van mucho más allá de la técnica porque, de hecho, lo que ocurre principalmente durante el montaje es que se solicita al pensamiento.
En este sentido, al montar en cine documental podríamos decir que estamos elaborando un pensamiento de lo real, lo que se traduce necesariamente por una escritura de lo real -entre muchas posibles-, ya que lo real, como han entendido los documentalistas hace más de 25 años, no está fijado en ninguna parte, al alcance de la cámara, sino que hay que percibirlo, capturarlo y transcribirlo a un lenguaje cinematográfico
Patricio Guzmán lo deja muy claro: “Alguna vez, todos nos hemos preguntado si la realidad es sólo una apariencia.(…) En concreto, para nosotros, la realidad es el conjunto de la materia que nos rodea pero, sobre todo, es un reconocimiento de los sentidos.(…) Y si cada individuo observa una realidad distinta o bien imaginada, no hay una manera concluyente para fijar una sola definición.” (1)
Lo real es entonces una experiencia subjetiva y el montaje es responsable de traducir los mundos interiores de los realizadores para que sean palpables para los demás. “El guión final se escribe en la sala de montaje. La versión definitiva se trabaja en la oscuridad de la sala” (2), donde acabará por surgir una idea evidente que es la película, pero esto sólo ocurre tras un proceso largo, a menudo muy largo, de elaboración y maduración: de pensamiento.
Hace 45 años, cuando se estaba montando Agarrando Pueblo (1978), de Luis Ospina y Carlos Mayolo, las cosas no eran tan diferentes. En la correspondencia de la época (3) se entiende que el montaje de la película atravesó un proceso de escritura exigente, con múltiples iteraciones, el cual duró varios meses a pesar de la poca cantidad de material que se había filmado. Se trataba, al igual que hoy, del proceso requerido para construir un relato y una dramaturgia contundentes, concretando en la pantalla una experiencia cinematográfica de lo real.
Es interesante entonces la pregunta que propone este número, a saber, ¿qué ha cambiado y, notablemente, en los últimos 25 años? Yo empecé a editar películas documentales más o menos en esa época, cuando la proliferación de las cámaras digitales y el aumento de la capacidad de almacenamiento hicieron su despegue meteórico, cambiando para siempre la naturaleza de la realización y el rodaje -a menudo reemplazando la precisión por la repetición-. Lo que nos deposita en la actualidad en un sistema de producción muy distinto al de Agarrando Pueblo: hoy en día hablar de 100, 200, 700 horas de rushes para el montaje de un documental es algo totalmente aceptado y plausible.
El debate sobre las aberraciones o beneficios que conllevan estas nuevas formas de filmar es otro. Pero lo que podemos afirmar, sobre el montaje, se entiende de tres maneras.
Primero, es innegable que el tiempo que necesitamos hoy en día para editar una película documental es superior (como referencia, el montaje de Todo comenzó por el fin (2015), de Luis Ospina, tuvo una duración de diez meses, y el montaje de Amazona (2016), de Clare Weiskopf, tuvo una duración de siete meses). Las metodologías para abordar estas cantidades inéditas de material se han venido adaptando pero, en su médula, el quehacer del montajista no ha cambiado y el aumento del material conlleva a un aumento necesario del tiempo para procesarlo.
Segundo, es evidente que el montaje ocupa, cada vez más, un lugar preponderante. La responsabilidad del montajista es ahora central y tanto directores como productores son conscientes de la importancia de su posición: la escritura de una película se hará bajo el prisma de su mirada, de eso no hay duda.
Tercero -y esto se ha venido agudizando en los últimos 25 años-, en la actualidad existe una pugna frente a las formas de abordar lo real que el montaje debería afrontar en el campo de la estética. Frente a la homogeneización de los formatos y la colonización de los contenidos, el compromiso del montaje radica en enriquecer y preservar el potencial del lenguaje cinematográfico. En este sentido, posicionarse del lado del cine radica en alejarnos del discurso y la información, para acercarnos a las experiencias. Esto implica que para cualquier proyecto, sea para televisión, para plataformas de streaming o para la gran pantalla, debería persistir un reto o un ideal: dar a las películas una dimensión humana que logre conectarlas con la intimidad de las audiencias -sus creencias, sus valores, sus deseos y, sobre todo, sus emociones-. Partiendo de lo real, trabajamos con materias invisibles para hacerlas visibles y para llevar a los espectadores a sentir lo que sienten los otros.
Colombia es un país que ha estado durante muchos años en guerra y aún después de la firma de los acuerdos de paz con las F.A.R.C en 2016, la violencia no cesa y la polarización es radical. En una situación como esta, el cine adquiere inmediatamente la responsabilidad de crear un espacio de representación para la existencia del otro y el montaje adquiere la responsabilidad de pensar y transcribir lo real de forma sensible.
1. Patricio Guzmán, Filmar lo que no se ve (Corporación Achiote Audiovisual, 2015), 19 (volver)
2. Patricio Guzmán, Filmar lo que no se ve (Corporación Achiote Audiovisual, 2015), 71 (volver)
3. La integralidad de las cartas puede encontrarse en Luis Ospina, Palabras al viento, mis sobras completas (Aguilar, 2007), 313-355. (volver)