Laboratorios Frankenstein,
Quinta Camacho, 12/VIII/2022
Querido Juan Jacobo:
El medio que es el país del Sa(n)grado Corazón de Jesús justifica tu film por su antídoto contra la amnesia y por el rescate que haces de la memoria cinematográfica de una generación que se atrevió a registrar en Colombia los matices políticos de la realidad doméstica en los años 60 y 70 –una memoria investigada y editada por ti en El film justifica los medios como un largo buceo de arqueología visual para comprender las intenciones ideológicas y formales de sus documentalistas–. Un medio que justifica tu film por la contradicción de términos que en el transcurso del tiempo descubre cómo otra generación recuerda el pasado que la antecedió con algo que parecía reprobable para la solemnidad militante de nuestros héroes de izquierda: el humor. Quizás ya cruzaste por las páginas del último libro de Carlos Granes, un autor que escribe ensayos felizmente kilométricos, de los que me atrevo a sospechar que el tiempo definirá con el rótulo de canónicos, recordando en Delirio americano –un retrato en el que se respira el aire de familia que cruza de una frontera a otra en América Latina–, cómo los poetas que asumían la escritura con el temor a reírse –Ernesto Cardenal, Pedro Mir– “fueron autores fundamentales en el giro conversacional que estaba dando la poesía latinoamericana en los años cincuenta. Lucharon contra los tiranos, y por eso su poesía, a diferencia de la lezamiana, fue cristalina e incluyó elementos hasta entonces no considerados poéticos. De lo que sí careció fue de humor. Podía ser muy coloquial y muy campechana, pero seguía siendo seria y rotunda, trascendental, seguramente porque la lucha contra Trujillo y Somoza lo exigía; no daba campo a las bromas o a las ironías, sino a la gravedad. El caso es que no fueron ellos, sino un poeta chileno, Nicanor Parra, quien logró la hazaña de incluir el humor y la ironía para abrir nuevos caminos para la poesía en el país de Huidobro, Neruda y Pablo de Rokha, algo nada fácil de hacer”. En contra de lo grandilocuente y pomposo, Parra escribió sus Antipoemas, su diario mural Quebrantahuesos, acercó la poesía al lector sin la camisa de fuerza de la solemnidad. Así, guardadas las proporciones cronológicas, pero no las intenciones humorísticas, tu documental se acerca, sin sufrir de algo tan perjudicial como el ceño fruncido de la seriedad entendida como un trance de reverencia algo fúnebre, al legado de la política hecha cine a través de 16 películas, de sus testimonios –que vemos preservados con cuidado de entomólogo por un archivista tan esmerado como Felipe Colmenares, magnificando con su lupa las imágenes que son la memoria rescatada en la cinta de sueños que es, o que fue, el celuloide–. Un medio que necesitaba ser narrado para comprender de qué manera la precariedad de recursos y la ilusión política, que ahora es una ilusión óptica, arrojó a las calles y veredas de este rincón del mundo a los protagonistas de tu documental –Carlos Álvarez, Marta Rodríguez, Carlos Sánchez, “además de la participación de los cineastas y sus obras”, anotas en los créditos finales, cuando haces el listado de las películas que organizaste montando el rompecabezas de la historia–, pioneros que aprendieron a filmar en la escuela de rodajes azarosos –con la excepción de Marta Rodríguez, alumna aventajada de Jean Rouch en París, aunque Chircales fuera una prueba de resistencia para Marta y Jorge Silva cuando se enfrentaron al riesgo de las amenazas durante el rodaje de una película que trazó un antes y un después en el cine local–, comprometiéndose todos en esa guerra de guerrillas cinematográfica que hacía del experimento la única certeza posible; en un momento en el que se filmaba de urgencia y el aprendizaje transcurrió con sus imágenes, literalmente, en el movimiento de la acción y en el aprendizaje de cómo se quería narrar qué: el cinismo del poder. “Filmen y aprendan”, recuerda madame Rodríguez que le dijo Jorge Silva cuando empezaron a rodar Chircales. La frase se escucha en el primer capítulo de la historia, “Filmar el silencio” –¡pero nunca filmar en el silencio de la resignación! Aunque el silencio, como anota Carlos Sánchez, dramatice las imágenes que se deslizan sobre una pantalla y sea una consecuencia de la precariedad cuando el sonido directo era otro espejismo todavía inalcanzable para los pioneros–. El testimonio de Marta lo confirman Álvarez y Sánchez turnándose para brindar la ilustración verbal de lo que vemos mientras el pasado en blanco y negro nos recuerda el tono de una época, un tono que poco a poco se ruborizó con otros colores –inalcanzables también por el costo que significaba enviar la cinta de sueños a laboratorios míticos como DuArt en Nueva York–. La medida del tiempo, que recuerda Álvarez cuando sonaba en una cámara Bolex el crujido en cada giro que daba la cinta cuando pasaba un segundo, limitando cada plano a un lapso de treinta segundos –treinta segundos que anunciaban cómo se iba adelgazando el presupuesto para rodar–, es la medida de lo que revelas en el documental y permanece más allá de su anécdota: una forma cinematográfica del coraje en la que no importaba tanto la perfección, que habría parecido un ideal excéntrico, como evitar el naufragio de la historia y sus imágenes y mantenerse a flote en medio de la pobreza del cine. Rebasadas las discusiones a muerte de la izquierda radical –parece otro golpe de humor accidental en tu documental escuchar a Marta Rodríguez recordando la furia militante de Álvarez cuando en un artículo se refirió a ella y a Jorge Silva como una pareja “políticamente dudosa”, aparte de afirmar que Chircales era un film inconcluso–, el rompecabezas que editaste descubre cómo se han preservado y sostenido a través de los años las aventuras filmadas: ¿como objetos curiosamente arqueológicos; como clásicos que representan una ética hecha estética: Chircales, Campesinos, Nuestra voz de tierra, memoria y futuro; como hipótesis que abrieron caminos hacia el futuro del cine local; como películas que vemos de nuevo con la generosidad de entender las condiciones en las que llegaron a la pantalla? “Es lo que hay”, dice un lugar común de la resignación colombiana en el que se reconoce el lado opuesto de nuestra ansiedad hiperbólica por magnificar la precariedad de nuestra evolución creativa en términos cinematográficos. Pero lo que hay en los archivos revela en la cinta de sueños que hay algo más allá de las películas: el valor de rodarlas aprendiendo, como confiesa Álvarez, que lo hizo sin saber mucho o nada de la gramática del cine, lo que acaso importaba menos que atestiguar lo que registró su mirada –agregando que sus opciones eran sufrir por el cine que no se podía hacer o hacer el cine que necesitaba rodar como fuera–. Testimonios que reúnes con un trabajo épico de montaje tras visitar los archivos cinematográficos donde pudiste ver sus películas, contrastando el dramatismo de referencias simbólicas como Marquetalia, Camilo Torres, la Universidad Nacional –a la que se debe tanto por el compromiso de la academia con el circo político que describe otra palabra acuñada por nuestra realidad insólita: Locombia–, haciendo un paralelo en cada fragmento entre los trazos de la memoria con la música –A la carga, de Pacho Galán; Que viva la vida y que muera la muerte, de Romperayo–; con las palabras que asoman rotundas en la pantalla y con tus declaraciones sobre lo que es el material de los sueños, los sueños de la realidad, el material con el que trabajaste eludiendo astutamente las obviedades de la demagogia cuando el espectador lee intertítulos que anuncian: “En este país hay que documentar el dolor y exponer la violencia para abrir los ojos”; “Tomar el cine por asalto”; “Revelar al pueblo”; “Activar la película”, y dos frases que definen tanto el pasado como el presente de tu documental: La película existe porque resiste a desaparecer y ¿Quién cuidará mañana nuestras imágenes del presente? Creas entonces una forma, tu forma, con base en las formas que se fueron dando en las décadas heroicas del cine colombiano en trance político y desvaneces el umbral entre un tiempo y otro –que acaso son el mismo si consideramos la idea generosa del tiempo como un flujo continuo que se transforma mientras sucede–. El film justifica los medios cumple entonces con su destino cuando termina siendo parte de la memoria y de los archivos a los que ya pertenece su testimonio. Por todo esto, Juan Jacobo querido, gracias. Con un abrazo de largometraje,
Hugo