“Desde que nació, el cine ha estado muriéndose”, nos dice Atehortúa en este artículo sobre las muertes cíclicas que ha tenido el cine a lo largo de su historia, en la que se contrasta la nostalgia por el pasado, la evolución del presente y lo impredecible del futuro. Después de su diagnóstico sobre el enfermo terminal que resucita en cada proyección, concluye: “Quién lo habría dicho, el destino del cine ha sido el de cumplir el sueño enunciado alguna vez por Godard, hacerse inmortal y después morir (una y otra vez)”. 

 

I

Solía decirse: el cine es el arte del siglo. Esta afirmación tiene que ser matizada. Se podría decir entonces: el cine fue el arte del siglo XX. ¿Significa que el cine es un asunto del pasado? ¿En el siglo XXI el cine tendrá algo nuevo por hacer además de reiterar lo aprendido?

El siglo XX fue audaz. Alain Badiou lo llamó el siglo de la pasión por lo real. Mientras el siglo XIX soñó otros mundos, el XX tuvo el arrojo de intentar hacerlos reales, aunque el resultado fuera catastrófico. Concretar lo imaginado se reflejó en el cine, que no sólo heredó los sueños del XIX, sino que también se transformó en el medio para materializarlos. El sueño del cine fue siempre hacerse uno con el mundo. 

El cine se erigió entonces como la promesa de un mundo distinto. Difícilmente se puede negar que haya cumplido su cometido. Tal vez el mundo no sea mejor, pero ¿no es acaso el mundo actual, saturado de imágenes, una predestinación del cine? El arte, siempre fiel a su esencia transformadora e incontrolable, cambia el mundo de maneras inesperadas. 

Sin embargo, con el ocaso del siglo XX y sus decepciones, llegó también la melancolía al cine. El fracaso de las utopías nos dejó ante un nuevo siglo sin sueños, abatido y resignado, en el que incluso es imposible diferenciar entre la realidad y su representación, porque ya todo es representación. ¿Qué puede hacer entonces un arte de la realidad y los sueños frente a un mundo que no ofrece un piso sólido para ellos? 

El siglo XX ya no es visto como el siglo revolucionario que fue, sino como la antesala de una catástrofe que se avecina. El cine -de masas, marcado por su origen-, ha corrido una suerte similar. Ya no es el arte de los sueños utópicos, sino el sismógrafo del final de los tiempos: popularmente vislumbra el desastre. Es cierto lo afirmado por Sloterdijk, la diosa de nuestro nuevo siglo es la gran catástrofe: “Dispone del aura de lo descomunal, le corresponde las características atribuidas hasta ahora a los poderes trascendentales; está de camino y, sin embargo, sus mensajeros ya se encuentran aquí; se manifiesta a las inteligencias individuales en deslumbrantes visiones y, al mismo tiempo, supera todo entendimiento humano”.  

 

II

El cine ha sufrido numerosas muertes, pero no tiene sentido hacer un recuento de ellas en este artículo. La bibliografía es abundante. Basta acercarse a la obra de Godard, donde el cine muere por distintas causas. Michael Witt ha hecho un recorrido exhaustivo por estas muertes en The Deaths of Cinema According to Godard. Algunas causas de su defunción: no haber estado a la altura histórica durante el holocausto, transformar radicalmente su ontología, su decadencia artística, no conservar su estatuto de arte de masas, perder la batalla cultural frente a otras tecnologías como la televisión… Pero Godard no es el único en haber anunciado la muerte del cine. También lo hicieron otros críticos y cineastas: Rossellini, Sontang, Boussinot, Tarantino, Erice, por mencionar algunos. De todas estas muertes la que más llama mi atención es aquella que podríamos llamar “melancólica poscolonial”, es decir, aquella que lo da por muerto según la nostalgia por un pasado glorioso en el que la idea de qué es el cine se resuelve en la cinematografía de un puñado de países. El melancólico poscolonial no puede aceptar que también es cine aquello producido en países con lenguas que desconoce por completo. 

  ¿Cuál es la evidencia de la inminente muerte del cine? Una mirada sin prejuicios al mundo cinematográfico, en su enorme variedad, revela que su muerte es delirante. Nunca antes en la historia se produjeron tantas películas, de formas tan diversas y provenientes de tantos rincones del mundo, bajo esquemas de producción tan distintos. Ha cambiado la atención sobre las obras. El canon cinematográfico ha estallado en cientos de partículas y hoy se habla de constelaciones. La diversificación ha dispersado el foco que anteriormente monopolizaban Hollywood, Japón y Europa, países que dominaban el patrimonio cultural del cine del siglo XX. Sin embargo, el cine más estimulante proviene actualmente de Argentina, Brasil, China, Rumania, Filipinas o Tailandia, que tienen otras experiencias cinematográficas.

Probablemente los años legendarios del cine descansan sobre una hegemonía cultural que hoy está colapsando. A esa conciencia de la ruina del predominio cultural es a lo que muchos, amargamente, llaman la muerte del cine. 

Fotograma “El Caballo de Turín” – Béla Tarr (2011)

III

La historia del cine, como toda historia, se parece a una ficción. Es un relato con inicio, nudo y desenlace. ¿Por qué nos gusta pensar entonces que estamos viviendo su final?  En El sentido de un final, el crítico literario Frank Kermode nos da una respuesta plausible. Los seres humanos organizamos las historias bajo esta estructura porque es un modo de dotar de sentido a nuestras vidas. Necesitamos insertar nuestros relatos del mundo y sobre nosotros mismos en el mismo esquema en el que se narra el mundo según la teología. En el programa bíblico las cosas tienen un comienzo, el Génesis, y se dirigen hacia un final, el Apocalipsis. De ese modo cada pieza adquiere su lugar en un esquema teleológico. 

La muerte del cine es un discurso nostálgico y narcisista. Nos cuesta descifrar el tiempo en el que vivimos y, ante la imposibilidad de darle sentido, miramos al pasado como un relato armónico. Se suelen mitologizar los inicios, mirar con felicidad los momentos de ruptura y considerar el presente con cierto desencanto. Creemos recuperar algo de la felicidad de la Historia, aunque con un gusto agridulce, viéndonos en ella como los últimos protagonistas del relato -así recibimos una imagen de nosotros, que aunque sea crepuscular es halagadora-.

La muerte del cine es una forma desesperada por intentar que su historia sea coherente. Si el cine está muriendo, toda la producción del presente hace parte de un movimiento que se dirige hacia su deceso. Pero, como explica Kermode, el final nunca ocurre, sino que es recurrente, sucede una y otra vez. Así, deja de ser inminente y se vuelve inmanente a la historia. El final es la forma como cada presente decide contar su historia bajo un relato totalizador. Para construir este argumento lineal y teleológico, donde las acciones parecen dictadas por un demiurgo, es crucial obturar la idea de un futuro siempre emergente. Si hay algo nuevo por venir, lo que hoy hacemos podría perderse en un mar de producción sin fin, donde cada obra no forma parte de un relato coherente.

Pasolini tenía una metáfora feliz sobre el plano-secuencia: la vida, mientras es vivida, no tiene sentido alguno, es como un plano secuencia, una imagen bruta, sin cortes, emancipada de cualquier principio ordenador. La muerte es la que le otorga sentido a una vida. Solo cuando alguien muere su vida puede ser narrada con un relato que le da sentido y significado. Para Pasolini la muerte es el montaje. Hace recortes, reordena y crea un relato entendible y delimitado. Siguiendo a Pasolini podemos decir que el cine del presente, en su enorme flujo de imágenes, es como un plano secuencia, que no tiene sentido. Las películas se suceden una a otra, sin un principio rector, y cuando creíamos que algo podía tener un sentido fijo, aparece algo que lo modifica. La muerte del cine es el intento de cada generación por darle sentido a su historia. Si el cine ha muerto se puede entender su significado. Se hacen recortes, episodios enteros son olvidados, otros elevados a hitos y, por obra y arte del montaje, todo adquiere sentido. Por eso cada generación debe matar el cine. Es su forma de encontrarle sentido a algo que es como la vida misma, un flujo incontrolable de imágenes y eventos que no pueden ser del todo entendidos. 

El porvenir requiere modestia. El cine tiene futuro en la medida en que renuncia a parte de su sentido fulgurante y teleológico. Vernos como los últimos es una forma de la vanidad. La vida del cine depende de una humildad particular, la de aceptar la ausencia de sentido en el presente y reconocer que no es posible narrar su historia en su totalidad sin condenarlo a muerte.

 

IV

No fue siendo cinéfilo, sino tratando de hacer películas, como la cuestión del futuro del cine se hizo urgente. Tal vez ello se explica en que esta pregunta, en el fondo, sólo puede referirse a las condiciones de producción. El cine del futuro no es otra cosa que el cine que se hará. Por eso la pregunta por su futuro es siempre una pregunta por su producción. Como el cine se hace con dinero, es también una pregunta por el capital. Deleuze describe la relación del cine y el dinero con gran precisión: “El cine como arte vive en una relación directa con un complot permanente, con una conspiración internacional que lo condiciona desde dentro, como el enemigo más íntimo, más indispensable. Esta conspiración es la del dinero; lo que define el arte industrial no es la reproducción mecánica (hoy digital), sino la relación, ahora interna, con el dinero.”

Se podría contar una historia alternativa del cine, pero igualmente verdadera, en la que en vez de concentrarnos en las películas, los avances técnicos, los hitos estéticos, los genios transformadores, las tradiciones, los cánones dominantes y los movimientos de ruptura, nos dedicáramos a hablar del dinero y la relación de sujeción que ha tenido con el cine. Sería una historia que hablaría de flujos de capital, de la organización burocrática del cine para garantizar el empleo eficiente del dinero, de oligopolios y competencia desleal. También tendría que abordar unos orígenes míticos en que el cine no estaba dominado aún por la plata y de cómo ocurrió esta toma de poder. Tendría ciertos episodios en que, si bien el matrimonio cine-dinero ya había ocurrido, este no se regía aún por la racionalidad instrumental. Vendrían los capítulos sobre el apogeo del dinero, su dominio absoluto, sostenido por un brutal disciplinamiento de los procesos de producción y financiación, creando un tipo específico de cine que dominaría el imaginario de un siglo y que llamarían “clásico”. También estaría la historia de un puñado de inadaptados que pensaron que el cine no debía estar determinado por el dinero o que el dinero no debía necesariamente retornar porque el arte es un lujo que no debe medirse por su capacidad de crear riqueza sino por sus posibilidades excesivas y suntuarias. Los pasajes políticos narrarían el intento de algunos por subvertir el sistema desde dentro, mostrando que la fusión entre cine y capital constituye una hegemonía cultural. De estos últimos sería el porvenir del cine. 

Fotograma “Sin Aliento” – Jean Luc Godard  (1960) / Jean Seberg

 Fotograma “Sin Aliento” – Jean Luc Godard  (1960) / Jean-Pierre Melville

The End

Alexandre Astruc escribió en 1948 un ensayo titulado El futuro del cine. Soñaba con un arte de la imagen y el sonido parecido a la literatura o la pintura, que sería producido por individuos y tendría la virtud de expresar cualquier pensamiento. La base de existencia de este cine estaba en el acceso a los medios de producción. Para Astruc, el cine del porvenir dependería de alterar la relación de subordinación que siempre ha tenido con el dinero, pero también de su absoluta penetración en el mundo, convertido en un medio de expresión al alcance de cualquiera. Ese cine futuro al que aspiraba Astruc existe hace tiempo, está en nuestro presente; lo que conspira contra él en su escasa visibilidad. Hoy más que nunca es posible hacer películas en solitario o con equipos reducidos. Si ese cine aún sigue siendo una promesa es porque el imaginario acerca de qué es el cine sigue siendo dominado por algo del pasado. 

Desde que nació, el cine ha estado muriendo. Es famosa la sentencia de Antoine Lumière al poco tiempo de presentar el cinematógrafo: “El cine es un invento sin futuro”. Quizá el cine no puede morir aún porque no ha cumplido con su cometido: fundirse con el mundo. Por eso su martirizante agonía tiene que prolongarse hasta el final de los tiempos. En su testaruda persistencia se arrastra en un desconsuelo brillante con el que discretamente va creando obra tras obra, logrando dar forma al pensamiento y a las emociones, expresando con libertad todo lo que no pudo expresar en el pasado, cuando “gozaba de vitalidad”. En vista de sus muertes reiteradas dice su verdad. Lo acepta: el gran entretenimiento que supo ser no fue más que un estado transitorio. Todo su glamour y brillo: las estrellas, los géneros, las salas de cine abarrotadas -otrora palacios-, los excesos y fantasías, pero también la grandilocuencia, la fanfarronería y los proyectos revolucionarios, ya no son más que espejismos. Solo son material nostálgico para estudiosos. El cine por venir es quizá algo mucho más modesto, pero también se conecta de una forma más profunda con la vida.

 Quién lo habría dicho, el destino del cine ha sido el de cumplir el sueño enunciado alguna vez por Godard, hacerse inmortal y después morir (una y otra vez).