El silencio del Topo, de la realizadora guatemalteca Anaïs Taracena, desvanece el silencio ante la memoria ultrajada que dejó la guerra civil en Guatemala (1960-1996): sumergida durante siete años en el misterio de los archivos audiovisuales, Taracena rescató con su documental la historia del periodista Elías Barahona, infiltrado en el laberinto del horror para contarle al mundo los estragos que desordenaron al país. Un testimonio por el que la realizadora comprobó de qué manera “el cine nos da la inmensa oportunidad de abordar lo incómodo, lo subjetivo, lo herrumbrado, lo truncado, pero a la vez lo fantástico, lo imaginado de esos sueños que no fueron”.
Leí en un artículo que el cine de Centroamérica, cinturita del continente, es el menos conocido y el que menos se ve de la región. No me extraña: ¡se sabe tan poco sobre esta región “periférica”, donde parece que no pasa nada, pero en realidad pasa de todo, tanto así que los estudios sobre América Latina rara vez incluyen a Centroamérica! Sin embargo, si pensamos en cine documental y memoria creo que hay varios puntos de encuentro entre Colombia y Guatemala, dos países atravesados por larguísimos conflictos armados y cuyas heridas de guerra están vivas.
En Guatemala se han producido más películas en los últimos quince años que en las ocho décadas anteriores. Se puede decir que hay un boom del cine guatemalteco, aunque se sigan produciendo anualmente muy pocas películas. El cine se hace con las uñas, con cascaritas de huevo, y exhibirlo en otras regiones del continente es una labor titánica.
El cine documental en Guatemala ha estado muy vinculado a los temas de la memoria, como si fuera una forma de sacar a flote una remembranza soterrada. A finales de los años 90 y principios de los 2000, justo después de la firma de los Acuerdo de Paz en Guatemala (1996) se produjeron varios documentales ligados al tema de memoria y justicia transicional, descubriéndose en el documental una posibilidad de contar historias y de esclarecer la verdad del conflicto armado. Guatemala es un país en donde sigue habiendo una disputa alrededor de la memoria ya que se siguen negando los crímenes de guerra y la responsabilidad del Estado, los gobiernos y el Ejército en la represión política.
En los últimos años, el cine documental se realiza sobre todo por hijxs y nietxs de familias que vivieron esa guerra, desde un enfoque mucho más subjetivo, íntimo, buscando un lenguaje cinematográfico propio. Sin embargo, lxs cineastas que han querido abordar algún tema ligado a la guerra o a la memoria se ven enfrentados al silencio y la ausencia.
En mi caso, duré siete años realizando El silencio del Topo, y fue hasta avanzada la investigación que pude entender que el corazón de lo que quería contar estaba en esos silencios y en esas ausencias que son tanto físicas (humanas), como iconográficas (materiales).
16mm desfile militar, still de El silencio del Topo
El silencio del Topo es un documental sobre Elías Barahona, un periodista que se infiltró a finales de los años 70 en uno de los gobiernos más represivos de la guerra en Guatemala. Trabajando como jefe de prensa del ministro de Gobernación, “del terror”, Donaldo Álvarez Ruiz, desde donde clandestinamente le pasaba información a la guerrilla y a la oposición política sobre personas que estaban siendo fichadas para ser asesinadas o desaparecidas.
Elías falleció en 2014 y yo había filmado solamente una conversación entre nosotros dos de 30 minutos, así como su declaración como testigo en el juicio por crímenes de lesa humanidad sobre el caso de la quema de la Embajada de España en 1980, donde murieron 37 personas (campesinos, estudiantes y trabajadores públicos de la embajada). Además, en ese momento, no tenía ninguna imagen de archivo de esa época en un país donde la situación de los archivos es trágica.
Después de 36 años de guerra (1960-1996), los archivos de todo tipo (hemerográficos, iconográficos, policiales, investigativos, fílmicos) han sido objeto de abandono, saqueo y ocultamiento. Más específicamente, entre los años 60 y 80, miles de documentos fueron cateados y confiscados por la Policía y el Ejército. Inclusive, parte de esos documentos fotográficos y fílmicos, así como también libros, fueron destruidos por la misma oposición (periodistas, estudiantes, personas del movimiento revolucionario armado o no) como una forma de seguridad: ¡tragarte un pedacito de papel podría salvarte la vida!
La existencia de un archivo es fruto de una decisión política, así como lo es también que no exista ninguna política que lo preserve. Hoy en día, en Guatemala, los archivos ligados a la guerra y a la represión política todavía causan polémica, pues esas imágenes y documentos pueden servir como prueba en los juicios sobre crímenes de lesa humanidad. Un ejemplo es la entrevista filmada por la cineasta estadounidense Pamela Yates al general Ríos Montt en 1982, la cual sirvió como prueba durante el juicio por genocidio en Guatemala en el año 2013.
¿Qué hacer creativamente frente a tanta ausencia? ¿Cómo contar una historia que ocurrió durante el conflicto armado en una sociedad en la que hemos heredado años de miedos y cuyas imágenes del pasado son tan remotas?
35mm en putrefacción acervo de películas Guatemala
En mi caso, quise convertir en joyas cada unos de los hallazgos de esos archivos de mala calidad o en estado de putrefacción. Durante la investigación me empeñé en buscar y rastrear imágenes, sonidos enterrados, que no habían sido vistos en años, porque buscar y mostrar estas imágenes es también una forma de resistencia, una postura política. Las nuevas generaciones, incluyendo la mía, nunca habían escuchado el sonido de manifestaciones del 1 mayo grabadas hace 40 años o visto las imágenes en movimiento de los ministros y generales del Ejército que hoy en día son acusados de crímenes de lesa humanidad.
Así que cualquier imagen, por más desgastada, de baja calidad, mal digitalizada y medio podrida, resulta una posibilidad de crear y contar una historia. Esa materialidad ultrajada nos habla de la tragedia del país, pero al mismo tiempo la materia sigue ahí y deja sus huellas, que quedan en las paredes, en los edificios viejos, en los cuerpos de las personas. Los espectros que perduran son la prueba de que la memoria sigue más viva que nunca y no se destruirá.
Qué mejor manera de hacer hablar espectros que a través del cine. El cine es un lugar de fantasmas, te permite ver a alguien que ya no está en la vida. Pero tanto el cine como los fantasmas permiten, a su vez, un encuentro entre los tiempos: el pasado, el presente y también, por qué no, el futuro.
Así iba atesorando los pedazos de imágenes que lograba encontrar: las calles de Ciudad de Guatemala en los años 70; un secuestro en una esquina filmado con cámara escondida -probablemente por un periodista que luego fue perseguido-; una foto familiar con su color desgastado o una hoja amarillenta con escritos a mano. Un material que nos habla también del hoy en día y de cómo le damos vida desde la mirada del presente que habitamos. Hablar de los archivos, de la búsqueda y de los silencios no es solo hablar del pasado, sino de ese presente en el que vivimos y de ese futuro que nunca pudo ser para ellxs y para nosotrxs.
Acervo Fílmico Ciudad de Guatemala
El otro hilo conductor del documental es el de la memoria oral, donde se mantiene y reproduce la memoria. ¿Quién me iba contar la historia de Elías Barahona después de su fallecimiento? Cuando comencé la investigación, la mayoría de las personas no querían ser filmadas. Otras me citaban en lugares solitarios, bajaban la voz y la mirada, erguían el cuerpo como si los hechos que ocurrieron hace 40 años siguieran palpables en la piel y en el ambiente. Otras personas me decían “que los muertos, muertos están, y hay que dejarlos en paz”.
¿Cómo es recordar en un país donde ha habido tanto dolor? Recordar como una forma de volver a pasar por el cuerpo desde el presente. Fue cuando entendí que justamente ahí se encontraba el corazón de la historia, en esos recuerdos silenciados que siguen ahí, que atraviesan los cuerpos. Mi mirada pasó de ser menos confrontativa a ser más empática para poder nombrar, contar, sentir esos silencios con todas sus contradicciones. No se trata del silencio, sino de los silencios. Hay silencios que matan, pero hay otros que salvan, y para muchas personas en la época de la guerra el silencio fue impuesto, así como para muchas otras fue también una estrategia de sobrevivencia.
Imagen 16mm desfile militar 1980 película El Silencio del Topo
¿Qué es lo que nos dicen esos silencios hoy en las sociedades que vivimos? ¿Por qué todavía algunas historias cargan la culpa de ser contadas.
En pleno proceso de filmación varias personas me aconsejaron que no contara esta historia: la de un periodista que se radicalizó apoyando el movimiento revolucionario y que asumió su decisión política hasta el final; que contara mejor la historia de una persona que fue víctima. En Guatemala todavía hay mucho miedo y arrepentimiento, y eso ha provocado que muchas personas tengan vergüenza de contar su historia y la dejen enterrada.
En los últimos 25 años se han construido muchas historias audiovisuales de victimización. Algunas surgen de una necesidad institucional de denunciar los hechos del pasado y de la violación de los derechos humanos. Algo que es totalmente válido, pero cuando se vuelve tendencia narrativa, al final se le retira a las personas su calidad de sujetxs políticos, de actorxs de su propio destino y decisiones.
Muro del centro de la Ciudad de Guatemala
Se le ha exigido al cine documental, mucho más que a la ficción, que cuando se hable de memoria hay que ser ecuánimes, puros, balanceados, objetivos. Pero, ¿acaso el cine no es una forma de visitar esas zonas grises, llenas de contradicciones y de humanidad? El cine nos da la inmensa oportunidad de abordar lo incómodo, lo subjetivo, lo herrumbrado, lo truncado, pero a la vez lo fantástico, lo imaginado de esos sueños que no fueron.
El cine y el arte nos dan la inmensa oportunidad de transformar todo ese dolor y toda esa injusticia en otro lenguaje y nos permite devolverle a esas memorias soterradas toda su dignidad.