El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos en la misma caja)
(Ernesto Martínez Bucio, México, 2025)
La claustrofobia hecha cine tuvo un registro surreal en El ángel exterminador (Buñuel, 1962), prolongado en Ciudad de México cuando Arturo Ripstein adaptó, diez años después de Buñuel, un caso de la vida real conocido como el castillo de la pureza: Rafael Pérez Hernández, un hombre que trabajaba en algo tan inspirador como fabricar veneno para ratas, decidió encerrar a su familia durante diez y ocho años en su casa para que las ratas humanas no contaminaran a su mujer y a sus hijos. La tradición continuó en el cine mexicano con la historia dirigida por Samuel Kishi, Los lobos (2019), que ahora sirve de presagio político por el relato en el que vemos a una madre mexicana, que viaja con sus dos niños al terreno incierto de la inmigración en Estados Unidos y, mientras que ella trabaja, los niños se ven confinados al mundo bonsái del apartamento donde viven y, como pueden, sobreviven. En este 2025 otro director mexicano, Ernesto Martínez Bucio, debuta con su ópera prima, El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos en la misma caja). El efecto de la claustrofobia no es menos aterrador cuando vemos la historia de cinco chicos al cuidado de su abuela por la ausencia fantasmal de sus padres. El ingenio de la crueldad, la fantasía torturada, los delirios seniles de la abuela y la incertidumbre ante el mundo exterior son filmados al interior de la casa con la luz de una penumbra incierta, que se desvanece cuando la cámara sale al exterior de un jardín o en los instantes en los que se vislumbra cautelosamente la calle. El guión, escrito por Bucio y por Karen Plata, traza una espiral de locura que nos sumerge en las mentes trastornadas de los personajes, alterados por la situación que su director de fotografía, Odei Zabaleta, nos descubre con una atmósfera cada vez más opresiva: el interior de este castillo de la pureza, con sus ventanas recubiertas por plásticos, se contrasta con la crudeza de lo que podría ser el mundo exterior según la iluminación televisiva que registra una de las visitas que hizo Juan Pablo II a México. Las cabezas de los fósforos a las que alude el título podrían ser las de los niños, que oran al diablo como si fuera su ángel de la guarda y su dulce compañía en el mundo triste donde la cordura parece estar amenazada por las llamas. Lo sabremos en el último plano: una imagen que sugiere cómo la locura espera por los niños con una paciencia diabólica.