Cada película documental, aunque sea única, es atravesada por corrientes, modas, contextos: los teóricos las clasifican para estudios, los críticos les ponen etiquetas, los universitarios las estudian por corrientes para ayudar a contar la historia a los que van a seguir moviendo todas las fronteras. Y nosotros, los documentalistas, seguimos tratando de labrar caminos para que el fondo de lo que queremos contar tome la forma que se merece y así seguir fabricando prototipos.
Después de que Patricio Guzmán llevara a Colombia un primer festival que abrió el sendero de la MIDBO, contribuí como curadora buscando películas documentales que pudieran dar cuenta de la multiplicidad formal y de la libertad que permite el género. Aunque yo venía del mal llamado cine directo -que tiene todo de cine y nada de directo, pues justamente se trata de diferir y de dar forma a una realidad compleja, cine de puesta en escena, el más cercano a la ficción en su forma, donde se trata de buscar un relato en medio de tantos posibles, de decidir un principio y un fin dentro de la continuidad del mundo, de concentrarse en algunas personas que convertimos en personajes buscando las situaciones ideales que permitan revelarlas-, quería mostrar también las otras formas que algunos cineastas proponían para construir los relatos del mundo. Seguramente muchas de ellas tomaban sus raíces en el cine directo, que para mí es más la matriz de muchas escrituras que una casilla de representación del mundo. Pese a la diversidad, tenían en común ser un cine humano y humanista donde el tiempo que uno pasa investigando, filmando, montando, es suficientemente largo para que la realidad lo moldee a uno, para que lo que uno cree se modifique al contacto con los otros, para darnos el tiempo de descubrir el mundo contradictorio y no confirmar lo que creemos, porque finalmente lo que queda en la pantalla no es la realidad sino la relación que tenemos con ella. Un cine en que se comparte, en el que no se hacen películas “sobre” sino películas “con” la gente. Un cine del encuentro.
Poco a poco, con la democratización de las cámaras, con la accesibilidad del montaje, con la posibilidad económica de poder contarse, con el exceso de pantallas, aparecieron películas en primera persona, donde el director es personaje, haciendo de nuestro entorno el campo de investigación, cuestionando lo cercano, lo familiar, lo propio.
Se logró que lo que algunos llaman minorías filmaran sus propias realidades, que se invirtieran (en apariencia y sólo en parte) las relaciones de poder entre el que filma y el filmado. Todos pueden filmar, todos pueden contarse, algunos lo hacen cotidianamente en redes sociales, otros lo hacen con pensamiento cinematográfico.
Y encontrarse con los otros, descubrirlos, confrontarse con lo que no se nos parece, se volvió el sitio de la desconfianza. “Desde dónde filmas”, “Quién eres para filmar eso”, son las preguntas de muchos comités de selección de proyectos y también de quienes son filmados: “¿Quién eres tú para filmarnos a nosotros?”.
Se abrió la ventana del mundo porque los ojos se multiplicaron. La paradoja es que eso lleva a menos encuentros entre dos mundos. Pasamos del yo te filmo al yo me filmo; si yo puedo filmarme, tú no puedes filmarme a mí. El que filma y el filmado se parecen cada vez más.
El cine nació colonial y, claro, todos ganamos cuando podemos ver imágenes producidas por quienes están más cerca de sus propias realidades. Pero los encuentros siguen siendo fuentes de transformación, de desplazamiento de la mirada.
Tal vez, para que sea de nuevo legítimo el cine como encuentro, habría que cambiar realmente el paradigma del poder de quien filma. Porque es raro que una minoría logre filmar a los poderosos, que un cineasta negro pueda filmar cómo viven encerrados los blancos ricos, que a un indígena le permitan filmar la burocracia de una institución.
Se prefiere muchas veces cierto formalismo que puede proteger del encuentro. El cine directo está pasando de moda como pasa de moda el humanismo. Como pasa de moda encontrarse realmente con los otros. Que, in fine, es la mejor manera de conocerse y de entender nuestro lugar en el mundo.