Pertenezco a una generación –la que accedió a cierto estadio de conciencia sobre la tradición fílmica colombiana en paralelo con el final de la entidad estatal Focine, que se liquidó en 1993– cultivada en la idea del fracaso, y que creció con un ruido de fondo que insistía en que el cine político colombiano de las décadas de 1960 y 1970, con muy escasas excepciones, estuvo más interesado por la política que por el cine. Fue una forma sumaria de procesar el pasado del que descendíamos y de decretar la muerte –sin pena ni gloria– de unos padres en realidad más desconocidos que incómodos.
La aparición de la Ley de Cine de 2003 y la reactivación, así fuera en escala modesta, de la cinematografía colombiana, parecieron darle un impulso más a esa borradura del pasado, a pesar de que muchas películas de ese primer periodo de principios del siglo XXI aludían a problemas de representación de lo nacional que descendían directamente de aquel cine de las décadas mencionadas: representación de los márgenes geográficos y sociales, anhelo de justicia, reclamo de un relato de país menos excluyente.
La Ley de Cine no propició solo una cascada de nuevas películas; también desencadenó o actuó en sincronía con otros procesos vitales para la salud de una cinematografía. Una nueva generación de investigadores empezó a excavar en distintos tipos de archivo (muchos de ellos organizados y restaurados muy recientemente) y a releer el pasado. En esa patria ampliada que es Latinoamérica, pasaron cosas como la publicación en 2013 del libro del veterano e infatigable crítico peruano Isaac León Frías: El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica, que al poner el acento en esa doble condición rescataba a las películas de los años sesenta como artefactos artísticos de vanguardia, y no solo como cine de urgencia. Se reinauguraron, en sedes ampliadas, la Cineteca Nacional de México en 2012 y la Cinemateca de Bogotá en 2019. Cineastas como los argentinos Albertina Carri y Leandro Listorti, entre otros directores latinoamericanos, hicieron películas a partir de fragmentos o de ausencias dentro de sus tradiciones fílmicas nacionales.
Así que El film justifica los medios, dirigido por el colombiano Juan Jacobo del Castillo, es al mismo tiempo sorprendente e inevitable. En este documental desembocan una suma de esfuerzos de los últimos años, tanto de personas como de instituciones, que no se resignan a considerar el pasado como algo inamovible y clausurado. De él es deseable que parta una consideración distinta de un grupo pionero de cineastas, hombres y mujeres, que no solo supieron capturar el espíritu inconforme de una época, sino que, de algún modo, provocaron ese espíritu. Lo dice Marta Rodríguez, casi al comienzo: “[Llegan] dos personas extrañas [se refiere a ella misma y a su esposo Jorge Silva], con equipos que para ellos [las personas y comunidades que filman] eran magia, completamente magia, y cambias todo. Se crea un proceso que va a cambiar todo”.
El documental de del Castillo otorga la voz principal al relato de tres de estos cineastas: el fotógrafo Carlos Sánchez, el crítico y director Carlos Álvarez, y la ya mencionada Marta Rodríguez. Sus recuerdos sobre este tiempo pasado estructuran el nivel más anecdótico de la narración. Por otro lado, están las propias imágenes de los documentales que estos y otros cineastas realizaron: allí hay una historia vibrante que desvela la violencia del poder en Colombia y un correlato paralelo de resistencia capaz de resonar fuertemente con el estallido social colombiano de los últimos años. Resistencia y represión aparecen trágicamente unidas. Y, sin embargo, en El film justifica los medios no se asumen las luchas sociales del pasado como una derrota, sino como una aspiración permanentemente abierta. La resistencia (como las películas) existe como promesa de que el cambio social aplazado aún puede ocurrir.
No hay nostalgia ni desencanto en la aproximación del documental a su asunto, pero tampoco inocencia. Se habla de los duelos, del diálogo imposible de eludir con los muertos, de los disensos dentro de lo que más que un grupo unido era un movimiento –el cine político colombiano– decidido a confrontar e intervenir en la realidad, en medio del narcisismo de las pequeñas diferencias. El documental también se sostiene en un motivo visual que vuelve una y otra vez: los procesos, manuales algunos de ellos, con el material fílmico, el archivo entendido como un gesto vivo proclive a ser activado, rayado, cuidado, también confrontado. Y capaz de inspirar nuevas formas de acción: las siguientes películas que seguirán documentando un proceso que no tiene fin.
El film justifica los medios nos trae la noticia, muy necesaria de oír en estos días, de que las luchas sociales tienen una historia larga en Colombia, y que el cine no solo ha acompañado, registrando, estos procesos; también los ha instigado. Tal vez en esa década de 1990, cuando las espurias doctrinas del fin de la historia se juntaron con el coctel de medidas neoliberales, la historia la estaban escribiendo los que se sentían ganadores y declaraban según sus intereses a quienes nombrar como perdedores. Esa versión presentada como verdad era una impostura, y ahora lo sabemos.
El film justifica los medios (Juan Jacobo del Castillo, Colombia, 2021), 78 min.
*Pedro Adrián Zuluaga es periodista y crítico de cine, con experiencia en programación y curaduría de cine en espacios como el FICCI, Señal Colombia, la Cinemateca de Bogotá y, desde 2021, la MIDBO. Es autor de los libros ¡Acción. Cine en Colombia! (2007), Literatura, enfermedad y poder en Colombia: 1896-1935 (2012), Cine colombiano: cánones y discursos dominantes ( 2013), Qué es ser antioqueño (2020) y Todas las cosas y ninguna. En busca de Fernando Molano Vargas (2020). Actualmente es columnista en Diario Criterio.