Los hermanos Mauricio y Andrés Carmona Rivera han hecho de la imagen un vínculo creativo, como se describe en esta semblanza de su documental Estancia, que descubre los riesgos, dificultades y recompensas para hacer de sus visiones una realidad.

 

            La colaboración ha sido fundamental en nuestros proyectos. Sus preguntas nos cuestionan sobre la ciudad, la memoria y su dimensión social y política. Algo esencial por el matiz afectivo de la creación entre hermanos que oscila desde nuestras miradas individuales al diálogo entre intereses como las artes plásticas, la fotografía, el cine y la historia.

            Desde los primeros proyectos en los que hemos colaborado, muchos de los cuales han tomado años en concretarse, concebimos la creación en medios audiovisuales para escenarios propios de las artes plásticas y visuales como museos y espacios no convencionales, ya sean entornos urbanos o edificios en ruinas, recurriendo a videoinstalaciones en lugares concretos con las que interpelamos al espectador a través de narrativas no lineales y sistemas de proyección multicanal. Así exploramos lo sensorial y lo táctil de espacios arquitectónicos, de las cartografías del territorio y del paisaje, de los estratos ocultos de la memoria, siendo esencial el diálogo con el lugar de exhibición y su contexto histórico, social o político. En estos proyectos nos ha interesado cuestionar los límites entre distintas disciplinas y la reconstrucción de atmósferas de lugares específicos, ya sea de la ciudad o del país, con obras que tienen una carga documental fuerte por su mirada y su aproximación.

La nave de los locos

 

            La experiencia y el aprendizaje nos prepararon para la realización de nuestra primera película, Estancia (2024), iniciada en 2016, encontrándonos ahora en su etapa de promoción y distribución. Un largo periplo que transformó nuestras vidas y por el que hemos vivido momentos entrañables y crisis, que nos han dejado al borde del naufragio, como aquella Stultifera navis –o nave de los locos– evocada durante la primera fase de rodaje, pues describe el espíritu de los que se embarcan en un sueño y deliran.

            Una oportunidad valiosa que nos permitió intercambiar nuestros papeles: quien había sido el hombre de la cámara y productor en la materialización de las ideas de uno, ahora encontraba en el otro la reciprocidad correspondiente en su voluntad personal de realizar una película.

            Un viaje fílmico que no podríamos comprender sin considerar que vivimos en Medellín y que tenemos unas raíces profundas que nos vinculan al centro de la ciudad como el territorio de nuestra infancia, como el espacio de nuestra memoria familiar, de la historia de amor de nuestra madre y nuestro padre, de los días compartidos con nuestras hermanas y con nuestra tía, de los años escolares, los amigos, los amores, los refugios cotidianos, los lugares de fiesta, los lugares de paso. El vínculo entre la vida y los lugares de la memoria, de una ciudad que es parte de todos y de nadie, que borra las marcas de las historias de los abuelos, de sus primeras casas y calles, de algunos vestigios que sólo preservan su nombre. Una ciudad inclemente con su pasado, que ha destruido buena parte de su memoria urbana y arquitectónica. Una ciudad de la desmemoria.

            Una serie de fotografías análogas de la casa del Pastor Restrepo, realizadas en 2014, serían el germen de Estancia. Su casa se convertiría en unos de los símbolos del proceso de modernización de la ciudad desde su construcción, a principios de la década de 1870. Un lugar emblemático que se ha resistido a desaparecer, ha tenido múltiples vidas y, con el transcurrir de los años y el proceso de transformación urbana del centro de Medellín, comenzó a ser conocida popularmente como La Estancia, por el restaurante que funcionó en el solar de la casa durante más de cincuenta años. Las fotografías fueron tomadas durante un recorrido con Marlen Ruiz Velazco, una amiga cubana, productora de cine y maestra de la EICTV, que visitó Medellín para realizar una conferencia sobre la Televisión Serrana, creada por su esposo, el soñador y visionario Daniel Diez Castrillo, quien, durante el Periodo Especial en Cuba, a comienzos de los años noventa, daría vida a esta iniciativa de video y televisión comunitaria en la Sierra Maestra.

            En las imágenes se observan algunos detalles arquitectónicos de la fachada como las ventanas, los balcones, las cornisas, la mansarda y las lucarnas, unas ventanas misteriosas y verticales que sobresalen del tejado. Además, se observan en las fotografías algunos ancianos que toman el sol en la terraza del inmueble, habitantes del inquilinato que se convertirían en parte fundamental del documental.

            Observando las imágenes nos dimos cuenta de que el encuadre se concentra en el segundo y tercer niveles de la casa, quedando fuera de cuadro el que sería el punto de partida de la investigación: La Estancia, un referente urbano para muchas generaciones y un comedor popular en el centro de la ciudad, del que se dice llegó a congregar a más de cuatro mil comensales por día, quienes hacían fila en varias cuadras a la redonda.

            Cuando empezamos a rodar, en 2016, el restaurante fue sellado definitivamente por la administración pública. Esta primera fase fue entonces el registro del desmantelamiento y la desaparición del lugar: el objeto de estudio se desvanecía frente a nuestros ojos. Entrevistamos a varias personas que llevaban décadas trabajando en el lugar o frecuentándolo como clientes y luego entramos a la casa, donde funcionaba un inquilinato.

La casa de senderos que se bifurcan

 

            Nadie sospechó que nos perderíamos entre las innumerables habitaciones de la casa y en las memorias del grupo de hombres que la habitaban. Cada puerta que se abría nos mostraba un universo paralelo, un lugar suspendido en el tiempo hecho de pasadizos, escaleras interminables, zonas de absoluta penumbra y zonas de intensa luminosidad, todo estos dentro de un intrincando tejido de relaciones espaciales y sociales no exentas de conflictos. Un laberinto doméstico donde si bien se daban relaciones de confianza y solidaridad, también se descubrían abismos entre una habitación y otra, relaciones distantes. Las escaleras y los baños eran puntos de encuentro ante la carencia de otros espacios comunes como una cocina o un comedor. Cada habitación era un espacio narrativo con sus peculiaridades: muros de tapia desvencijados, papeles de colgadura raídos, atravesados por una maraña de cables e instalaciones eléctricas donde cada cual improvisaba una cocina y conectaba sus televisores y sus radios, teniendo cada lugar una atmósfera y un sonido propios.

            Durante una corta inmersión para la producción del teaser en 2016 advertimos lo complejo que es romper el tabique que nos separa como seres humanos, especialmente por la parafernalia técnica y lo invasivo de un equipo de trabajo compuesto por cuatro o cinco personas que irrumpen de forma abrupta para registrar el ritmo cotidiano de una casa. Con el transcurso de los días y las conversaciones la comunicación se afianzaba y nos permitía tener un poco más de intimidad con los inquilinos del lugar. Las entrevistas contribuyeron a un intercambio valioso, pero los encuentros fortuitos –en las escaleras, la terraza o las zonas comunes– nos permitieron otro tipo de acercamiento más distendido. Al reiterar las preguntas y hablar de lo mismo surgía la inusitada belleza del instante que se escapa, del recuerdo y el olvido. En los momentos en los que no se sabe qué decir o preguntar, porque quizás ya no es necesario, emerge un gesto o un acontecimiento único: la existencia en estado puro, la fugacidad de la vida y el devenir ineludible cuya única y trágica certeza es la muerte.

            El azar nos ponía frente a lo inesperado y nuestra respuesta fue cómo habitar la casa, como si fuéramos sus inquilinos y así pudiéramos tener una relación de confianza e intimidad. Fue entonces cuando procuramos una inmersión más radical y le propusimos a don Octavio, el casero del inquilinato, la posibilidad de alquilar por un mes una de las habitaciones que se encontraba libre, suponiendo que así, en ese lapso, saldríamos con el documental bajo el brazo. Don Octavio fue enfático. Nos dijo que las dos condiciones básicas para vivir en La Estancia eran ser hombres mayores y no llegar después de las diez de la noche, cuando la puerta se cierra y no entra ni sale nadie. Sin embargo, fue bastante generoso: nos brindó la posibilidad de trabajar durante el día y nos preguntó cuánto tiempo necesitábamos. Le pedimos quince días durante los cuales rodamos en jornadas continuas, con contadas excepciones, en abril de 2017. Nuevamente creíamos culminar el rodaje, pero en los meses subsiguientes nos dimos cuenta de que aquellos días intensos que habíamos compartido con los habitantes de la casa solo habían sido el comienzo y decidimos volver, pero dejando de lado las preguntas sobre la ciudad y su pasado para volcarnos de lleno en las vidas de algunos de los hombres de este lugar y, a su vez, con la intención de no volver a salir de la casa. Fue entre agosto y octubre de 2018 cuando decidimos regresar para quedarnos por algo más de un mes –y, probablemente, por el resto de nuestras vidas–.

            Las cualidades del lugar y las relaciones entre los ancianos de la casa nos hizo plantearnos otra forma de abordar el documental hacia una mirada más intimista, donde el diálogo constante y los espacios nos permitieran conocer un universo múltiple como los recintos y sus habitantes. Así tejimos una relación de confianza y hospitalidad con varios de los inquilinos, sin desconocer la reticencia de algunos de ellos a participar por la forma como el rodaje irrumpía en sus hábitos, vulnerando su privacidad.

¿Qué sucede en la vida de un anciano?

 

            Acercarnos a los personajes e indagar sobre su relación con el espacio y sus experiencias nos hizo pensar en ese otro que habita nuestra ciudad. Un recorrido por la vida de cada uno de ellos, detenida en una casa donde habitan con sus amores de toda la vida o, simplemente, con unos desconocidos.

            Esto nos permitió enfocarnos en sus historias de vida y dejar que las preguntas iniciales acerca de la ciudad y su problemática relación con el pasado quedaran en un segundo plano. Nos preguntamos: ¿el documental es la historia de una casa o de sus habitantes? ¿Cuál es la dimensión espiritual que tiene un espacio y cómo condiciona nuestras vidas? ¿Si la casa desaparece qué sucederá con ellos? ¿O, si ellos son desalojados, qué habrá perdido la casa y la ciudad?

            Estos interrogantes fueron claves para descifrar la estructura narrativa de la película y para construir un diálogo intermitente, por no decir inexistente, entre los habitantes de la casa y el universo de cada uno de ellos.

            ¿Como se podría esclarecer esta maraña? ¿A través de los rumores que corren por los pasillos? ¿Con las conversaciones dislocadas y fragmentarias? Habitamos un lugar y nos aproximamos a sus dinámicas cotidianas, a través de entrevistas donde emergieron preguntas acerca del amor, el deseo y la muerte. Las respuestas de unos se convirtieron en las preguntas de otros entrelazando el universo de cada habitación.

            Durante la investigación advertimos la importancia de la casa como una referencia urbana, pues los transeúntes del sector atesoran su memoria en medio de la mutación constante del centro de Medellín y de las inmediaciones del Parque Bolívar. Sin embargo, cuando rodamos decidimos prescindir de trabajar en exteriores, filtrándose el mundo de afuera con sus ruidos y los fragmentos de la ciudad que se observaban por las ventanas, como sucede con la Catedral Metropolitana, los muros desleídos de salas de cine desaparecidas como el Radio City y de las hojas de los árboles del parque.

De Andrea Mantegna a Fernell Franco

            La producción nos dejó con una riqueza visual inusitada: desde los umbrales, cuyo resplandor devora las facciones de los habitantes de la casa como en las fotografías de Fernell Franco, hasta las imágenes que parecieran tomadas de la historia del arte occidental, partiendo de una pintura paradigmática del Quattrocento italiano, Lamentación sobre Cristo muerto, de Andrea Mantegna, hasta los máximos exponentes del período barroco –Caravaggio, Rembrandt o Vermeer–, quienes a través del claroscuro acentuaron el dramatismo de sus pinturas. Hallazgos que no fueron premeditados sino que resultaron del análisis del material rodado.

            Fue sorprendente la enorme consonancia que aún existe entre Estancia y la obra del fotógrafo caleño Fernell Franco, quién durante la década de 1970, “se dedica al registro variado de las casas de clase baja en Cali, en especial de aquellos grandes caserones que habían pertenecido a la burguesía, pero que para los años setenta se encontraban en diversos procesos de degradación […] Por los resultados, percibimos que su elección obedece a su deseo de captar la actuación del fenómeno lumínico en las diferentes estancias de la casa arquetípica colombiana.”[1]

            Esas casas, convertidas en “verdaderas naves del tiempo”, como lo plantea Santiago Rueda Fajardo en su ensayo sobre Franco, encuentran relación directa con la Cali de hace medio siglo y, probablemente, con ciudades contemporáneas tanto de Latinoamérica como de otras partes del mundo. Según Rueda Fajardo, “habitadas por campesinos desplazados de La Violencia, trabajadores y gentes caídas en desgracia, estas casas y sus habitaciones llegaron a convertirse en verdaderas naves del tiempo, pobladas de objetos, memorias, plantas, muebles, telas, telones, cortinas, lámparas y objetos llevados allí por ventarrones y temporales sociales.”[2]

 

[1] Santiago Rueda Fajardo, La fotografía en Colombia en la década de los setenta, Bogotá, 2014, pp. 190-192.

[2] Ibíd, pp. 190-191.

 

Los personajes de una ciudad silenciada

 

            Construimos entonces los personajes de este retrato polifónico a partir de temas como la vejez, el amor, la sexualidad y la muerte. Fue así como se definieron los protagonistas del documental: Guillermo y Álvaro, una pareja con más de cincuenta años de estar juntos, quienes  reconstruyen una ciudad donde la homosexualidad ha sido silenciada. Raúl, actual pareja de Guillermo, pareciera no encontrar salida a su infierno cotidiano de amargura. Y Javier, la antípoda en esta película coral, es un místico que usa kimono, es mormón y vendedor multinivel.

            Ellos transformaron la película de una forma descarnada mostrándonos su triángulo amoroso. Muchas claves narrativas surgieron de las conversaciones con ellos como, por ejemplo, la idea de la casa como un laberinto enunciada por Álvaro, un hombre de clase media alta, quien seguía con Guillermo, su marido, con el que compartió un amor de más de medio siglo y, aunque se encontraban separados en los últimos años (vivían en habitaciones contiguas), aún tenían una relación cercana, en la que el cuidado y la preocupación por el otro eran la base de su amor. Tras un accidente, Álvaro comenzó a acumular objetos de manera pletórica, algo que se manifiesta también en su pensamiento, poético, visionario y delirante.

            Guillermo, arquetipo del mensajero, fue un iconoclasta que vivió frenéticamente. Era el único capaz de tender puentes entre los habitantes de esta casa, así fuera para sembrar rumores, siempre por diversión: solía decir que el día que no armaba un chisme sufría de intensos dolores de cabeza. Generoso, inteligente y coqueto, rápido con las ideas y organizado en sus cosas, cuidaba con candor tanto de Álvaro como de Raúl, su pareja por los últimos 16 años. Era usual que su habitación fuera un lugar de encuentro con los otros habitantes de la casa, donde se conversaba, se rememoraba, se compartía algo de comer y, sobre todo, de beber. Nos sorprendieron sus espíritus libres y rebeldes en una ciudad que ha sido extremadamente conservadora y en un país como Colombia, que hasta los años 80 penalizaba las relaciones homosexuales. Con sus historias reconstruyeron una Medellín oculta y nos permitieron viajar a los lugares de encuentro y los bares de “ambiente” que frecuentaban en las décadas del 60 y el 70 como “Sayonara”, “Donde las águilas se atreven”, “El Grillón” o “La Whiskería”. En esta fase de la investigación, fueron fundamentales los libros de Guillermo Correa, Del rincón y la culpa al cuarto oscuro de las pasiones y Raros: Historia cultural de la homosexualidad en Medellín (1890 – 1980), quien venía indagando los sitios de encuentro como los bares de ambiente, que se convirtieron en lugares de resistencia y reivindicación de las disidencias sexuales de la ciudad.

            Por su parte, Raúl, el más joven de la casa, era hospitalario, inconforme y melancólico. Directo y lapidario, parecía atisbar los acontecimientos del futuro con suma precisión. El fallecimiento de su madre pareció ser el acontecimiento más doloroso de su existencia e invocaba la muerte como la única escapatoria al infierno de amargura en el que se convirtió su vida. Nos decía que el único placer que le quedaba en la vida era fumar, aunque su humor y su risa no se desvanecieran.

            Álvaro, Guillermo y Raúl son asiduos visitantes del Parque Bolívar y del Pasaje La Bastilla, en el centro de la ciudad, donde por décadas se han reunido “chirrincheros” legendarios. Es uno de los últimos recodos de encuentro que perviven en una ciudad que implementa procesos de transformación urbana con los que desplaza a los habitantes y trata de hacer rentable el uso del suelo urbano.

            Javier encarna todo lo opuesto al trío mencionado: es un místico empeñado en evangelizarnos. Un ermitaño que vive en medio de esta casa y del caos del centro. Aunque fue complejo que nos abriera las puertas de su vida privada, logramos entrever su mirada del mundo, su aparente ingenuidad, su perenne autocontrol que desborda en sus búsquedas espirituales. Es la antípoda a la vida desenfrenada de sus vecinos, un obsesivo del orden, la limpieza, la moral y las buenas costumbres. Con cierta inocencia nos reconstruye las memorias de sus fracasos amorosos, así como comparte su archivo epistolar, sus filminas y las fichas de las agencias matrimoniales de las que fue devoto.

El montaje

 

            Para la fase de montaje tuvimos la oportunidad de trabajar con Isabel Otálvaro, con quien exploramos las más de doscientas horas de rodaje, a partir de un documento que elaboramos con Lisseth Rincones, asistente de postproducción, que nos colaboró con el pietaje y la transcripción de algunas entrevistas. El proceso que empezó en la pandemia estuvo marcado por el diálogo constante y búsquedas creativas que nos permitieron encontrar un ritmo en la vida cotidiana del lugar y en la transformación del espacio. Un recorrido en el que transitamos entre las habitaciones y las historias de forma paralela, hilando una conversación fragmentaria dada la escasa comunicación que existía entre los habitantes del lugar, generando pliegues espacio-temporales que nos permitieron configurar una narrativa que diera cuenta de lo laberíntico del espacio.

            El último mes de edición, en octubre de 2022, estuvimos en el Laboratorio de Montaje de la 24 MIDBO, una oportunidad para volver a ver nuestra película a través de la mirada de tutores, colegas y observadores. Nos asesoraron Gabriel Baudet, Rodrigo Ramos y Carlos Cordero. Salir de la sala de edición en esta fase con un corte bastante avanzado, pero con aspectos aún sin resolver, fue un riesgo que decidimos asumir como equipo, que sin duda nos puso en crisis en esta etapa decisiva pero que nos permitió tomar la distancia suficiente para renunciar a ciertos aspectos que nos estaban distanciando del espíritu que perseguíamos con el documental, así como para dar las puntadas finales al arco narrativo de los personajes principales.

            Aprendimos que más que pasar de una fase de producción a otra, lo que hacíamos era pasar de una crisis a la siguiente, y la distribución no fue la excepción. Buscar el estreno en festivales y llegar a salas de cine en Colombia, ha sido otra labor sumamente compleja, cargada de incertidumbre y dificultades, que nos ha exigido paciencia y constancia para que el documental se abriera al mundo y dialogara con una audiencia que ha respondido con generosidad e interés. Para terminar, reconocemos con gratitud el apoyo y la labor de todas las personas, familia y amigos que de forma incondicional nos apoyaron desde el comienzo e hicieron que Estancia fuera posible.

 

El cine padece un mal, está en manos de una sola clase social. A lo largo y a lo redondo del globo, está en manos de la clase media alta. Aun con el abaratamiento de la tecnología, sigue siendo una deficiencia. Y eso deviene en una homogeneidad bastante evidente. Tenemos muy buenos sentimientos y una sensibilidad muy grande. Esa mezcla nos lleva a preocuparnos por conflictos sociales que no conocemos realmente, como si fueran objetos a los que es fácil acercarse. Entonces, hay una serie de males que se repiten en los guiones y películas.

Hay una deficiencia para la autocrítica y una cantidad de reiteraciones de representación de las clases sociales, sobre todo populares, desde un lugar muy enajenado, desde la culpabilidad o la redención. Y después, cuando representamos a la propia clase, con mucha indulgencia, se recurre a “el artista”, como si éste hecho salvara a los personajes de las maldades propias del humano.

Esto lo he visto a lo largo de todos los talleres que hago. Una cosa elemental, que no se discute, es la domesticación que todos tenemos por nuestra educación, y no nos permite ver ciertas cosas. Y que si no se hace un gran ejercicio de sacudón de la percepción, de la observación de nuestras ideas sobre el mundo, es muy difícil que nos salgamos de esos esquemas.

Lucrecia Martel: «Lo que yo hago es todo mentira, es todo artefacto», entrevista con Iván Pinto Veas, La fuga, 17, 2015.