Se preguntaban los súbditos letrados de Leopoldo II de Bélgica, en cuyo reinado se perpetraron los más terribles maltratos del colonialismo europeo en África, si los indígenas negros pobladores de las selvas del Congo Belga, esclavizados en su dominio colonial, podrían llegar algún día a evolucionar y civilizarse hasta el nivel logrado por los esclavos negros americanos. Consideraban, acomodando a sus intereses la teoría de la evolución de Darwin, que una especie en función de su entorno desarrollaría mutaciones que le permitiría adaptarse al ecosistema que habitaba y a las necesidades de supervivencia. Estando los afroamericanos en un hábitat «benévolo», conviviendo cuatro siglos con una “raza superior” como la blanca europea, en un sistema productivo en constante desarrollo tecnológico, avanzaron hasta un estado mental que quizás les permitiría disfrutar de las ventajas de la civilización y, a lo mejor, colaborar con sus aportes. ¿Cuáles serían los planes que ellos deberían aplicar en sus inmensos territorios salvajes para que sus colonizados pudieran llegar a semejarse a los afro-americanos? ¿O era ya una posibilidad inalcanzable?

Durante la proyección de El árbol de la autenticidad, del congolés Samy Baloji, en la sesión Spaces of Time del Ficci, en la sala 4 de Bocagrande, mientras descubría las ruinas de lo que fue el centro de investigaciones biológicas Koyeba Yangambir, establecidas por el reino en el corazón de las selvas en la cuenca del río Congo, guiado por los relatos en off del agrónomo congolés Paul Panda Farnana, expatriado en Europa en la primera década del siglo XX y conocido como el primer funcionario público negro de la Bélgica colonial, quien narra su lucha para lograr ser reconocido en los círculos científicos que lo marginaban a pesar de su talento e intelecto, testimoniando la discriminación y el maltrato vividos en carne propia, vi a mi lado al director haitiano Raoul Peck. Hacía apenas cuatro días que había descubierto su cine, su pensamiento y su figura. Exagero. Solo había asistido a una conferencia suya, visto una de sus películas y entablado con él una corta conversación durante un coctel. Pero había sido tan fuerte el impacto de estos tres encuentros que tuve la sensación de que el destino me había llevado a esta función para continuar dialogando con él, para explorar la fuerza de su cine y reflexionar sobre la profundidad de sus palabras, sobre la africanidad, las negritudes, la diáspora, el exilio y la esencia de occidente, un universo marcado y atormentado por la dicotomía blanco/negro.

Tres días atrás no tenía previsto asistir a la conferencia de Peck en el patio central del edificio de la Cooperación Española. ¿Quién hubiera pensado que esa edificación, asociada a otro imperio, sería la anfitriona de tan potente discurso anticolonial? Sin embargo, fue esperando un granizado de café para salir a enfrentar el sol de las tres de la tarde en la ruta hacia el teatro Adolfo Mejía, cuando escuché que la entrevistadora en inglés le preguntaba a un invitado del festival, a quien no le había visto la cara, acerca de su experiencia como exiliado. Una voz nítida, con una profunda convicción, respondió: “Yo no viví el exilio, yo observé el exilio. Mis padres salieron exilados de Haití cuando yo era apenas un niño y un niño no vive el exilio, se adapta a su nuevo espacio. La vivencia del exilio la observé en ellos. Yo narro el exilio que he observado”. Olvidé el granizado y me aproximé a las sillas rimax atestadas de espectadores frente al escenario para ver a la figura que hablaba. Era el hombre negro, de apacible seriedad, que vi en la fiesta de inauguración del festival junto a mi amiga Esperanza Biojó, directora de Colombia negra, y Wilfrid Massamaba, el congolés director del Quibdo-african film festival. “Es un meeting del Black Power”, pensé sonriendo.  Ahora, al escucharlo, sentía placer y vergüenza. Me declaré un ignorante. Nunca había visto una película suya. Su lucidez hablando de su deambular como cineasta por África, Alemania, Francia, Estados Unidos, por su Haití pobre y maltratado, contando siempre historias relativas a los conflictos humanos, el exilio y la diáspora, me fascinaron. “¿Quién es este señor tan lúcido, punzante, preciso, humanista, sin mamertismos ni expresiones panfletarias en su discurso?”, le pregunté a una amiga que escuchaba fascinada su entrevista. “Es Raoul Peck”, me respondió. “A las cinco pasarán su película I Am Not Your Negro, es genial”, me dijo. “Lástima”, le respondí, “se cruza  con el lanzamiento del libro de mi amigo Hugo Chaparro, he prometido acompañarlo. La anoto para verla en Bogotá”. Sin embargo,  cuando escuchaba a Hugo hablar en el Claustro de La Merced acerca de su quehacer como crítico de cine durante años, otra voz se acercó a mi oído y me dijo: “La película de Peck es a las seis”. Sentí un alivio profundo. Una conjuncion de astros me permitía acompañar a mi amigo hasta el final de su charla y asistir a la ceremonia en honor del director haitiano y a la proyección de su película.

Hace tiempos no salía tan conmovido de una película. El cine de lo real venía de golpear nuevamente lo más profundo de mi sensibilidad y activaba mis raciocinios. El desglose del racismo que hace Peck al reconstruir la historia de los Estados Unidos de América es desgarrador. Coloca en primer plano la palabra de James Baldwin, escritor negro nacido en Harlem, quien tras un período de juventud en Francia, donde se instala pensando que podía vivir sin padecer la insoportable segregación americana, regresa a su país en 1957 para participar activamente en el movimiento por los derechos civiles. Se hace amigo de los activistas Martin Luther King, Malcolm X y Medgar Evers, asesinados brutalmente años después. Y es precisamente a partir de extractos de la  novela inconclusa sobre sus muertes que Peck construye la estructura del relato que acompaña un tsunami sinfónico de archivos que retratan la vida americana, la historia americana, la violencia americana, su llamada democracia y sus contradicciones. Denuncia, pedagogía, espectáculo de terror, humor e ironía, tragedia… La tragedia como componente de un país que se cree blanco y  que se siente epicentro del mundo, pero, como dice Baldwin, “el mundo no es blanco, nunca fue blanco, blanco es una metáfora del poder y es una manera simple de describir el Chase Manhattan Bank”.

Hablando con Peck al día siguiente en un coctel me afirmó que él no hablaba en el documental. Es el pensamiento de Baldwin y Baldwin lo que ha hecho es colocar un espejo frente a América. Pero yo sentí que ese espejo no era simplemente para América. En ese espejo se refleja el mundo entero, un mundo que pretenciosamente se ha globalizado a partir del capitalismo gestado en las venas de USA. La voz profunda de Samuel L. Jackson guía el relato desde el corazón de ese espejo y su melodía se trenza con la potencia de la música negra americana; el lamento  del blues y el virtuosismo del jazz se funden con las imágenes de archivo; las fotografías de mil autores, las gráficas y extractos de películas que parecieran ensambladas con la misma esencia rítmica y desgarradora del narrador, y la pista sonora.

No le creo, señor Peck, cuando dice que no habla en el film. Claro que sí habla. Con su investigación, su recopilación de información visual y sonora, con su montaje guiado por décadas de reflexión sobre las problemáticas vividas y observadas, le hace dúo a Baldwin, nos lo condensa, lo potencia. Usted sabe que esa voz es también su voz y cala tan fuerte en nosotros que a fuerza de sentirla y pensarla nos la vamos apropiando.

¿Es una película del 2016? No lo creo. Esa película es de hoy. Habla y seguirá hablando en presente. Cuando la América de Trump exhibe orgullosa y entroniza el supremacismo blanco en el poder y pretende limpiar su territorio de las presencias bárbaras e inferiores, esta película aparece como un grito de resistencia necesario. Cuando el capitalismo enciende de nuevo sus fuegos artificiales, Peck, a través de la palabra punzante de Baldwin, nos coloca frente a la historia de América, su componente esclavista, sus prácticas criminales, sus linchamientos y su hipocresía hollywoodiana, y nos invita a reaccionar, a actuar.

Buscando información sobre la vida del director haitiano me entero de que su primer exilio fue en el Congo. Su padre, agrónomo de profesión, al salir huyendo de Haití, encontró, con el apoyo de la ONU, una plaza de trabajo dejada por agrónomos belgas después de la guerra de independencia en ese país. El árbol de la autenticidad llega a su fin. Miro el asiento de al lado. Esta vacío, Peck debió salir al aparecer la palabra fin, pero siento su presencia, su mirada firme que  pareciera preguntarme: ¿Y  entonces?

Cartagena- Bogotá, abril 2010