Nuestra película
Dir. Diana Bustamante
Colombia
72’
Al igual que muchos colombianos, crecí de la mano del desencanto. Hijo de una generación que vio cómo asesinaban a cada uno de los hombres que ostentaban en su semblante y voz la promesa de forjar una diferencia. Candidatos presidenciales que eran abrazados por las amas de casa, por los obreros, por la gente de a pie. Mi madre cada tanto recuerda con tristeza lo mucho que lloró por el asesinato de Pizarro. Soy hijo de una generación que creció viendo en el noticiero que a pocas cuadras de su hogar había explotado una bomba o que en alguna vereda de este latifundio colombiano habían secuestrado a alguien para continuar financiando la guerra. Un país en donde unos hijueputas desadaptados se atrevieron a dar la orden para asesinar a un comediante.
¿Cómo no hablar entonces de Nuestra película de Diana Bustamante? ¿Cómo no pensar en una película que nos pertenece? ¿Qué es de aquellos que vivieron en carne propia el terror de las balas y la muerte, pero también de quienes acomodados en la calidez de sus hogares intentamos digerir lo indigerible, la violencia de un conflicto armado mediado por la pantalla de un televisor; ese electrodoméstico que nos permitió ver desde la distancia el horror del conflicto armado transformándonos en espectadores del dolor?
Nuestra película abraza el obstinado acto de volver sobre las huellas audiovisuales de nuestra historia. Se niega a olvidar. Le da la espalda a las constantes declaraciones que afirman que en este país ya se ha hecho mucho cine sobre la violencia. “¡Ya fue suficiente con el tema de la violencia!”, dirán algunos. “¡Ya mamamos mucha turbación!”, proclamarán otros. Y aun así, para Bustamante, no es así de sencillo.
Este metódico trabajo se conforma de archivos televisivos de noticieros, imágenes que algunos ya habremos sufrido y otras que se rescatan del olvido. Imágenes que existen gracias a la tecnología de video análogo portátil. Un material que se inmiscuía en la cotidianidad de los hogares recibiendo el nombre de noticias, vistas en la pantalla de algún televisor y, muchas veces, olvidadas en un instante. Durante varios años fueron parte de una lamentable letanía nacional que de tanto repetirse algunos declararían que transformó a nuestra sociedad en una masa indolente.
Nuestra película comienza presentando el relieve del escudo de Colombia en el frontispicio de una imponente edificación nacional. Lentamente la imagen se aleja para reencuadrar a unos niños y niñas que, uniformados y sonrientes, entonan el himno nacional. Los emblemas patrios se exhiben con candor para imponerles que cumplan su propósito, que recuerden e impriman en nuestro semblante la idea de una nación unida, que generen sentido de pertenencia. Esta imagen no solo sirve para dar inicio a la película, sino que la voz de Bustamante nos cuenta que con esta tierna postal todos los días comenzaba y culminaba la programación de la televisión colombiana en 1988. Una programación que incluía las noticias diarias de asesinatos y masacres, en los que también se podía escuchar el himno nacional, ya no cantado por pequeños infantes instrumentalizados, sino por multitudes que entonan con dolor un himno al unísono para despedir a sus muertos, vivir un duelo colectivo y preguntarle a la patria: ¿por qué permites que pase todo esto?
Esta primera conexión entre las imágenes de niños sonrientes y adultos devastados cantando el himno de Colombia establece uno de los recursos formales de Nuestra película, la reiteración y acumulación de imágenes que se conectan y multiplican durante décadas. Los ríos de gente cargando ataúdes o marchando en protesta, los vidrios y muros fracturados por una bala exhibiendo las marcas del odio, las manchas de sangre que tiñen el suelo y las paredes, el rojo de las rosas, los pañuelos ondeantes y la bandera. Todas imágenes que se convierten en una retahíla de sufrimiento, que generan entre repudio y agotamiento colectivo, ya que ningún sujeto soporta psíquicamente tanto dolor diario, tanta barbarie. Quizás por eso también estamos cansados de hablar de lo mismo, porque hemos estado bombardeados con “noticias” que se convirtieron en un álbum de recuerdos al que no queremos volver, porque en ellas encontramos lo peor que ha gestado este país.
Vamos descubriendo que Nuestra película no habla solamente de la violencia vivida en Colombia, sino que su tema es el registro y la forma como este se presentaba en televisión, la forma en la que recibimos estos acontecimientos distantes en el espacio, pero cercanos en el tiempo. Imágenes que hoy sentimos sucias, llenas de ruido, de imperfección. Imágenes que otorgan formas de entender el mundo. No en vano, en otro de los pocos y precisos comentarios que hablan sobre los archivos, la voz de la directora, rememorando su infancia, comenta que cuando era pequeña pensaba que, al morir, a la gente le salía sangre y se le caían los zapatos. ¡Siempre! Así, una niña hace algunos años le daba sentido al mundo y a la muerte, la cual se transfiguraba conforme a las imágenes que nutrían su imaginación.
Si el objetivo de la película fuera solamente la reiteración de imágenes sería un trabajo perezoso. Sin embargo, el archivo se convierte en un espacio de exploración en el que la noticia del asesinato del ex procurador general de la Nación, Carlos Mauro Hoyos, se interrumpe con insertos de miradas de ancianos que fijan sus ojos en nosotros, mientras continuamos escuchando la noticia del magnicidio. La realidad de la violencia convive con la fragilidad de la tercera edad, con una mirada que nos interpela desde la pasividad de la vejez. Ojos que seguro habrán visto algún hecho de violencia sin la mediación de un televisor y que ahora aparecen en una pantalla para interrumpir una noticia que al final logra imponerse sobre imágenes de viejos que parece que quisieran liberarse del olvido.
De las posibilidades de la imagen que se contraponen, se repiten y se multiplican se pasa al simulacro. Los cuerpos y las lágrimas son desplazados por la imagen computarizada que emula las imágenes de los videojuegos. Lo digital entraba en el ámbito de las noticias y, en especial, de la violencia. Con un formato de croquis animado, las noticias presentaban los lugares en los que explotaban bombas, se estrellaban automóviles o se perpetuaba una masacre. La distancia en la pantalla se ensancha, nuestras referencias se distancian doblemente de la realidad: ya no es solo la lejanía de lo que sucede, sino el simulacro del hecho. Y para hacerlo todo más distante, solo faltaban los números, los datos y las estadísticas. Así como las imágenes digitales ocupan el lugar del cuerpo de carne y hueso, los números ocuparán el lugar de los nombres y las vidas personales.
Algunos podrán señalar que Nuestra película llega tarde, que aparece cuando la palabra postconflicto brota fácilmente de las bocas, cuando las voces de los ciudadanos se han hecho escuchar junto al estallido de portentosas manifestaciones que se han tomado las calles, cuando los ciudadanos se han manifestado en las urnas y las promesas de cambio alimentan nuestro espíritu eufórico. Sin embargo, Nuestra película rebobina el casete para hurgar en la forma como se construyó, durante varios años, un entramado entre violencia y medios de comunicación que se convirtió en un videojuego sucio, que veíamos cada noche antes de irnos a dormir. Una película que reflexiona sobre la imagen, su alcance y su poder, y, obviamente, sobre sus posibilidades creadoras de realidad. Nada más necesario en estos momentos de cambio, para recordar y jamás olvidar.