Aunque los gestores culturales sean olvidados, como teme la autora de este artículo, su trabajo contribuye a la evolución creativa de un país.

La mayoría de los seres humanos seremos olvidados. Una condición que podemos considerar bella, leve, abstracta y compartida con casi todo lo que no será después: obras de arte –convertidas en pixeles–, historias de amor, idiomas, gobiernos… Todo tiende al olvido. El nuestro es un mundo vertiginoso y el mundo audiovisual no escapa a esto. Cada semana se estrenan cientos de películas que después serán historia; cada semana cierra una sala de cine o un festival fracasará. Desde la necesidad de renovarnos tras la pandemia del Covid –cuando se hizo explícita nuestra fragilidad–, nos enfrentamos a nuestro colapso.

El oficio audiovisual es prolongado. Un largometraje toma generalmente varios años para llegar a la pantalla. Los festivales de cine son aventuras épicas que toman cerca de un año para encontrarse con su público. Es un medio que desafía a la memoria para evitar el olvido.

Quienes trabajamos en la cultura vivimos en un tiempo paralelo mientras desarrollamos nuestros proyectos. Inventamos a diario una maquinaria que no termina de estar aceitada. Lo habitual es la incertidumbre. 

Los gobiernos tardan años en el diseño de sus políticas públicas. Su elasticidad es catastrófica e incierta. Responde a una forma de pensar construida a través de los siglos: cuando se disminuyen los presupuestos estatales para la cultura, nos sumergimos en  la incertidumbre. La cultura es así una cartera que depende del vaivén del poder. 

¿No es acaso una “improvisación histórica” la desaparición del Ministerio de la Cultura en Argentina? ¿Qué hace Javier Milei cuando reprime de forma tan brutal a un sector que ha llevado al país a ser un líder de la industria audiovisual, del teatro, la literatura, la danza, la arquitectura? La historia hablará tras el horror. Nos contará sus relatos. Esa idea romántica, las musas, tendrá quizás más vida en la historia que la de su presidencia.

También improvisa maromas con la cultura el sector privado cuando se acerca a ella como un mercado alternativo y la considera una forma de entretenimiento. En un mundo ideal, el sector privado podría planear estrategias que profundicen en lo que significa su país, en sus identidades, en conservar el patrimonio. Una paradoja del tiempo y su memoria: aunque la tecnología se haya transformado, la cultura sobrevive.

Y como resiste la cultura a la extrañeza de los tiempos, resiste la gestión cultural. Su disciplina combina el trabajo de animación, mediación, producción, administración, formulación, coordinación y evaluación de proyectos culturales. Sin embargo, no existe en la mayoría de las convocatorias del sector, al menos en Colombia, el rubro de la gestión cultural como gasto aceptable en los presupuestos. Hay que camuflarse en el papel de la coordinación; acudir a piruetas administrativas para justificar los honorarios de un gestor.

En Colombia hay varios programas de pregrado y postgrado, con lo cual existen más profesionales formados académicamente. Sin embargo, sigue siendo una profesión “rara”. No está reconocida en las plataformas virtuales para búsqueda de empleo. 

A finales de los años 70, Wilson Licona escribía sobre la gestión cultural en Bogotá:

“Quedan pendientes interrogantes que tienen que ver con los discursos operantes de la cultura, de las políticas culturales y de la gestión cultural, es decir: ¿Qué se gestiona? ¿Para quién se gestiona? ¿Dónde se gestiona ? ¿Cómo se gestiona? ¿Con qué se gestiona? ¿Con quiénes se gestiona? ¿Qué se espera de la gestión?. Es en la respuesta a estas preguntas donde intervienen los diversos agentes del Estado, la comunidad y el sector privado para encontrar algunos propósitos comunes o distanciarse con sus intereses y acciones particulares como regularmente acontece.”

Cincuenta años después, quienes trabajamos en la gestión cultural, podríamos responder algunas de estas preguntas –aunque sea una disciplina que no esté reconocida por las entidades bancarias o, insisto, como actividad económica–. Esto a pesar de que existan en Colombia 85 festivales de cine liderados por gestoras y gestores culturales; a pesar de que no se reconozcan nuestras voces. Pero hemos crecido en espacios como los Consejos Departamentales de Cine. Sin embargo, la representación formal que tenemos en Colombia en el Consejo Nacional de las Artes y la Cultura en Cinematografía (CNACC), la tienen los exhibidores, productores, realizadores, técnicos y entidades encargadas de formación en realización. Hay un guiño leve a la gestión cultural en la silla que puede ocupar el representante de los exhibidores por alguien encargado de procesos de formación de públicos como son los encargados de salas de cine, centros culturales o colectivos de apreciación audiovisual. Aún así, no hay un lugar para quienes tejemos el diálogo entre el sector público, el privado, la sociedad civil, los públicos y los escenarios y la producción artística.

Algo que es necesario, aunque no seamos tenidos en cuenta, lo que se refleja en la invisibilidad de los proyectos de circulación independiente como cineclubes o festivales en contraste con la presencia de los exhibidores comerciales, a los que habría que recordarles que el cine colombiano tiene un público y unas pantallas al margen de las cifras oficiales; que se ve en los festivales, aunque no tenga lugar en las cadenas de exhibición; que es un cine variado y con posibilidades de ser considerado en términos rentables.

Los proyectos culturales y sus gestores somos efímeros como el cielo: cuando se apaga una estrella, no deja de existir. Y el brillo de cada estrella hace parte del cielo en su totalidad. Así es un festival, un cineclub, una sala alternativa, una estrategia de formación de públicos, una muestra, un cine foro o una pantalla que recibe generosamente una película. Seremos olvidados, pero entretanto haremos parte de un país y haremos las piruetas necesarias para hacer parte del cielo de la identidad nacional, para que brillen los destellos en muchas partes.