Este texto se escribió en 2009, al iniciarse el montaje del documental Beatriz González ¿Por qué llora si ya reí?, de Diego García Moreno, un año antes de su estreno. Desde entonces, además de participar en numerosos festivales internacionales y de recorrer Colombia gracias al peregrinaje de Proyectando memoria -cine arte y reflexión por los espacios funerarios-,  la película ha acompañado la obra de la maestra en museos de arte contemporáneo como los de Bordeaux, Berlín, Madrid, Tokyo, Miami, Houston, Bogotá y México. La plástica y el documental, recorriendo la ruta de un país que pasó en la obra de González de la comedia a la tragedia, se conjugan en una mirada sobre la poética de lo real.

            Llueve, truena y relampaguea. El mediodía se oscurece con una penumbra repentina. Los obreros fueron a almorzar y la tempestad retarda su regreso. El viento tropieza con las tumbas y empuja mi cámara. Las hojas de los urapanes, enardecidas por azotes invisibles, ahogan los rugidos de los motores de una ciudad histérica. Algunas serigrafías se desprenden y caen al piso del largo damero blanco y negro de granito resquebrajado por el tiempo y los dolientes, que quizás ya ni asoman su cabeza a través de las rejas de la avenida El Dorado.

            -No se preocupe, están plastificadas-, me dijo Zapata, el jefe de cuadrilla cuando vio que se venía el aguacero.

 

            Auras anónimas

            Escampo en el corredor, al lado de la galería de las fosas cuya perspectiva profunda, delimitada por las columnas blanqueadas con cal, se confunde con un túnel que genera una luz plana y difusa. A esta hora no es posible imaginar que el aura de los muertos, en apariencia ausentes, confirmaría su presencia. En el techo de guadua machacada se dibujan parches húmedos. Me estremezco al presentir las voces que parecieran protestar por razones aún intraducibles. Enfoco rebotes de goteras cayendo de los tejados sobre el asfalto de las callejuelas que separan las largas construcciones sostenidas por decenas de capiteles que se prolongan de sur a norte. Recorro con paneos las bocas abiertas de la colmena mortuoria.

            ¿Dónde estará Beatriz González? ¿Habrá imaginado que su intervención incorporaría las tormentas? No es el cementerio ni la muerte, es el clima bogotano. Sigo filmando, pero suena un trueno y, al mirar la nube negra, olvido cualquier explicación de apariencia natural pronunciada con actitud científica.

            ¿Será que Beatriz tiene razón? “La muerte en Colombia está por fuera de las tumbas”, repite en cada entrevista. Sus Auras anónimas deambulan en pena y sólo estarán en paz cuando las devolvamos a su lecho eterno. ¿Habrán decidido mostrar su fuerza en torno a estos columbarios del Cementerio Central que ella recubre con ocho variables de sus cargueros?

 

            Alegorías a la muerte

            Quién hubiera pensado que esas siluetas -que reproducen la escena de una foto de prensa en la que se ve a unos hombres soportando sobre los hombros un palo del que pende un bulto que envuelve a un muerto más de la masacre continua que es Colombia-, siluetas medianamente burdas, que con suma paciencia le vi dibujar a Beatriz con carboncillo sobre un cartón blanco, llegarían a convertirse en el leitmotiv de esta faraónica intervención con alegorías a la muerte. Son más de nueve mil fosas pidiendo su lápida. Beatriz las mandó a imprimir y ahora tienen que fingir ser de mármol –además, hay que recortarlas una por una para que se acomoden al tamaño de las criptas-. 

            La lluvia amaina. Un rasgo azul en el cielo y un golpe de sol resaltan el costado occidental de los edificios. Los obreros regresan a su oficio: cortan varillitas de madera, las clavan como soportes en cada tumba, cargan paquetes con litografías, como los bultos de los cargadores, y los van depositando en la mitad de la galería o en el fondo.

            Una chica rasga el papel, saca las lápidas y las dispone alternando los seis motivos frente a las tumbas destartaladas. Otro obrero, con un cortador, ajusta los bordes para acomodarlos a su tamaño. Otro les echa pegante y las acomoda en su panel. Paso a paso, como si fueran ladrillos de un palacio encantado, aparece un paisaje insospechado, un mosaico insistente que casi nadie ve porque, por cosas del destino o de la planificación urbana, la circulación por la calle Veintiséis se ha restringido para la construcción de una nueva ruta del Sistema Transmilenio. Tal vez sus pasajeros vean desfilar en el futuro un parque ceremonial dedicado a la vida en donde múltiples artistas dispondrán, como Beatriz, creaciones insospechadas que evocarán los pasajes de la infamia.

            Así que no es extraña la propuesta de quien fuera alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, de derribar las naves, pues consideraba que era mejor llenar los jardines con canchas y columpios. Le parecía más oportuno borrar, no dejar constancia de los rumores que aseguran que bajo los prados aledaños a las naves yacen los restos de los muertos del bogotazo de 1948, los muertos de la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, los del Palacio de Justicia que se incendió en Bogotá en noviembre de 1985, los muertos anónimos… Por ahora, pacientemente, sin alardes, como acostumbra Beatriz, anónima y clandestinamente, trabaja en su intervención artística, en su documento plástico, en su denuncia, en un rito de reparación, en este monumento a la memoria de una tragedia construida, también paso a paso, en un país que se ha empeñado en destruirse.

 

            Memorias de una cámara

            Camuflo la cámara en un maletín de médico de pueblo. Camino entre marmolerías y floreros fúnebres y recuerdo una mañana soleada, hace algo más de tres años, cuando encontré a Beatriz en su estudio, ubicado en el piso 18 de un edificio de ladrillo, frente a la Plaza de Toros, llenando con estas imágenes un cuaderno de tareas. Su amigo José Suárez, el maestro antioqueño de los dibujos en miniatura, envió el croquis de los cargueros a un fabricante de sellos de plástico, seguramente el mismo que le reprodujo a Suárez sus legendarios conejitos, y se lo regaló a Beatriz. Ella decidió que no pintaría otras figuras y, con paciencia, como una maestra de escuela, golpeaba la esponjilla entintada y la estampaba en la página de un cuaderno escolar. Los golpes llenaban su tiempo y la memoria de mi cámara.

            De la tormenta pasé a la sonrisa cuando presentí que la paciencia me premiaba. La convencí, luego de tres años buscando cómo documentar su trabajo, para que la película transmitiera su vitalidad, sus relatos al margen del mundo académico, la importancia de acompañarla en su trabajo. Me propuse que la película mostrara cómo concebía, creaba, sufría y moldeaba su obra. Y aparte de ese registro, el tiempo se convirtió en cómplice de esa idea con sus truenos y relámpagos y con un rayo de sol.

 

            Beatriz González: fragmento de una entrevista, 2006

            “Ahora estoy presentando una exposición en Medellín. Se inaugura el 4 de mayo. Es una exposición pequeña sobre un tema inconcluso. Se llama –y no tiene que ver con García Márquez- Paisajes pendientes. Recordaba la pendiente y los cargueros. ¡Diez metros de cargueros! Una banda funeraria con el bordecito negro, como eran las tarjetas de pésame de antes. Una banda que mide ocho metros, pero voy a empezar con una de diez. Como si fuera una película. Cada tres o cuatro metros cambian y se cargan a veces en hamaca y a veces en plástico. Eso se ve silueteado y tiene que ver con el continuum, que tiene que ver con el cine, entre otras fuentes de inspiración. Por ejemplo, cuando estaba chiquita me regalaron una tiendita. Esa tiendita tenía botellas de Leona Pura, que tenía el sello de Leona Pura y la leona más chiquitina tenía también el sello que se iba repitiendo. Yo tenía cinco años y eso se me quedó grabado. La otra fuente de inspiración es una cosa que había en mi casa para poner los helechos, muy fina, de cerámica de Sèvres. Tenía unas muñequitas, unas figuritas francesas, niñitas y jóvenes, que caminaban. Y como era redonda, color marfil, las figuras eran negras. Entonces yo pintaba esa cosa silueteada y esta exposición me recordó ese soporte de helechos que había en mi casa, que era seguido y continuaba y era silueteado. Por eso todas las figuras que hice en Medellín eran oscuras sobre fondo crudo: el continuum”.

 

            Continuando el continuum

            Beatriz lo define como “grabado popular”. Representa a la líder de los desplazados de Córdoba, Yolanda Izquierdo, sosteniendo entre sus manos el mapa de la tierra que le habían robado. Una mujer que se paraba frente a los juzgados de Medellín, adonde los jefes paramilitares iban a declarar en el proceso de Justicia y Paz. Una mujer que fue vilmente asesinada por los mismos que la expulsaron de su tierra. La imagen fue reproducida y publicada en El Tiempo del 23 de mayo de 2008 por una curaduría denominada  Transmisiones en el Salón de Artistas Regionales. La acompañaba un texto que invitaba a los lectores a intervenirlo. Cuando Beatriz vio la foto de Álvaro Sierra, que ilustraba la noticia de la muerte de Yolanda, sintió una reacción similar a la experimentada cuatro décadas atrás al ver en un periódico la fotografía de los suicidas del Sisga, una pareja de enamorados que prefirió ahogarse en una laguna antes que mancillar su amor con el sexo. La sensación la impulsó a crear una obra, que transformó el arte contemporáneo colombiano y lanzó a Beatriz públicamente cuando fue premiada en el Salón de Artistas Nacionales de 1965.

            En las dos imágenes encontró aspectos comunes de un mundo con elementos plásticos de composición, textura, contraste e historia, reunidos en fotografías de prensa que procesó para representarla y darle un sentido nuevo con el lápiz, el carboncillo, los colores, el óleo y las impresiones. Reproduciéndolas en continuum les descubrió su alma, su aura y su fantasma. Las hizo llegar a los hogares del país. Hizo un perfil a lápiz de Yolanda y cambió el contenido del mapa por la imagen de la víctima sosteniendo el mapa que era la imagen de Yolanda portando el mapa que era a su vez Yolanda portando el mapa, etc… Otra vez se hacía presente la Leona Pura y la obsesión de los cargueros. No se trataba de una vista panorámica sino de un zoom, de una sucesión de ondas, las Ondas de Rancho Grande.

            Beatriz interpretó el sentido de la comunicación a partir de un efecto de representación física: las ondas, que agregaba un sentido místico a la imagen. En Colombia se necesitan íconos, imágenes en las cuales el país pueda identificarse y reconocerse. Decidió hacer de Yolanda una santa, una mártir en un país sin valores, donde ella representa la lucha por un ideal: la honestidad. Una mujer que podría compararse con Policarpa Salavarrieta, como me dijo mirando hacia la cámara mientras sostenía el cuadro de Yolanda y repetía la pose de la mujer que estaba muerta. Yolanda se volvió así un objeto de experimentación plástica, pero el día en que Beatriz leyó la carta que una señora desconocida dejó en Alonso Garcés Galería, se enteró de que su santa había hecho un milagro y el color iluminó la exposición que tenía en preparación, el color que creía perdido o que ya no le interesaba para su trabajo, recobrando así su vigor. Comenzó a pintar entonces variaciones sobre lienzo de tamaño natural, al óleo, con un cuidado y una naturalidad deslumbrantes.

 

            Cómo filmar un secreto

            Le prometí a Beatriz que no la entrevistaría más, que sólo seguiría el proceso de la construcción de su obra Auras anónimas en los columbarios del Cementerio Central de Bogotá. Beatriz -que había decidido no pintar otros motivos que no fueran los cargueros de muertos, que se dedicó a repetirlos como si se tratara de una campaña de publicidad, tratando de que el consumidor los reconociera y recordara una imagen esencial-, encontró en Yolanda, en su carta, en la fabricación de una santa, una razón para continuar y ampliar su obra.

            Si trataba de narrar la historia de un país a partir de una artista que le ha seguido el ritmo a la historia de su país, ¿cómo no convencerla de la importancia de abrirle a la cámara nuevamente las puertas de su estudio?

            Beatriz, necesito verte pintando esa exposición. Iré cada tres o cuatro días, diez o quince minutos, para verte trabajar. Entraré a tu estudio caminando despacio. Te aseguro que no me apoyaré en la mesa de metal en la que pintaste con esmalte brillante de Pintuco a unos gatitos juguetones que no merecían estar reproducidos únicamente en el papel de un calendario, cuando eras una pintora de provincia y buscabas las pistas que te diera el gusto de la imaginería popular para convertirlas en cuadros, en objetos, en representaciones. No te propondré que hablemos de Marta Traba, tu maestra, a quien seguiste a sus clases de historia del arte en la Universidad de Los Andes para que fuera tu guía crítica por todos los vericuetos de las artes de todos los tiempos, sin que te importara dejar atrás tus estudios de Arquitectura de la Universidad Nacional. Te juro que estaré atento, cuidando no rayar con mi cámara el cajón azul clarito del televisor en color que le hiciste al expresidente Turbay, cuando te considerabas una pintora de la corte, para que con sus grandes gafas y su eterno corbatín rojo vociferara eternamente el Estatuto de Seguridad que, según sus ridículos vaticinios, salvaría a Colombia de la subversión. Te imaginaré en tu casa, todos los días, halando el cordón de la cortina donde estampaste a la familia de Turbay cantándole rancheras a un general recién llegado de Roma o sentada en tu sillón repasando las docenas de dibujitos a lápiz donde el presidente aparecía borracho o comulgando.

            No haré ningún comentario cuando cruce la sombra del Divino Niño en uniforme de militar camuflado, que corona el túmulo funerario para soldados bachilleres que vela por las ánimas de los soldaditos de plomo, los compañeros del servicio militar de tu hijo, que murieron por deshidratación en la inmensidad de los Llanos Orientales tras ser vacunados contra la viruela y obligados a caminar al día siguiente durante horas con un clima de 40° a la sombra. No buscaré en las paredes el ramo de gladiolos rojos que adornó al presidente Belisario Betancur el día que reunió a su gabinete y a su corte de generales para tener el honor de estar con usted, señor presidente, en este momento histórico; para decidir si enviarían o no las tanquetas sobre el Palacio de Justicia. Y no exhalaré sollozos de complicidad con esa señora mayor, desnuda, llorando, que se cubre los ojos para no mirar un mundo del que recibe mensajes de masacres y dolores.

            No desviaré la vista hacia el cuartito donde reposan los centenares de recortes de periódico que te inspiraron frases y cuadros y conferencias y muchas horas de meditación sobre el gusto y la historia de la patria y la volátil duración del blanco o del gris en el papel de las noticias. Me instalaré junto a la radio de pilas que te cantará un lied de Schubert y respiraré pasito para no interferir los susurros del pincel acariciando el lienzo: allí el trípode estará quieto, atento a la evolución de los amarillos, de los verdes y violetas, de las gamas de colores tan bonitos que cuentan cosas muy tristes, como te dijo un niño en Barranquilla, cuando expusiste aquellos ataúdes y mujeres poseídas por el dolor ante la muerte de sus seres queridos. Incluso, a veces, simularé estar ausente, miraré la ciudad, pensaré que tú eres esa señora que camina apresurada frente al Planetario Distrital, la que pareciera haber trazado un sendero para que muchos aprendices de artista circulen entre el Museo Nacional y el Museo de Arte Moderno.

            -Beatriz, sé que te molestan las cámaras, que te importunan los lentes y los ojos viéndote pintar, pero…

            No me miró a los ojos. Con la vista fija en otra parte me dijo:

            -Venga, pues, pero no más.

 

            Esculpiendo en el tiempo

            Hoy iniciaré el montaje. Hace tres años, cuando encendí por primera vez la cámara, no tenía idea de que el obsesivo e interminable continuum me llevaría a darle vueltas, cámara al hombro, a los pabellones de los columbarios del cementerio central siguiendo a Beatriz mientras efectuaba con Zapata, el maestro de obra, una revisión minuciosa de su colosal intervención. Lápidas salidas, huecos en el cielo raso que se deberían tapar para que no entren las palomas, los indigentes que saltaban las cercas para escampar en las noches, reconstruir el camino de acceso, cortar el césped de los jardines, buscar con qué cerrar los osarios pequeños en las bases de los pabellones, tapar con yeso las fisuras en las bocas de las tumbas.

            Hace tres años, cuando los cargueros eran apenas unas cintas largas pintadas sobre tela que repetían su imagen para atestiguar la tragedia nacional, la palabra yeso se asociaba al olor fresco de la mascarilla mortuoria que la maestra mandó a fabricar para reflexionar sobre los rituales funerarios. Entonces la ministra de cultura no le había colgado una medalla al mérito como recompensa a su vida dedicada al arte.

            ¡Quién lo hubiera creído! En mi computador no aparecía el fichero que contenía la secuencia de fotos que le tomaron mientras le cubrían la cara con una masa pegajosa, blanca y espesa, para hacer el molde de su rostro. ¿Acaso, en ese instante, imaginaba que su propia máscara sería testigo de la faraónica instalación? En aquella época, esa máscara era un rostro que, como un sello, se estampó de tela en tela y convirtió algunos lienzos en sudarios. Reproducido en volumen y pintado de verde, se expuso en pequeñas vitrinas de madera y vidrio para recorrer exposiciones o ser vendido en la tienda de Alonso Garcés Galería, desde donde miraba a sus espectadores o a sus clientes con una expresión tan larga y permanente como los cargueros recién expuestos en el gran salón de al lado.

 

            El ritual del arte hecho cine 

            Recuerdo esa exposición. La filmé mientras la instalaban y cuando nos quedamos a solas con Beatriz. Trípode sobre rieles, cámara digital, piso de madera y muchas luces. Cargueros en blanco y negro y cargueros de colores. Tanto lujo en apariencia y tantas dudas con la tecnología. La cámara de video, tan reacia a ser fiel a los colores de Beatriz. Amarillos extremistas, verdes chillones, violetas que derivaban hacia un negro de luto amargo, matizado. El conjunto era muy triste. Luchamos por ser fieles al color, por compensar los inestables rayos de sol que se filtraban a través de los ventanales del techo y la luz de los reflectores que trajimos, un aparataje que con el tiempo se redujo hasta convertirse en el equipo de un documentalista solitario.

            Después, el vernissage. Como sucedió con los cuadros, pasamos de secuencias de tormentas solitarias a sesiones mundanas. Me sentí tan incómodo filmando el coctel de inauguración, como Beatriz, cuando advertía que la cámara se encendía durante las sesiones de rodaje que me concedió.

            Qué oficio tan extraño. Buscando reproducir en primerísimo plano el reflejo de la luz sobre el verde que un pincel depositaba sobre un lienzo y, en otras ocasiones, atento a los gestos predecibles de acaudalados coleccionistas e intelectuales curiosos que lentamente recorrían la exposición, se inclinaban y, tapándose la boca, le hacían a su pareja un comentario. Luego, acomodándose en el centro del recinto a conversar, de espaldas a los cuadros, seguían con sus ojos la ruta del mesero que llevaba en su brazo la bandeja con el vino. Mientras que atrás, inmutables, estaban los cargueros insobornables. ¿Cómo será el desfile de espectadores el día que inauguren las Auras anónimas? ¿Cuál será el ritual que Beatriz practicará al dejarme filmar instantes de su rostro en mi película? A veces me siento como un fabricante de máscaras de yeso que estampa sin cesar moldes de instantes para simular la vida.

 

            El sudario del pánico

            Cuando empezamos a filmar, Yolanda Izquierdo no estaba muerta y su retrato no hacía parte de la galería de santos de la patria loca. Todos los cuadros parecían detenidos en una eternidad extenuante, cargados con el color pesado del dolor, de las quejas aplastantes con palabras semejantes a puñales para relatar las crónicas de la infamia. “Las delicias”, “Mátenme a mí que yo ya viví”, “Pásenlos a la otra orilla” daban cuenta de una obsesión por los titulares de prensa de los acontecimientos más tristes de la historia reciente de Colombia. Las acciones de los paramilitares y la guerrilla se reflejaban en la tristeza de las madres de las víctimas y Beatriz las enjuagaba, como la Verónica, tejiendo cuadro a cuadro el sudario del pánico.

            Cuando entré por primera vez a su estudio un cuadro me conmovió. Era un lienzo de tamaño natural que me hizo una pregunta y me propuso una película. Como sucede en este oficio, continué haciéndome la pregunta cuando regresé a mi apartamento, junto a la Plaza de Toros, y vi desde el balcón el edificio donde se encontraba el estudio donde estaba el cuadro que acababa de ver. “El continuum”, como diría la maestra. Se me ocurrió escribir una sinopsis: “Desnuda, de pie, una mujer sexagenaria llora. Los contornos de su piel son de un color azul verdoso, fosforescente, sobre un paisaje oscuro y vacío. Sus manos tapan su cara. ¿Por qué llora? Esa mujer no es ella, es su Autorretrato llorando No. 2. Se llama Beatriz González, nació en 1938 y desde hace medio siglo es primera plana en la historia del arte colombiano. Su función ha sido mirar, reflexionar, crear, pintar, opinar, criticar, curar y enseñar”.

 

            ¿Qué pasó, maestra, por qué llora?

            Luis Caballero, su amigo, su compañero, su colega, algún día le dijo que como pintora de provincia “nos ha enseñado a ver dándole categoría estética a formas, a colores, a imágenes que en Colombia siempre tuvimos por cursis, vulgares y antiestéticas. Usted supo apropiarse de todo ese mundo y supo mostrárnoslo y supo hacérnoslo ver y apreciar”.

            ¿Qué sucedió, maestra, con la pintora de la corte? Si usted, con su ironía, nos hacía lucir una sonrisa perversa, si los títulos de sus cuadros, esas frases agudas, nos provocaban una carcajada malintencionada, ¿qué designio trágico obligó a su pincel a llenar de tristeza esos colores tan bonitos?

            Usted, tan acostumbrada a buscar en la prensa imágenes que le inspiraran el deseo de pintar, ¿qué noticias vio en esta última mitad de siglo que la llevaron no sólo al llanto, sino a hacerse en vida su máscara mortuoria? ¿A caminar durante meses por una galería funeraria con el pincel y la voluntad de esculpir en el tiempo una obra artística que más parece la confesión sublime de la dolorosa realidad del tiempo que nos ha tocado vivir?

            La película debería responder a estas preguntas. Quizás amplíe aún más su dimensión. Horas y horas de conversación; meses de distancia; encuentros furtivos en ascensores; llamadas inesperadas ofreciéndome fotos, archivos, recortes de prensa; sesiones de pintura a veces acompañadas por silencios; sonrisas amables o miradas de odio; una complicidad extraña con alguien que pareciera odiar al cine colombiano y a sus autores, pero que a lo mejor ha entendido que poco a poco los documentalistas no somos más que unos aprendices de un nuevo arte que ha inventado este oficio joven que es el cine; unos hipotéticos y obstinados aprendices que quizás un día sean recordados como escultores del tiempo.