Haciendo de la realidad un pretexto para la ficción y de la ficción un pretexto para evocar la realidad, la escritora y documentalista colombiana Mady Samper traza la semblanza de su madre –la dramaturga y realizadora Gabriela Samper–, y de una época –los años 60 y 70 en Latinoamérica y Estados Unidos–, con su libro Mi Gabriela, publicado este año por la editorial Page Publishing en inglés, del que presentamos una selección de textos que descubren los matices creativos y políticos de una generación que permanece en la memoria del cine.

 

            El espejo

Bienaventurados los efímeros que contemplan
el movimiento como imagen de la eternidad.

José Lezama Lima, Paradiso

            De pie, frente al espejo, me subí a una butaca queriendo alcanzar el reflejo de mi rostro repetido en ese cristal recubierto con una amalgama de metal revelando un túnel sin fin, donde el silencio guarda el ritual cotidiano que se convierte al final en mi juego favorito.

            Allí estaba yo, Magdalena, frente a frente, viendo mis hermosas trenzas largas, mis ojos expectantes color miel, esa pequeña figura de niña de ocho años, preguntándome por qué ella repite esta ceremonia durante horas y horas, anticipando la sensación de incertidumbre que vendría. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo?

            Y entonces era cuando me embargaba un sentimiento profundo de desasosiego, de vacío profundo que me estremecía y asustaba, pero de alguna forma esa sensación era tan incomprensible que con el solo hecho de ver esa semblanza reflejada, se convertía al final en compañía. Sí, una compañía extraña. Ausente.

            Encontré un lápiz labial rojo y escribí, con dificultad, la primera letra R. No sé por qué hice eso, luego la letra E, luego apareció la letra V, otra vez la E y, para terminar, una S. Había escrito con bastante dificultad la palabra revés.

            No sabía la razón por la cual apareció esa palabra en mi mente. Por varios segundos la leía y releía. De pronto, al voltear la cabeza hacia un lado, descubrí, para mi sorpresa, el nuevo sentido que cobraba esa palabra al leerla al revés: se ver. El juego de palabras apareció y se desvaneció a través del espejo. Fue un momento mágico porque, de alguna manera, entendí que la vida me había dado a partir de allí un poder para… ver lo desconocido.

            Las preguntas sin resolver se desvanecían junto con mi reflejo en el túnel interminable de los tres marcos del espejo.

            En el silencio de ese día mis constantes compañeros fueron los pinceles y los colores. Estas herramientas me fueron fieles, escoltándome en los días de aburrimiento, dándome felicidad, ayudándome a pintar los rostros de hombres y mujeres, personas de todo tipo que, para mi sorpresa, fueron apareciendo y, desde ese momento, intuí que estos seres influirían en el curso de mi futuro, como si unas fuerzas misteriosas me hubieran llevado a crear los trazos de esas imágenes con sus rasgos y siluetas, las cuales aparecerían vislumbrando el camino de mi vida.

            Estos rostros eran los fantasmas de un destino que se proyectaba todos los días en la página blanca de mi cuaderno. En ese lapso de tiempo me volví consciente de todas las circunstancias —eventos, incidentes, sucesos— que pasarían a formar parte de mi vida futura y en mi mente escuché una voz que empezó a contarme todos los detalles de mi existencia a partir de ese momento.

            La bohemia

            Después del 9 de abril de 1948, cuando fue asesinado el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, en Bogotá hubo un renacer de las artes culturales en el país. Era la época en que llegaban muchos intelectuales de España huyendo de Franco y la capital se convirtió en el mejor escenario para que pintores, escultores, escritores, actrices y actores se reunieran para crear un proyecto teatral que fue el inicio no sólo del teatro popular sino del teatro moderno en Colombia. Sus protagonistas eran parte destacada del ámbito cultural de nuestro país y no podía faltar Gabriela Samper al lado de Fernando Botero y Jorge Gaitán Duran, poeta y fundador de la revista cultural Mito, quien se destacó por su labor crítica en diversos campos como la literatura, el arte, el cine, y también por su persistente crítica social, entre tantos otros; Gonzalo Arango, gran poeta creador del movimiento del Nadaísmo; Santiago García, intérprete y director años más tarde del teatro La Candelaria; Enrique Grau, David Manzur; Eduardo Ramírez Villamizar, pintores y escultores que realizaron la impactante escenografía de las obras; Carlos Castillo, Antonio Montaña, Delia Zapata Olivella, bailarina, destacada escritora y antropóloga como su hermano Manuel Zapata Olivella; y Hernán Díaz, fotógrafo; Dina Moscovici, actriz brasileña; Jorge Ali Triana; Germán Moure; Hernando Kosher; Rosario Montaña; Fernando González Cajiao Mónica Silva; Paco Barrero; Celmira Yépez; Carlos Parruca, entre otros actores y directores.

            Magdalena quiso reconstruir el rompecabezas de los años en que se convirtió en actriz junto a su madre Gabriela, quien fue la principal promotora, productora, directora y actriz de teatro de aquellos maravillosos finales de los cincuenta y principios de los sesenta en Colombia.

            Todo empezó con la llegada al país de Seki Sano, director de teatro japonés entrenado por Konstantin Stanislavski en la Unión Soviética. Él fue el que inspiró realmente a Gabriela y a sus compañeros con su lema El teatro del pueblo y para el pueblo, cuando fueron alumnos de este importante dramaturgo en la Escuela Distrital a mediados de los años cincuenta junto con Fausto Cabrera, Bernardo Romero Lozano, Santiago García, entre otros. Seki Sano fue invitado por el dictador Rojas Pinilla para la formación de actores y actrices profesionales para promoverlos en la recién inaugurada Televisora Nacional, el 13 de junio de 1954. Este grupo de intelectuales inició la televisión en Colombia con sus obras de teatro y programas de radio teatro. Todos aportaban dinero para las obras. Fernando Botero hacía los afiches; Grau, Manzur, el escultor Ramírez Villamizar se encargaban de las escenografías; Eduardo Gaitán Durán y Gonzalo Arango escribían las adaptaciones de las obras de teatro que en los años cincuenta eran un éxito en París; Dina Moscovici y Gabriela también dirigieron varias obras de teatro infantil de títeres para los programas de la Televisora Nacional; Hernán Díaz era el fotógrafo de planta. Varios de los intelectuales que habían trabajado en el año 1958, en el grupo de teatro El Búho, se unieron a la Cooperativa de Artistas.

            En la obra Los Trotalotodos, dirigida por Antonio Montaña, el afiche lo hizo Fernando Botero. Actuaron, entre otros, Gabriela Samper, David Manzur, Santiago García, quien al inicio de la obra permanece siempre con las manos extendidas; Manzur colgado de un trapecio, mientras que Carlos Castillo andaba en bicicleta por todo el escenario y no pasaba nada. Transcurrían los minutos y todo ese público de la gran burguesía bogotana en el Teatro Colón esperaba y esperaba.

            De repente, Manzur gritó desde el columpio: “¡Aquí no pasa nada!”

            Y alguien del público gritó: “¡Y aquí tampoco!”

            El teatro se fue desocupando poco a poco. Pero ese hecho para Antonio Montaña, el director, junto con Dina Moscovici, fue todo un éxito. Estaban haciendo por primera vez en Colombia teatro moderno. Magdalena, con sus nueve años, no olvidaría nunca aquella tarde mágica al lado de su madre y tampoco el día que Gabriela la llevó a un ensayo de la obra próxima a estrenar en el Teatro Colón. Esa misma noche Gabriela la llevó a la cafetería El Cisne, donde se reunían todos los actores y actrices de la obra después del ensayo. Magdalena, feliz con todos los artistas de la Cooperativa, escogió sentarse al lado de Bernardo Romero Lozano quien era especialmente cariñoso con ella.

            La vida como un circo

            Carlotica Montaña, quien era actriz del Teatro del Parque Nacional, esposa de Diego Montaña Cuéllar, venía todas las mañanas a visitar a Gabriela a la hora del desayuno. Tenía un apodo que se usaba en el Tolima para los niños consentidos como Magdalena. La llamaba La rascacula. El apodo era porque Magdalena siempre vivía metida en la cama de Gabriela y no se le separaba nunca. Diego Montaña Cuéllar fue un integrante muy importante de la Cámara de Representantes como suplente de Jorge Eliécer Gaitán. Era de izquierda y pertenecía al Partido Socialista al igual que Gustavo Vasco y Gilberto Vieira White, y otros amigos de Gabriela en ese momento. Diego fue un gran defensor de los derechos de los trabajadores como su abogado ante la Tropical Oil Company. Fue un gran revolucionario que luchó por las reivindicaciones obreras. Gabriela cambiaba de residencia varias veces al año. De alguna manera tenía que hacerlo, porque así no era tan visible para las autoridades, ya que sus amigos más cercanos eran perseguidos por ser socialistas y fueron encarcelados varias veces.

            Gabriela era muy amiga de Camilo Torres y de su mamá, Isabel Restrepo, cuando Gabriela estaba dando clases en la Universidad Nacional, paralelo a su trabajo como directora del pequeño teatro del Parque. En la casa de Isabel, Gabriela y los actores realizaban ya no tertulias literarias sino grupos de estudio dirigidos por el padre Camilo Torres sobre la realidad social y política que se vivía en Colombia; era estudiar un país para entenderlo. Seguir el mensaje que señalaba Camilo en sus charlas: atender las necesidades de la zona rural y urbana, y para Gabriela qué mejor manera que llevar el arte y el teatro a zonas olvidadas. Esta actividad era una herramienta fundamental para ayudar a un cambio social. Gabriela pasaba horas al lado de su gran amigo Orlando Fals Borda y otros intelectuales en discusiones interminables sobre el acontecer nacional en el Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional. Años más tarde llegó el fervor revolucionario suscitado por el triunfo de la revolución cubana y así todos vivían un momento histórico en el cual Gabriela, Carlotica Montaña y el grupo de teatro infantil, integrado por jóvenes soñadores como Carlos Castillo, Paco Barrero, Rosario Montaña, Fernando González Cajiao, Jorge Alí Triana, Parruca y los otros compañeros del Teatro del Parque aportaron su granito de arena para transformar la sociedad.

            El espejo olvidado

            Magdalena vio como desbarataron su casa y quedó todo desolado. Ya no estaba Tulita. Ya no estaba su gatica. Había llegado el momento en que el tiempo le daba la razón o tal vez el permiso para llorar frente a ese espejo que era su compañía. Magdalena se preguntó y tal vez trató de entender el sentimiento tan grande que la embargaba. Ese dolor de alma y de desamparo inalienable tal vez tenía una razón de ser. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que había llegado el tiempo de volverse grande. El sentir esa desolación en el alma, no era más que constatar que ya era una mujer grande. Magdalena ya no era una niña.

            Tal vez sentir la desazón del futuro es una de las grandes características de llegar a ser grande. Magdalena estaba asustada, muy bien agarrada de la silla, mientras todo el avión se movía con los intempestivos vacíos que hacían que ella cerrara los ojos. Por segundos volvía a abrirlos para ver por la ventana las hélices del Constellation de dos motores y otra vez su cuerpo se desvanecía en el vacío. El avión parecía que se fuera a caer por la manera como sonaba y traqueaba. Era un ruido estremecedor. Finalmente, aterrizó en Barranquilla para hacer escala y luego se encumbró por los aires para cruzar el océano. Magdalena sacó de la mochila un cuaderno, las lágrimas salpicaban el papel de esa hoja en blanco, manchando las letras de tinta escritas en su diario: llegué al imperio.

            El abandono

            Al llegar al Greenwich Village nuestra vida se iluminó como una luz resplandeciente. La locura de los años sesenta en Nueva York, el hipismo en toda su expresión y ese barrio de Manhattan era la meca del arte, donde vivían los teatreros, los músicos, los cantantes. El apartamento tenía una gran terraza. Existen fotos donde estoy parada en el puro borde de la baranda de la terraza dispuesta a lanzarme al vacío del piso décimo noveno, balanceando mi cuerpo con las manos estiradas como si fuera a lanzarme a una piscina. No sé cómo no hubo un accidente. Tal vez esa acción imprudente fue una catarsis para ver la muerte cercana. Mirar al vacío y decidir si realmente quería abandonar el mundo o seguir.

            En las noches, diferentes artistas se reunían en el apartamento de Ray y de Gabriela. Ella, radiante y hermosa con sus cuarenta y tres años, enamorada y feliz realizando su sueño como directora y productora de cine. Vivir esos momentos maravillosos al lado de mamá fue lo que me permitió comprender realmente su mundo. Entendí por qué ella se había olvidado de mí. Gabriela era joven, estaba a la mitad de su vida como mujer contestataria, plena de vitalidad viviendo en la ciudad del mundo más apasionante; alimentada por toda clase de eventos culturales, de intelectuales y situaciones políticas emocionantes. Las protestas en contra de la guerra de Vietnam, el movimiento de Martin Luther King, el movimiento de las Panteras Negras, algunos de sus líderes estuvieron presentes en esas noches. Gabriela, amiga del padre guerrillero Camilo Torres, la Gabriela teatrera, la Gabriela cineasta, la Gabriela siempre activista y luchadora por una justicia social.

            Los hijos del sol

            Magdalena estaba sentada en un banco del parque Washington Square de la ciudad de Nueva York, mirando ensimismada su rostro que resplandecía por los rayos del sol, reflejando su imagen en aquel pozo de agua formado en el pavimento, como cuando era niña y se miraba en el espejo repetido mil veces en un túnel sin fin. Allí estaba, incólume, cara a cara ante su nueva figura de adolescente, que era la mejor compañía. A su alrededor, hombres y mujeres jóvenes, en su mayoría de entre dieciséis y veintisiete años, todos cantaban el mantra de la canción Hare Krishna, vestidos con túnicas anaranjadas, y reían, jugaban y rezaban. Todos invocaban al mismo sol con sus canciones de oriente: las arpas sonaban y las guitarras anunciaban un nuevo amanecer para toda una generación de jóvenes que deseaban cambiar el mundo en un lugar más justo para todos. Una tarea utópica, pero esa era la razón para vivir, para pensar en un futuro sin guerras.

            Los hijos del sol proclamaban la paz y el amor libre en todos los rincones del mundo en ese momento. En cualquier esquina, en todo el ancho del universo, se escuchó el grito, el mismo grito de esperanza. Todos los que presenciaron ese momento y lo sintieron con toda la intensidad, cambiarían para siempre, porque vivirían su vida trabajando por ese ideal. Incluso estarían dispuestos a morir por la utopía.

            Era el verano de 1967 en Nueva York. Esa noche las tres hermanas, Amelia, Sofía y Magdalena, se quedaron en la cama para recibir el beso de buenas noches de Ray y Gabriela. A esa hora las tres niñas leían cada una su libro favorito. Amelia tenía catorce años y Sofía dieciséis años. Eran las diez de la noche. Gabriela les dio la bendición.

            “En el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo y que Dios me las bendiga y me las proteja y me las haga una buena muchachita y que sueñen con los angelitos”.

            Lo que no se imaginaban Ray y Gabriela era que las jóvenes tenían un plan. Gabriela le dice a Sofía: “Cuida a tus hermanas”.

            Tan pronto como las tres jóvenes escucharon cerrar el portón, saltaron de la cama para mirar desde la terraza y cerciorarse de cómo se alejaban Gabriela y Ray por la calle 33 de la Avenida Greenwich. Sofía dio la orden de vestirse. Se pusieron los mejores atuendos y vestimentas a la moda de los años sesenta. Se veían bellísimas con las cintas y adornos en la cabeza. En el ascensor, Sofía, despectivamente, les anunció a sus hermanas que no las iba a cuidar:  “Ya son las 10:30 de la noche y la ciudad de Nueva York es peligrosa. Yo me voy por mi lado. No me sigan. ¡Tengan cuidado!”. Amelia y Magdalena la miraron extrañadas. Esta era la primera vez que se escapaban de la casa. Las dos niñas no obedecieron y siguieron a su hermana sin que ella se percatara. Cuando Sofía se volteaba a mirar hacia atrás para ver si sus hermanas la seguían, ya las dos estaban escondidas detrás de un resquicio sin dejarse descubrir. Vieron cómo ella se dirigía hacia el monumento del Washington Square Park cerca de la Quinta Avenida. Allí estaban reunidos un grupo de jóvenes acompañados por un hombre mayor de barbas muy negras: era Allen Ginsberg.

            Sofía era una de las tantas admiradoras y enamoradas del poeta que en esos días calurosos del verano estaba agitando las calles del Greenwich Village, con sus poemas aún temerarios para la época. Para su suerte, en ese instante, iniciaba la lectura de uno de sus poemas: América.

América te he dado todo y ahora no soy nada.

América, dos dólares y veintisiete centavos
17 de enero de 1956.

No soporto mi propia mente.

América, ¿cuándo terminaremos con
la guerra humana?

Vete a la mierda con tu bomba atómica.

No me siento bien, no me molestes.

No escribiré mi poema hasta que esté
en mi sano juicio.

América ¿cuándo serás angelical?

¿Cuándo te quitarás la ropa?

¿Cuándo te mirarás a través de la tumba?

¿Cuándo serás digna de tu millón de trotskistas?

América, ¿por qué tus bibliotecas están llenas
de lágrimas?

 

            Las tres hermanas estaban absortas al escuchar la fuerza con la que Allen declamaba las estrofas del poema. Cuando el poeta terminó de leer, Sofía se acercó a él y el hombre le dio un beso de saludo. Entre todos los espectadores estaban Amelia y Magdalena. Se sentaron con el grupo. Era una reunión en contra de la guerra de Vietnam. Según contaban, estaban organizando una manifestación en el parque. Sofía, al percatarse de la presencia de sus hermanas, las llamó. Amelia y Magdalena se sentaron a su lado. Al terminar la reunión, el poeta las invitó junto con otro grupo de jóvenes a su apartamento, que estaba ubicado a dos cuadras del parque, justo en la Quinta Avenida. Cuando llegaron al hall de entrada del apartamento, lo primero que vieron fueron cuatro enormes cajas. Ginsberg abrió emocionado una de las cajas para mostrar todo el contenido: rifles y municiones. Ginsberg les dijo: “Estamos enviando todo este cargamento a Nicaragua. Estamos ayudando a los países latinoamericanos a luchar contra grandes injusticias sociales. ¡Pronto ayudaremos a Colombia!”. Un par de muchachos intentaron manipular dos armas. “¡No! ¡Con las armas no se juega!”. Ginsberg cerró las cajas y los llevó a la sala para explicarles los planes de las actividades y los eventos políticos de los próximos días. Sofía se acercó a sus hermanas: “Ya es hora de que las dos se vayan a casa. Es demasiado tarde”.

            Magdalena y Amelia se despidieron y caminaron sin rumbo al encuentro de la noche.

            Harlem

            Magdalena recordó cómo su madre Gabriela, antes de hacer cine con Ray y trasladarse de Colombia hacia Nueva York con sus tres hijas, fue directora, productora y actriz de teatro. Y al llegar a la Gran Manzana trabajaban con Manuel Vargas en el Comité de Acción Independiente para el Progreso Social del Lower East Side donde hacían teatro con los jóvenes afroamericanos y puertorriqueños. En días pasados, la pareja había vivido una experiencia con los activistas de la organización. Invadieron varios edificios abandonados para volverlos viviendas. En esa actividad fue cuando Ray y Gabriela conocieron a las Panteras Negras. Gabriela solía escuchar con mucha atención todo lo que decía Fred Hampton acerca de un tenebroso grupo creado por el FBI para desprestigiar y perseguir a todos los miembros de las Panteras Negras, creado para desafiar la brutalidad de la policía contra los afroamericanos. La organización política fue fundada en 1966 por Huey Newton y Bobby Seale.

            Volviendo a casa

            Magdalena no recordaba cuánto tiempo hacía desde que no confrontaba su imagen ante el espejo. Ahora no quería realizar la ceremonia porque este rito pertenecía a un pasado no muy remoto. Al recibir la carta de Gabriela quedó devastada. Magdalena tuvo un presentimiento, una premonición o como se quiera llamar. Tenía miedo y se sintió muy triste y lo mejor era tener compañía frente al espejo. Al leer la carta se desplomó. No podía creer que Ray había traicionado a Gabriela con otra mujer. Magdalena pensó que Ray estaba asegurando su futuro, ya que al lado de Gabriela sin dinero sería un caos. Entonces optó por lo más fácil: no se veía viviendo con Gabriela, teniendo que mantener y soportar a tres adolescentes. Su amor por Gabriela no era suficiente. Y lo peor, Gabriela ya no daba abasto para pagar los gastos de la buena vida a la que él ya estaba acostumbrado: comidas exquisitas, fiestas, licores, viajes. Gabriela ya no estaba dispuesta a vender lo único que le quedaba de su patrimonio: la casa en Bogotá. Esta era la herencia que le dejaría a sus hijas. Gabriela ya había vendido todos sus activos para subsidiar la producción de los documentales realizados en California. Como siempre, el dinero que les entregó la Universal Education and Visual Arts no cubrió los enormes gastos en que habían incurrido en la producción: laboratorios, efectos especiales, edición y pago de la música original de los cortometrajes. La historia se repetía nuevamente, luego de que en años anteriores Gabriela invirtiera parte de su herencia en el teatro para producir las escenografías, el vestuario, los viajes y todo lo que se requiere para triunfar como una de las primeras directoras y productoras teatrales de Colombia. Ahora el destino le estaba repitiendo la jugada. El salto al vacío. Gabriela había hecho todo lo que quería en su vida como artista. El presentimiento, vislumbrado por Magdalena, se reflejó en el propio espejo. Ella se asustó. Miró hacia abajo y pensó que algo iba a pasar cuando vio su reflejo como si fuera el reverso del mismo espejo, su imagen borrosa manchada por pedazos de un color gris con tonos pálidos, y en ese espejo vio la muerte. Era el presagio de la muerte.

            Ante la muerte nadie tiene explicaciones. Ante el espejo, se enfocaban las imágenes de lo que Magdalena viviría hacia el futuro. El reflejo de Magdalena en aquel espejo invertido lleno de sombras no era más que la posibilidad que le daba la vida de ver su futuro. Recordó el día cuando era tan solo una niña de ocho años, y estaba realizando su ceremonia matutina frente al espejo, cuando dibujó la palabra revés y fue entonces cuando la leyó al revés, para descubrir el significado se ver. Y viviendo ese preciso momento, intuyó que se debería dejar llevar por el transcurrir del tiempo. Sí. Se dejaría ir flotando hacia el futuro de su vida para vivirla con intensidad porque existía una razón para soportar las experiencias que vendrían.

            Las imágenes aparecían lentamente, reflejadas en la realidad del presente. Magdalena se asombró al escuchar una voz. Al principio no la reconoció, pero luego se dio cuenta de que era ella misma.

            El final de ese verano del sesenta y nueve fue triste. Ver a mamá llorando, para mí, como hija, era muy doloroso. Yo era impotente y no podía hacer nada. No podía ayudarla. Y tampoco tenía la manera de encontrar una solución. Yo ansiaba ser como un mago, sacar la varita mágica, transformar todo en felicidad y sacar para siempre la tristeza de nuestro hogar.

            De las cenizas a un nuevo amanecer

            Pepe Sánchez fue como una balsa salvadora en medio del mar de las desgracias que estaba viviendo Gabriela. Se abre nuevamente un universo para ella y es entonces cuando está dispuesta a continuar su carrera como documentalista. Ingresa al Colectivo de Cine Acción con sus colegas del cine club. Conforman el grupo de Cineastas Asociados, con el único propósito de hacer un cine comprometido. Tiempos en los que se inicia el movimiento del grupo de cine de liberación con la película de Fernando Solanas, La Hora de los Hornos, en mayo de 1968. Recordemos una parte de la primera declaración del grupo en Argentina: “Nuestro compromiso como hombres de cine y como individuos de un país dependiente, no es ni con la cultura universal, ni con el arte, ni con el hombre en abstracto; es ante todo con la liberación de nuestra patria, con la liberación del hombre argentino y latinoamericano”. Fernando Solanas y Octavio Getino. Cine, cultura y descolonización (1973).

            Testimonios de Gabriela Samper, tomados de su libro La Guandoca, escrito en la cárcel

            Magdalena recuerda cuando Gabriela contaba de su paso por los calabozos de la Policía Militar, cómo la despertaban a gritos cada hora los torturadores para no dejarla dormir. La amenazaban también con utensilios quirúrgicos, la intimidaban hombres enmascarados con gorros fálicos; si no confesaba la esperaba el famoso cuarto verde.

* * *

            “¿Qué será contestar bien?”, pensé mientras nuevamente el vacío del miedo me invadía. En ese instante entró un hombre alto, encapuchado, parecía un inquisidor con su extraña capucha negra de lana, dos cuernos que parecían dos símbolos fálicos se movían a medida que movía la cabeza, su apariencia grotesca disminuyó mi miedo. (Antes me habían robado ilusiones, amor, fe, trabajo, nunca se me había acusado de robo) “¡Conteste!”, dijo el enmascarado. “¡La obligaremos a confesar!”, dijo el hombre gris. “¡Tenemos la lámpara de la verdad!”, dijeron al tiempo. La situación parecía sacada del guión de una mala película. Enmascarados con la máscara de la muerte, eran los interrogadores de un Estado incompetente.

            Gabriela sufría de epilepsia, por lo que requería medicación diaria para evitar los ataques de le petit mal, como se le llamaba antiguamente. Los agentes secretos de la policía militar se negaron a darle el medicamento recetado a Gabriela como una forma de tortura.

            No pensé. No lloré, y todo fue tan absurdo, tan increíble, que estaba temblando en ese piso negro y sucio. A las cinco de la mañana me despertaron de nuevo con una jarra de una especie de leche aguada. Intenté beber, pero sólo me asaltó la náusea. Náusea por lo que se ha convertido Colombia. Náusea es lo que siento por este país al que le he dedicado dos tercios de mi vida. ¡Y ahora esto es lo que me ofrece en mi vejez! Náusea fue lo único que sentí. Pasaron las horas y a las tres de la tarde me llevaron de la Policía Militar al cuartel del Batallón Baraya. En ese momento me dieron la droga. Nadie puede imaginar la tortura que es para una persona ser privada de un medicamento que realmente es su vida y más que su vida, es su equilibrio de salud mental. Pienso: ¿Qué habrían hecho los interrogadores cuando Gabriela Samper cae en ataques epilépticos o se sume en la inconsciencia? ¿Desaparecerla para siempre? ¿En ese momento en que nadie de mi familia sabía dónde estaba? ¿Cuál sería la forma más fácil de seguir? ¿Asumir la responsabilidad de mi enfermedad?

            La oscuridad del sueño

            Y Gabriela sin saber si su vida terminaría ahí, en manos de los hombres de la muerte, cuando todas las mañanas les gritaban con los demás presos y los obligaban durante horas a estar parados bajo el intenso sol, sin agua, sin comida, contra una pared. Gabriela y sus compañeros de celda pensaron que tal vez esos momentos serían los últimos que vivirían antes de escuchar los disparos de ametralladora. En esos días de terror confrontó, frente a ella, al fantasma de la muerte sin poder hacer nada, solo esperar en la celda sucia y corroída.

            Gabriela Samper fue una artista comprometida con su pueblo. No pertenecía, ni perteneció nunca, a ningún partido político. Si lo hubiera hecho tal vez no hubiera estado tan desamparada en el momento en que fue detenida supuestamente por pertenecer a una célula del Ejército de Liberación Nacional. Era la época del Frente Nacional, en la que se denunciaba constantemente el Estado de Sitio, la tortura, los consejos de guerra y la violación de los derechos humanos. Gabriela había sido confinada por el Ejército de Colombia junto con 161 personas entre sacerdotes católicos, innumerables artistas, intelectuales, campesinos, indígenas y ciudadanos de todas las clases sociales, cuando Colombia era uno de los países de América Latina sometido al tenebroso plan de detenciones masivas planeado por la CIA y enmarcado en la Operación Cóndor. Detuvieron a empleados públicos, trabajadores, periodistas, incluso funcionarios de la embajada rusa, todos acusados de pertenecer a la guerrilla urbana del Ejército de Liberación Nacional. Además, habían detenido a empleados del Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente (Inderena), y de algunas agencias de publicidad, inspectores forestales, enfermeras del Hospital del Tolima. Otro ciudadano que fue capturado por miembros de la policía de la Unidad de Inteligencia Militar (B2) fue el Procurador General de Vigilancia Judicial del momento, un técnico del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el jefe de la División de Asistencia Técnica del Departamento Nacional de Planeación (Dane), …y seguía una lista interminable…

            Nota de prensa de cineastas latinoamericanos denunciando las torturas que sufrió Gabriela Samper y sus compañeros del Colectivo Cine Acción en el año 1972

            El gobierno de Colombia mantiene encerrados en sus cárceles a Carlos Álvarez, Julia de Álvarez, Gabriela Samper, Manuel Vargas y a un grupo de cineastas colombianos. Los militares fascistas pretenden hacerles consejo de guerra. Se les acusa de “realizar cine subversivo que hace apología al delito”. En verdad, el cine de Carlos Álvarez y sus compañeros de trabajo es el cine que más auténticamente representa y expresa a la Colombia real. Las películas por ellos realizadas conforman, en su conjunto, la visión más acertada, honesta y valiente que de ese hermano país latinoamericano puede tenerse. El delito de Carlos Álvarez y su grupo es el de entender el cine como parte viva y actuante en los procesos sociales e históricos de su pueblo y el de asumir junto con él las responsabilidades de la cultura necesaria, la única válida: la que permite el reconocimiento de la realidad sin tergiversaciones, ni escapismos colonizantes. Carlos Álvarez y sus compañeros están presos por ser verdaderos cineastas. Los cineastas latinoamericanos denunciamos esta nueva agresión al verdadero cine de nuestro continente y exigimos la inmediata liberación de todos los realizadores colombianos presos. Firman: Miguel Littín (Chile), Glauber Rocha (Brasil), Julio García Espinosa (Cuba), Jorge Sanjinés (Bolivia).

            Gabriela en el calabozo escuchaba gritos de ayuda, gritos de lamento, gritos que se esfumaban en el horror de lo que estaba viviendo sin tener idea de por qué razón su país le pagaba de manera tan cruel el trabajo de toda una vida. Confinada por días en ese hueco, en esa mazmorra del Batallón Ayacucho de la Policía Militar, Gabriela miró indefensa a un soldado que se le acercó y por segundos el hombre se quedó inmóvil, simplemente mirándola. Tal vez Gabriela pensó que el soldado podía estar viendo a su madre porque la mirada del hombre contenía cierta ternura y fue entonces cuando ella se atrevió a pedirle que por favor le consiguiera un lápiz y un papel.

            Sí. Aquel soldado de dieciséis años seguía mirando a la indefensa mujer acostada sobre aquel colchón mugriento y sucio sin poder eludir su mirada de dolor. Horas después ingresó a la celda y le entregó lo que ella había pedido. En cuanto Gabriela pudo, se puso a escribir en la hoja arrugada y se lo entregó anotando el teléfono que la salvaría de la desesperación de su encierro. Al rato, el soldado regresó a la celda y le cubrió el cuerpo acalambrado con una manta sucia y le entregó un plato oxidado con algo de comida rancia y le dijo:

            “¡Por favor, doña, coma!, ¡la vida se le va al no comer!”.

            En La Guandoca, Gabriela escribió un poema en homenaje a ese joven soldado de escasos diez y seis años, al cual le quedaba grande el casco y el fusil pesado:

En un día de julio de 1972

Las cosas insignificantes

Aquellas cotidianas fáciles a nuestro alcance:

Una cobija

Una almohada

Una pasta de jabón

Una manzana

Un vaso de agua

Una palabra

Una noticia

Del ser que más queremos

Todas estas cosas cotidianas

Insignificantes

Fáciles a nuestro alcance

Cobran la dimensión de lo sublime

Cuando estamos tras de barras

Encerrados

La vida está quieta

Tras la reja

El P.M. hace su guardia

Y en el césped

Un copetón juega con su amada

Suena el clarín

Los soldados corren

Brillan los platos

Y en la celda

Viene el vómito

El frío

La angustia, la tristeza

Toda la desesperanza de una vida.

Pero…

¿Qué es la vida?

Tal vez atravesar la reja

Y encontrar

Bajo un casco

Unos ojos húmedos de llanto

Encontrar que el hombre

Es hombre todavía

Y esos ojos

Esos dientes

Ese cuerpo de soldado

Nos lleva al campo

Al arado

Al cielo limpio

A las aguas cristalinas

Y ese soldado

Es mi pueblo

Nuestro pueblo

El pueblo

Dónde está mi vida.

 

            A principios de los años setenta en países como Brasil, Argentina, Uruguay y Chile, era muy común que los militares realizaran este tipo de actividades en contra de los derechos humanos, habiendo sido entrenados para instaurar la famosa Operación Cóndor en América Latina. Luego de la toma ilegal del poder, primero en Chile en 1973 y luego en un golpe de Estado en Argentina ejecutado por las Fuerzas Armadas en 1974, los generales de esta nación eran conocidos por violar y torturar a las mujeres detenidas en las mazmorras y llevarse a los niños nacidos en cautiverio después de asesinar a sus madres.

            Y en Colombia, un general muy importante, creador años más tarde del Estatuto de Seguridad durante el gobierno de Turbay Ayala, fue el encargado de entrar a la iglesia a su sobrina para entregarla como esposa al joven José María, hijo de Gabriela. El general en mención era como un padre para la mujer de José María; era el tío y la había adoptado como a una hija cuando su hermano murió. En el momento en que apresaron a Gabriela, se podría decir que este mismo hombre sin sentimiento humanitario, el suegro, jamás avisó a la familia que los militares estaban torturando a Gabriela en los socavones de la Policía Militar. El general era instructor y comandante de la Academia Militar. Como capitán, fue asistente personal del Comando General y estaba a cargo del Departamento de Justicia Penal Militar. Cabe anotar que un año antes, en 1971 el hermano del general fue director general de la Policía Nacional 1965-1971. ¿Eran dos hermanos siniestros? Dos hombres de armas que se confabularon para crear una de las épocas de terror y represión más violentas de la historia de Colombia. Estos dos hermanos estuvieron a cargo de la Seguridad del Estado. El general había estudiado en la Escuela Superior de Guerra y se especializó en inteligencia en los Estados Unidos. Pudo haber sido en el Instituto del hemisferio occidental para la Cooperación en Seguridad, que se llamó Escuela de las Américas, una organización creada desde 1946 para el entrenamiento militar del Ejército de los Estados Unidos, ubicada en Panamá y luego en Fort Benning (Georgia). Según el libro Estados Depredadores de la profesora estadounidense Joan Patrice McSherry, “un centro de entrenamiento para soldados y oficiales de América Latina, la Operación Cóndor surgió en las décadas de los sesenta y setenta, en la Escuela de las Américas, durante las Conferencias de Ejércitos Americanos, en el que Estados Unidos enseñó a oficiales latinoamericanos capacitados en las acciones llamadas ‘preventivas’ o de tortura para la región”.

            Tan pronto como el comandante del Ejército supo que la familia Samper le estaba dando aviso al presidente Misael Pastrana de que los agentes de la unidad del B2 del Ejército eran los que habían encarcelado a Gabriela, días después todos los periódicos denunciaban los malos tratos y torturas que sufrían los prisioneros. Fue un escándalo de indignación nacional. Los detenidos, acusados de pertenecer a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), fueron trasladados, junto con Gabriela, de la Policía Militar al Batallón Militar Baraya. Al mando del cual estaba el mayor Zambrano, quien años después fue el negociador de la toma a la Embajada de República Dominicana por parte de la guerrilla del M-19.

            El Batallón tenía celdas para los soldados que ahora eran destinadas para Gabriela y otros detenidos más, acusados de pertenecer al ELN. El mayor Zambrano era una buena persona. Nos permitió ver a Gabriela y llevarle lo que más necesitaba, un cepillo de dientes, algo de ropa y, para nuestra sorpresa, le dieron permiso para quedarse con un pequeño fogón y una taza de té para que pudiera preparar su ceremonia del té en las tardes.

            La emoción de volver a ver a Gabriela fue indescriptible. El dolor y la tristeza se desvaneció. La euforia y la felicidad tanto mía como la de mamá no eran suficiente para calmar ese momento intenso en que nos volvimos a abrazar desde su desaparición. Lloramos y lloramos hasta más no poder. Gabriela se quedó por varios segundos mirándome con una gran ternura. “Magdalena, ¿sabes? En 1875 a don José María Samper también lo llevaron a la cárcel. José María era redactor de un periódico llamado El Polvorín. Para mí, José María y su esposa, doña Soledad Acosta, fueron un ejemplo a seguir, para la época eran contestatarios. El gobierno radical de Santiago Pérez, que favorecía la candidatura de Aquileo Parra, le confiscó la imprenta y les tocó huir y abandonar la casa. Doña Soledad Acosta, una mujer fuera de época, maravillosa, novelista, historiadora, periodista… Imagínate. Fundó y dirigió cinco periódicos. ¡Escribió 21 novelas, 48 cuentos, 4 obras de teatro, 43 estudios sociales y literarios y 21 tratados de historia!”. Magdalena, fascinada, escuchaba la historia. “¡Increíble!”. “¡Lo increíble, mi Magdalena adorada, es que haber estado en la cárcel ha sido para mí una valiosa experiencia! ¡Ya conozco las entrañas de nuestra Colombia! ¡Estoy más emocionada que nunca! ¡Voy a hacer un documental ahora, cuando realmente conozco a la verdadera Colombia! Pero primero voy a escribir un libro. Se va a llamar La Guandoca”. En ese momento entró el soldado a la celda. “¡Tiene que ir a una indagatoria!”, dijo agresivamente y le colocó las esposas. Magdalena mira a su madre con los ojos llenos de lágrimas desde el otro lado de la reja de hierro cuando se la llevan. Gabriela la mira intensamente, con una actitud muy digna. Levanta las manos hacia arriba, haciendo señas de victoria, uniendo los puños de las manos con las esposas puestas.

            En la segunda visita al Batallón Baraya me permitieron llevar a mi hija Vanessa, quien tenía dos años de edad, recién estaba aprendiendo a caminar sola. Gabriela amaba a su nieta y deseaba verla. Tan pronto como llegamos, mamá estaba parada en la entrada de su celda junto al soldado de la Policía Militar. Vanessa miró varias veces las botas del soldado y su ametralladora, luego dio sus primeros pasos por su cuenta con dificultad hacia Gabriela. Gabriela comenzó a llorar mientras la abrazaba. Gabriela, con los ojos llenos de lágrimas, me entregó un papel arrugado sin que el soldado se diera cuenta. Ese día me entregó una carta que era como una especie de testamento. Ella tenía aún miedo de que los desaparecieran. Había un rumor entre los prisioneros de que en esas noches que los despertaban y los hacían formar filas contra una pared había la intención de trasladarlos a una prisión militar en el departamento de Santander.

            Las cartas

11 de julio de 1972, Batallón Baraya

Quiero decirte a ti, la hija que está más cerca de mi alma, la que en estos días tan duros me ha dado bondad y dulzura. ¡A ti, que el 15 de agosto, día en que cumples 19 años, quiero y te regalo una cámara de cine con su lente! Hoy mismo voy a escribirles a tus hermanos. Quiero que la guardes y, lo que es más, la uses. La uses mirando lo que tu ojo puede mirar, lo que tu percepción puede analizar, lo que tu sensibilidad puede proyectar. Es tuya y tú lo sabes. Besitos.

Gabriela

 

11 de agosto de 1972, Batallón Baraya

            Mis queridos hijos:

            José María, Fernanda, Amelia y Sofía:

            El 15 de agosto es el cumpleaños de Magdalena y es mi voluntad darle mi cámara, lo hago porque sé que ella puede usarla como yo lo he hecho tratando de luchar contra la injusticia. Ya que soy una prisionera, espero que respeten mi voluntad.

Gabriela

            Salí del Batallón Baraya llorando, no sólo de la emoción por todo el amor que mamá me había brindado ese día, sino invadida por un sentimiento de angustia al ver que ella podía ser desaparecida definitivamente por los militares. Ella era lo único que yo tenía de verdad sobre la tierra, ella era mi existencia, la amaba más que a nadie y la vida presagiaba que me la arrebataría dejándome sola, dejándome sin su presencia, dejándome sin su preciado amor.

            Mientras caminaba por esos cuarteles del terror, por esos pasillos impregnados por el olor de la muerte, el sentimiento de dolor era indescifrable, las lágrimas no eran suficientes para mi dolor. Tuve un presagio de su muerte.

            Me dije: “¡Sí!  Ese regalo de la cámara y su lente fue el designio para continuar mi vida y darle un sentido. Fue un mandato para no fallar. Para seguir luchando por un mundo posible. ¡Gracias, mi Gabriela!”.

            En la tercera visita el encuentro fue con el mayor Zambrano. Nos permitió que Gabriela saliera de la celda para tomar un poco de sol. Nos impresionó su franqueza. El mayor estaba enterado y en contra de la Operación Cóndor. Nos habló de que este plan siniestro había sido instaurado, primero en el Brasil, luego en el Uruguay, y que ya estaba presente en Colombia, galopando hacia el resto del continente. En sus palabras se mostró desmoralizado por lo que estaba pasando en el Ejército de Colombia: desapariciones y torturas. Explicó que un sector del ejército no estaba de acuerdo con el abuso de poder por parte de las fuerzas armadas e insistió que en Colombia no se debía establecer la Operación Cóndor.

            Cuando Gabriela salió de prisión, sufriendo todo tipo de cargos falsos, denigrada en su propio país, nunca pensó que su situación fuese similar a la de Elmer Pratt Jerónimo, uno de los miembros de las Panteras Negras. Gabriela, igual que Pratt, fue difamada con imputaciones falsas. Pratt estuvo preso durante 27 años por un crimen que jamás cometió. El FBI entregó todo tipo de pruebas falsas, al igual que las acciones de los servicios secretos de la policía militar en Colombia contra Gabriela.

            Todo estaba conectado. Magdalena inició una investigación retrocediendo en el tiempo desde los años setenta, cuando Gabriela era activista del movimiento de Martin Luther King en el Lower East Side de Nueva York. Para ella estaba claro que el FBI y la CIA ya habían marcado a Gabriela. Las tenazas del Imperio ampliaban su plan para socavar los movimientos sociales. Estos tiempos de investigación para Magdalena fueron muy extraños. La información apareció a la vista por coincidencia sin que ella la buscara. Y era de lo más curioso cómo se relacionaba toda la información.

            El diario

            La gran sorpresa de Magdalena fue encontrar entre varios papeles la primera página de un diario que Gabriela había escrito cuando hizo su primer viaje a Cornell, después de ser encarcelada. Lo extraño es que Magdalena no tenía idea de la existencia de ese material y para ella era inusual encontrar el diario exactamente el día en que comenzaba a juntar todos los trabajos de investigación de su madre. Y eso sucedió, en realidad, cuando ella ni siquiera lo buscaba porque no sabía de su existencia. ¿Por qué apareció allí esa única hoja de papel? Un escalofrío recorrió su espalda. Sintió la presencia de Gabriela: podía escuchar su voz en aquellas palabras escritas en esa primera página de su diario, que tenía como único propósito alertar a Magdalena sobre los sentimientos y temores que tenía Gabriela respecto al viaje a Ítaca para dar conferencias y clases en la Universidad de Cornell.

            Magdalena tomó el viejo papel amarillo y leyó: “7 de septiembre de 1973. Salí de Bogotá en el vuelo FA 50 de Avianca con dirección Ítaca, Cornell. Dejé todo a medio arreglar en Bogotá. Parecía que mi año en Cornell iba a ser como un interludio en mi vida. ¿Cuál es realmente mi trabajo? ¿Qué se espera de mí? ¿Con quién voy a trabajar? En cierto sentido no sé muy bien a quién le interesa sacarme de mi país… ¿Será porque me van a matar? Parece que CUSLAR (el Comité de Relaciones Estados Unidos-América Latina en Cornell) es poderoso. En pocos días pudieron pasar por alto todos los problemas de visa”.

            Después de leer las palabras escritas por Gabriela en su diario, Magdalena la vio perfectamente en el pueblo ubicado en el centro del Estado de Nueva York, en el valle que bordea la orilla del lago Cayuga. Allí estaba con su bella y juvenil imagen reflejada en la mente de Magdalena esa tarde. Era una presencia brillante. Gabriela en Ítaca. La veo en casa de propiedad de una anciana, mirando por la ventana el espléndido espectáculo del otoño. Gabriela había olvidado la intensidad y el despliegue de colores de los árboles, había olvidado esa sensación del tiempo en una de las estaciones en las que sentía llevar su espíritu por el viento, entre la sinfonía de colores de las hojas ocres, amarillos sutiles y atrevidos naranjas, brillando en aquel intenso atardecer que iluminaba sus recuerdos más tristes.

            Gabriela también pudo haber pensado en la muerte mirando el sol desvanecerse por el horizonte porque lo que veían sus ojos era algo que la llevó a pensar en lo hermoso que es estar viva. Y teniendo ese pensamiento, se dio cuenta de que tal vez sería el último otoño que presenciaría en toda su existencia.

Las mentes más grandes han transmitido sus mensajes por medio de libros o de obras teatrales. El cine los amplía en la pantalla, que todos pueden leer, comprender y disfrutar. Los placeres del teatro ya no están reservados sólo a los ricos. Por unas cuantas monedas, el pobre asiste, con su familia, a la representación de las mejores obras y en su más selecta puesta en escena. Actores y actrices de fama mundial se mueven, incluso hablan, para ellos en la pantalla.

 

Jack London, “El mensaje del cine”, Paramount Magazine, febrero 1915.