Cuando decidimos utilizar la palabra “pesadilla” en el título de nuestra revista, sabíamos del tiempo turbulento por el que nos lanzábamos a navegar. Una de las acepciones que el diccionario de la RAE le da al término es: preocupación grave y continua que siente alguien a causa de alguna adversidad. Esa preocupación es una constante que el cine documental tiene presente ante la multiplicidad de catástrofes naturales, ecológicas, políticas, sociales e individuales que azotan al planeta y ponen en peligro las expresiones de vida que la habitan, incluyendo, por supuesto, la catástrofe de la fascinante pero perturbadora humanidad.
Nuestro tiempo (quizás todos) está continuamente asediado por cataclismos, hecatombes, desgracias, desastres, siniestros, calamidades, debacles y tragedias. Situaciones que hacen que la balanza se desequilibre entre el anhelo de estar “vivos, a salvo y en paz”, y la zozobra de sucumbir ante las amenazas de muerte que impone la serie de sinónimos de la palabra catástrofe.
Para la quinta edición de La pesadilla de Nanook hemos decidido focalizar su contenido en las catástrofes de lo real y explorar con nuestros colaboradores diversas aproximaciones que lo documental ha moldeado al respecto; leer nuestro planeta en función de las visiones de la realidad que el “cine de no-ficción» construye a partir de ellas; ver cómo el punto en el mapa del universo donde vivimos está asediado no solo por erupciones volcánicas, tsunamis y terremotos, sino también por guerras y genocidios, tiranías políticas y excesos de poder; de qué manera el oasis que somos en el cosmos está siendo diezmado en su asombrosa biodiversidad por el deterioro del medio ambiente y los efectos del cambio climático; qué ocasionan las catástrofes propiciadas por la sed de acumulación y progreso de la especie dominante, privilegiando una desmedida concentración de poder y capital, para entender los mecanismos vitales que llevan a los documentalistas, como a los pilotos que estudian los huracanes, a prevenir sus destrozos, sortearlos, enfrentar sus fuerzas y descubrir sus secretos.
En este número, documentalistas, críticos e investigadores analizan la producción relacionada con las catástrofes, su realización y su distribución, surgiendo las siguientes preguntas:
¿Podría considerarse la actividad documental como una constatación del desastre o una manifestación de la vida?
¿Qué agrega lo documental a la lectura de las catástrofes?
¿Cómo las alivia o dramatiza?
¿Es el documental un ejercicio de duelo o una práctica esperanzadora?
¿Qué placeres se generan al hacer o ver una película documental donde las catástrofes son su contenido?
Quienes han registrado con sus cámaras las sórdidas imágenes de las bombas atómicas, el holocausto y las hambrunas del tercer mundo o han desnudado a las dictaduras en Chile o Guatemala; quienes han denunciado el exterminio indígena en el Cauca o el genocidio en Gaza o han buscado instantes de intimidad de los migrantes en su penosa epopeya a través de las fronteras calientes del Táchira o el Darién; quien ha denunciado que su cámara -con la que relata al mundo la expropiación y masacre del pueblo Palestino- es una y otra vez cinco veces destruida; quien se ha adentrado en el corazón de un muchacho que sobrevivió de milagro a la explosión de una mina antipersonal en las montañas antioqueñas o ha escuchado pacientemente el relato de una madre sobre la desaparición de su hijo y el sorpresivo hallazgo de su cadáver con el rótulo de “falso positivo” en el Catatumbo; quien ha visto su cuerpo deformado por la comida chatarra; quien ha sentido el renacer entre los escombros tras los terremotos en el litoral ecuatoriano o ha esquivado las arremetidas de brigadas policiales en momentos de gritos libertarios en Santiago de Cali o en Santiago de Chile; quien ha reproducido los rumores de voces infantiles que sobreviven en los túneles subterráneos del metro de Kiev mientras los misiles rusos bombardean sus guarderías; quienes ven descomponerse los formatos visuales con los que se ha intentado eternizar la memoria de los rituales de una comunidad indígena en la Sierra Nevada de Santa Marta; quien atestigua cómo se desmoronan proyectos culturales por decisiones burocráticas; quien ha osado imaginar las perversiones y caprichos de las consortes de los tiranos en Managua o Caracas y quienes asisten a los funerales de los constantes entierros del cine y sus resurrecciones, todas ellas, todos ellos, tienen mucho por decir, reflexiones que compartir con los lectores de la revista.
La lista de colaboradores es grande. De nuevo, hemos logrado que múltiples voces colombianas y del resto de América Latina tracen el perfil del continente y esbocen el sentir de un planeta que, a pesar de las distancias, pareciera conocido y, al mismo tiempo, más frágil.
El director Rithy Panh nos dice en la entrevista que María Luna Rassa publica en esta edición de La pesadilla de Nanook: “Yo me esfuerzo cada día en ver el sol, en ver diferentes rostros, diferentes personas, y esa es una manera de resistir porque la vida siempre tiene que ir por delante y es mucho más importante que la violencia y el dolor.” La declaración del realizador camboyano resume el sentir de quienes nos dedicamos a la creación documental y descubrimos en sus relatos un motivo de alarma, pero también un aliciente; un motivo para reflexionar y denunciar; una forma de convertir el dolor y la violencia en un gesto amable que haga más grata la existencia.
Diego García Moreno – Director