En poesía no existen pueblos subdesarrollados.

Jorge Zalamea

Roberto Benigni en Down by Law parece la metáfora desquiciada y humorística del documentalista Roberto Minervini en What You Gonna Do When the World’s on Fire?

Roberto –“Call me Bob!”–, interpretado por Benigni en la película de Jarmusch, es un turista italiano, perdido en el laberinto de New Orleans, que trata de aprender inglés. A la menor provocación lingüística anota en una libreta palabras desconocidas que acomoda a su lenguaje surreal.

“Buzz off! (¡Lárgate!)”, le dice un cansado y borracho Tom Waits a Benigni cuando el azar los encuentra en el rumbo de una mala noche.

 “Thank you! Buzz offa to you too!”, dice Benigni. “No! Buzz off!”, replica Waits. 

“Ah, buzz off… Buzz off… Is a sad and beautiful world! Buzz off ”, continúa Benigni, escribiendo en su libreta. “Buzz… off… Good evening! Buzz off to everybody! Oh, thank you! Buzz off to you too! Oh, it’s a pleasure! Thank you!”.

Después de que Benigni se marcha –y de que mata a un hombre lanzándole una bola de billar con la que le parte la cabeza–, el destino los reunirá de nuevo en la celda de una cárcel donde Bob y Zack (Tom Waits) conocerán a Jack (John Lurie), un proxeneta caído en desgracia con la policía.

Como una versión entrañable y suave de Los Tres Chiflados –restándoles la brutalidad de los golpes que se propinan sin tregua Curly, Larry & Moe–, Bob, Zack y Jack escapan de la cárcel y se descubren navegando por los pantanos inciertos de Louisiana, hasta encontrar, en lo profundo de un bosque, la casa donde el amor espera a Bob, encarnado en una chica, providencialmente italiana, llamada Nicoletta (Nicoletta Braschi, la enamorada eterna del bufón perpetuo que es en el mundo Benigni).

Amor a primera vista, visto a través de una cámara: por Nicoletta, por el inglés y por la historia vivida con Zack y Jack, filmada con el tono melancólico que define los relatos de Jim Jarmusch, como si fueran documentales sobre la soledad matizados por la ficción.

Algo semejante a lo que le sucedió en el sur de Estados Unidos a Roberto Minervini –aunque la seducción fue para él más tortuosa y se inició, cuando su documental era apenas un proyecto, con la banda sonora del rhythm & blues, a la que luego le agregaría las imágenes–.

Investigar sobre las raíces de la música negra –vampirizada por la industria del rock para beneficio comercial de los músicos blancos, como señalara acertadamente Minervini en una sesión de preguntas y respuestas con el público que asistió en agosto de 2019 a la proyección de What You Gonna Do When the World’s on Fire? en el Lincoln Center de Nueva York–; recordar el legado de músicos de blues como Lead Belly –y de tantos cantantes negros que hicieron de la prisión un lugar que fermentó la tristeza de sus canciones–; conocer el bar de Judy Hill en New Orleans –hija del cantante Jessie Hill, al que seguimos festejando cuando escuchamos su megahit de los años 60, Ooh Poo Pah Doo–, y visitarlo con frecuencia para escuchar la música de Mississippi y Louisiana; interesarse por la historia de Hill –la mujer que está convencida, después de una vida de maltratos sexuales y adicciones, de que “las mujeres fuertes necesitan mentes fuertes porque tienen problemas fuertes”–, y organizar a través del montaje un relato en el que se vincula a Hill con las historias de un par de hermanos –Ronaldo (14) y Titus (9)– , con el activismo del New Black Panther Party y con las celebraciones del Mardi Gras, opacadas por la brutalidad del racismo –a la manera del Ku Klux Klan, que estremeció, ¡una vez más!, al sur de Estados Unidos durante el verano de 2017 con la tradición grotesca de sus prácticas de asesinato y linchamiento–, demuestran cómo en la producción de un documental interviene el azar y decide un destino inesperado para lo que se verá en la pantalla.

Down By Law (Jim Jarmusch,1986).

Eric Hynes, crítico, periodista y curador del Museum of the Moving Image de Nueva York, le preguntó a Minervini, en una entrevista para Film Comment (Agosto, 2019), si la brutalidad policial y el miedo generalizado que se vive en Estados Unidos lo motivaron para realizar el documental.

“Era un momento difícil en Estados Unidos, sobre todo en el sur”, respondió Minervini. “Decidí explorar territorios desconocidos –los territorios afroamericanos del sur de Estados Unidos–. Así que fui primero a New Orleans, apenas a cinco horas por carretera desde Houston (Texas), donde vivo. Busqué gente con la que pudiera hablar, pues ese es realmente mi punto de partida, la manera como me acerco a mis proyectos: conociendo gente, que después me presenta a otra gente, su mundo, abriéndome la puerta a otras comunidades. Y eso fue exactamente lo que sucedió con esta película. Pasaron algunos meses hasta que conocí el bar de Judy, que empecé a frecuentar hasta que la conocí. Ella fue la catalizadora, la que me presentó a los demás. A los chicos de la película [Ronaldo y Titus], cuyos tíos viven en un apartamento encima del bar. Además, Judy es una Mardi Gras Queen. Así fue como empezó todo. Después de ocho meses me di cuenta de que tenía que trabajar con ella. Al principio me concentré en conocer a la gente y en filmarlos por igual, en términos de tiempo, hasta que me percaté de que Judy sobresalía como personaje. Me había preguntado por qué era el momento adecuado para hacer una película sobre los estadounidenses de color, algo que fue muy difícil para mí, sobre todo para ganarme su confianza. Es algo que se establece a un nivel humano, que lo trasciende todo, incluso lo relacionado con la política, la raza, la clase. Para mí, confrontarme como un europeo blanco ante la realidad que presenciaba tuvo el efecto de una reacción constante, me hizo regurgitar mi condición y mis creencias, que mis estereotipos acerca de la América negra fueran demolidos”.

What You Gonna Do When the World’s on Fire? fue entonces una experiencia humana, cinematográfica y política, que ocupó durante año y medio a Minervini y a su editora, Marie-Hélène Dozo, organizando, durante el proceso de un montaje minucioso, las 150 horas que filmó, hasta conseguir una versión de dos horas.

La intimidad con los personajes y la comprensión de sus historias acercan al espectador al mundo descrito por Minervini, desvaneciendo las barreras que representan los prejuicios y el rótulo que define a la pobreza como el sinónimo de una población vulnerable y marginal, cuando, en realidad, lo marginal, las “minorías”, están representadas por el porcentaje de la riqueza en contraste con la multitud al otro lado del bienestar en un país donde el racismo es una actitud sedimentada por la ira y la vergüenza, magnificada en Estados Unidos cuando la frustración ante el fracaso económico y su segregación explotan con palabras como “nigger”, “loser” o, en el otro espectro de un racismo diverso en sus colores, con apelativos despectivos como “White Trash” [Basura Blanca].

La empatía de la solidaridad –o la comprensión del horror a través de documentales donde el poder de la muerte es visto con el despliegue coreográfico filmado por Leni Riefenstahl en El triunfo de la voluntad, realizado en 1934 durante el congreso del Partido Nacionalsocialista en Nuremberg, o como un sinónimo del riesgo en documentales como el que realizara Barbet Schroeder sobre Idi Amin Dada, “el pequeño Calígula, el Mussolini africano, el Ubú negro, el Hitler ugandés”, según la descripción de la copia en DVD de la colección Criterion (1)–, han cifrado la recepción y el diálogo con el público, que puede conocer fragmentos del mundo según lo que descubra una pantalla y sus experiencias, inspiradoras para demoler nuestros estereotipos.

El tiempo recorrido desde que el productor, director y teórico escocés John Grierson definiera a la película Moana (1926), de Robert Flaherty, como un “documental”, y a los documentales como “el tratamiento creativo de la actualidad”, nos ha enseñado un desplazamiento geográfico de las cámaras en la tradición de Flaherty y sus observaciones de comunidades esquimales –Nanook of the North (1922)–, polinesias –Moana–, irlandesas –Man of Aran (1934)– o sumergidas en los pantanos de Louisiana –Louisiana Story (1948)–.

Al contrario del canibalismo cinematográfico, que aprovecha el exotismo como otra forma del estereotipo, documentales como los realizados por Flaherty y sus herederos desvanecen las fronteras entre el centro y la periferia; sugieren una pregunta que cuestiona la vanidad cultural definida por la supremacía económica: ¿quién decide en dónde se encuentra el centro y en qué law lugar se sitúa la periferia?

Los three amigos: Frances & Robert Flaherty, tras la cámara, con Richard Leacock.

La ecuación es semejante en los relatos protagonizados por los mal llamados “monstruos”. (2) Aquellos que están situados en el centro de lo establecido y se agrupan de una manera gregaria alrededor de la norma –social, sexual, racial, económica–, consideran a los que se encuentran en la periferia como criaturas distantes y distintas a lo aceptado por la norma. Es entonces cuando se persigue a Drácula, a las criaturas de Frankenstein o de la Laguna Negra en la película de Jack Arnold, al Quasimodo de Notre-Dame de París o a los motoclistas de Easy Rider, asesinados por el racismo sureño al final de la película de Hopper.

“El tratamiento creativo de la actualidad” nos descubre, por contraste, que los monstruos son los otros, y hace de los documentalistas narradores de cronología extendida cuando se comprometen con el tema de sus historias durante lapsos kilométricos. Al contrario de la ficción rutinaria que caracteriza a la corriente oficial del cine, sometida al tiempo express de producciones interesadas, ante todo, por una taquilla rentable, el documental y sus realizadores se parecen, en términos literarios, a los poetas, que escriben sin otro criterio que lograr un texto al margen de que sea publicado, más aún cuando el azar editorial los relega y consiente a la novela como la reina del carnaval literario.

La estirpe de documentalistas como Minervini, y de un ancestro notable como Flaherty, permite que descubramos a criaturas supuestamente periféricas y hagamos de ellas fantasmas que permanecen en el centro de nuestra memoria; que se desvanezca otra supremacía, igualmente falsa que la supremacía racial, como puede ser la supremacía regional, que establece diferencias entre lo parroquial y lo cosmopolita. Al fin y al cabo, toda metrópolis tiene su necrópolis: la muerte nos reúne como especie y su arrogancia se esfuma con la vida que rescata el cine y las verdades que puede revelar en tono documental o en las ficciones interesadas por los dilemas y misterios del corazón humano.

1-. “Idi Amin colaboró en todo momento con Schroeder y su camarógrafo, Néstor Almendros, pero condicionó tanto el montaje final que cuando se enteró de que había una versión más larga que no había autorizado, encerró en un hotel a 200 ciudadanos franceses, que residían en su país, y les dio el teléfono del realizador para que le contaran cuál era su situación. Schroeder accedió a cortar los minutos que el dictador, amablemente, le pidió quitar, hasta que, tras su exilio, pudo recuperar el metraje mutilado y completar el montaje final”. General Idi Amin Dada: A Self Portrait (1974), The Criteron Collection.

 2-. Según el DRAE: “Ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie”.