La semilla fue sembrada. El ser vivo que salió a la luz, y de la luz, en la ciudad luz, una noche de 1895, mostró desde sus inicios que lo real era componente esencial de su ADN. Las imágenes en movimiento que los hermanos Lumière proyectaron a los asistentes al Salón Indien del Grand Café, presentaban, entre otras, trabajadores saliendo de una fábrica, un tren llegando a la estación, pasajeros descendiendo de un barco, unos padres dándole de comer a su hija. Estas escenas, en apariencia, “simples”, abrían la mente ante el inmenso abanico de posibilidades temáticas que la vida real ofrecía para su crecimiento e insinuaban el potencial dramático que aportarían en su desarrollo a las artes de la representación. Ya el tiempo, gracias a su sorprendente evolución, lo llevaría a los altares de la creación humana con el rótulo de séptimo arte.

En ese entonces la palabra documental no figuraba en el manual de uso de la cinematografía, pero varias décadas después aquellas imágenes-semilla fueron catalogadas con la denominación que John Grierson acuñó para las películas que documentaban la vida sin recurrir a los parámetros del espectáculo masivo dominante en el que se había convertido el cine: una expresión escénica cuya esencia eran las historias construidas con actores pagados para representar la realidad o la fantasía.

Pasaron 103 años para que en Bogotá (Colombia) -un país muy alejado de los grandes centros del poder económico y artístico, convulsionado por las fuerzas telúricas de su territorio y sociedad, pero ávido de encontrar herramientas para reconocerse, contarse, pensarse y representarse-, se reuniera a “Pensar el documental” un grupo representativo de creadores de tan diversas latitudes como Bolivia, Francia, Méjico, Chile, Estados Unidos y Perú, miembros de una generación de creadores locales y un público que, a pesar de la escasa difusión que tenían las producciones de lo real en las también escasas ventanas de distribución, había encontrado la pasión y buscaba expandir su aproximación a ese tipo de expresión: entrar en contacto directo con obras y creadores experimentados para confrontar su producción, buscar otras luces, pistas que mostraran posibilidades de caminos diversos, formales y estructurales, un diálogo que enriqueciera las búsquedas de lenguaje para expresar sus visiones, sentimientos y necesidades.

Eran los albores del siglo XXI. El mundo empezaba a procesar los efectos del acelerado y delirante afán de “progreso” del siglo precedente. De su desmedido afán por el desarrollo había nacido la palabra ecología y sus gritos de alarma por los trastornos que el planeta presentaba en sus ciclos de vida (Nanook sentía el crujir del hielo al resquebrajarse bajo sus pies). Mientras tanto, los grandes centros del poder, al servicio de la gran industria, se empeñaban en mantener el ego de la humanidad entretenido con el desbordante desarrollo tecnológico. El tsunami de la revolución informática amenazaba con inundar todas las actividades humanas y la sensación de manipular los secretos de la materia y la energía hacía creer a algunos que se podría construir un mundo mejor. Las comunicaciones se aceleraban, la circulación de datos se multiplicaba y todo lo que estuviese relacionado con ello, el cine y todo lo audiovisual, su captación y difusión, por ejemplo, no estaban por fuera de su radio de influencia. ¿Cuáles serían las consecuencias de las tensiones generadas por estos procesos? ¿Las mutaciones, las transformaciones en la cotidianidad de las personas, en las comunidades que a ritmos desiguales habitaban espacios urbanos o rurales? El nuevo siglo venía cargado de inquietudes, problemáticas y conflictos que para su representación e impacto ante el nuevo público, moldeado en función de prácticas de consumo en constante evolución, tendrían que experimentar con nuevos soportes y las nuevas escrituras que se adaptaran a ellas.

La Muestra Internacional Documental de Bogotá (MIDBO), como hoy la conocemos, nació en ese encuentro del 98. Durante este cuarto de siglo, sin interrupción, por sus pantallas han desfilado, año tras año, las múltiples interpretaciones que el cine de lo real ha hecho sobre lo acontecido en el planeta y, en particular, en nuestro agitado país. Ha sido testigo de las transformaciones formales asociadas al desarrollo tecnológico, de la irrupción de temáticas que han revolucionado el acontecer humano y la interacción social, pero también del devenir de viejas problemáticas que aquejan nuestra historia. La irrupción del relato subjetivo, el rol protagónico conquistado por las mujeres en la sociedad, la consolidación del cine indígena y la inclusión del cine comunitario, la voz de las minorías y el desmonte del relato colonial han convivido con las múltiples expresiones que aporta a la lectura de lo real el documental expandido y el paso a paso de la memoria filmada del conflicto colombiano.

La pesadilla de Nanook, en su cuarta versión, explora desde diversos tópicos “la evolución de lo real” durante este período de tiempo y rinde homenaje a la MIDBO en sus bodas de plata, a su aporte en el desarrollo del documentalismo en Colombia, a la persistencia que ha hecho de ella un evento que sirve como referente del cine de lo real en el país y a las personas que desde la comunidad de la Corporación Colombiana de Documentalistas (ALADOS), han sido gestores y guías de su proceso.

¡Larga vida a la MIDBO!

Diego García Moreno – Director