He visto conmovido el libro de fotografías de Juan Cristóbal Cobo, titulado Inventarios, y le pregunté cómo lo hizo, cómo llegó a las personas que están frente a la cámara, a las situaciones y lugares donde aparecen. Me dice que acostumbra salir a ver la gente, a la que encuentra siempre en situaciones teñidas de algún dramatismo y que luego mira en derredor y observa el entorno que la rodea –lugares solitarios, plazas llenas de gente, grandes edificios que se levantan con un sentido inesperado–. Sale, algunas veces conscientemente, de un lugar a otro o dejándose llevar por la casualidad, pero siempre pendiente y observando cómo la gente tramita, negocia su humanidad. ¿Tiene para ellos alguna pregunta que les hace en silencio? Juan Cristóbal me responde que siempre tiene una pregunta que se hace a sí mismo sin parar: ¿por qué está todo el mundo tan solo en la vida? Y esta pregunta, cuando ve a alguien solitario que recibe un rayo de sol con un trazo dramático, lo lleva a tomarle una foto sin pensarlo mucho. Concluye entonces que es un fotógrafo que encuentra en los demás lo que tiene y lleva en él mismo.
Una premisa interesante para pensar en lo que buscamos y encontramos en la realidad. ¿Es la realidad un espejo que revela lo que somos?
El mundo a ciegas
En mi recorrido como cineasta lo primero que filmé con una pequeña cámara de Super-8, completamente automática, fue la vida de formación y estudio de un grupo de niños ciegos que encontré por casualidad en la casa amplia y vieja de la Escuela de Ciegos y Sordos del barrio Campo Valdez. Fue mi primer encuentro con una realidad a la que traté de darle la forma de un poema visual, como los poemas narrativos de imágenes y acciones de poetas como Ferreira Gullar, con su “Poema sujo”, o Ernesto Cardenal, con su “Oráculo sobre Managua”. Pero no en el sentido de la ambición de estos libros, sino, repito, con relación a sus lugares, personajes, acciones e impulsos emocionados que se proponen convertir en imágenes el material más prosaico.
¿Qué encontré? A un hermano que escribía un poema de dos metros de largo mientras vigilaba a los niños en clase; a un niño que cantaba excitado dando la espalda a una pared blanca y luego se escuchaba en una grabadora, sentado en la última cama de un dormitorio sin nadie, temblando al escucharse a sí mismo como si tuviera un frío reconfortante y alborozado. Encontré a unos niños que se desplazaban por los corredores de la casa con los brazos extendidos, ahuyentando las sombras, y que luego jugaban en las jardineras del patio central a buscar violetas y tréboles que se perfilaban de pronto entre las brumas de sus ojos. Bajé con mi cámara a la piscina, que estaba a un lado de la casa, y presencié la conversación de dos niños que estaban metidos en el agua, pegados al borde de granito, jugando a sumergirse uno de ellos mientras el otro gritaba algo que el primero debía escuchar debajo del agua. A veces perdían la coordinación y se despegaban al mismo tiempo del borde, sumergidos, y el movimiento del agua los llevaba hasta el centro de la piscina del que trataban de escapar con apremio y angustia. Yo grababa aquel diálogo espontáneo con una grabadora de casete que llevaba a mi lado, porque la cámara no tenía sonido: “¡Tiren el polvo Mexana pa’rriba!”, gritaba uno de ellos, mientras el otro se hundía y luego salía con una cara feliz, bañada de agua, dando a entender que aquel experimento era un éxito.
Fui a buscar la realidad de aquella casa y encontré a un grupo de niños que hacía su vida en aquellos salones, corredores y patios que la cámara capturaba como imágenes que me transmitían el sentido profundo de aquellos niños que estaban atravesando su tiempo, precioso por aquellas acciones y aquel entorno. Fui a indagar con mi cámara por primera vez en una realidad desconocida y ella me entregó, sin merecerlo, un ramillete de imágenes teñidas de verdad: la verdad de aquellos niños.
A partir de esa experiencia empecé a construir unas ideas sobre la realidad que me parecían lógicas y naturales, pero que, vistas desde afuera, eran extravagantes y extremas. Hablo de ideas que aparecieron unos años después y que me permitieron hacer una película difícil como Rodrigo D.–No futuro: que la Realidad (con mayúscula) era una Autora (o Autor), y que todo consistía en escucharla, en entenderla, en descifrarla, sin necesidad de imaginar o construir nada agregado. Con esta idea, con esta convicción, radical, esquemática, he hecho todas mis películas y de ella se derivan sus limitaciones y hallazgos.
Pero para llegar a esta convicción, que es más una estrategia y un punto de partida que un principio metafísico, recorrí durante siete años un camino intrincado.
El universo de la noche
Cuando realizamos Los habitantes de la noche, un cortometraje de 20 minutos, en torno a un programa de radio que tenía el mismo nombre, la presencia del locutor-periodista Alonso Arcila Monsalve, que lo había construido y lo hacía vivir cinco noches a la semana, nos sorprendió a todos. Como él había creado aquel pequeño universo en su programa de radio, paso por paso, en compañía de sus oyentes, no le pedí que leyera el guion ni que se sometiera a los diálogos que había escrito. Sólo le pedí, antes de comenzar cada una de sus escenas, que improvisara; que se lanzara a exponer el universo que había creado con sus oyentes, del que hacía parte esencial porque estaba, de alguna manera, en su centro.
La dramaturgia que apareció en cada escena, haciendo con naturalidad las pausas y los énfasis, disparándose, al mismo tiempo, hacia la explosión y la contención de las frases y los gestos, acercándose peligrosamente a la sobreactuación, sin dejarse atrapar por ella, nos sorprendió y nos hechizó a todos. En otras palabras, nos admiró el flujo de libertad y control que apareció de pronto y emanaba una vivacidad inesperada. Dramaturgia de la vivacidad: eso fue lo que Alonso Arcila nos regaló aquellas noches de rodaje en su cabina de locutor, la materia de la que estaba compuesta su improvisación.
El actor que está en medio de un universo y que lo hace visible a través de la improvisación. Con esta fórmula, que parece compleja, pero que es sencilla y natural, es como se presentó en aquel momento la realidad, aquella Autora interpelada por el cineasta primerizo y elemental que era yo: la Realidad Indagada.
Historias de brujas y otros misterios
Luego vino, en esta escalera de cortos y mediometrajes, que se extendió durante siete años, antes del primer largometraje, Rodrigo D.-No futuro, la experiencia de La vieja guardia. Este mediometraje es la adaptación de un cuento del escritor antioqueño Juan Diego Mejía, titulado “La Guardia Dura”, publicado en 1984, que narra la confrontación de un grupo de jubilados del ferrocarril –que se reúnen a conversar, a jugar dominó y a beber en las tardes en un viejo vagón que está olvidado desde hace años en una de las vías marginales de una pequeña estación de tren–, con el jefe de estación, que los atormenta a propósito de una visita que hace el gobernador a la región y les quita los enseres inútiles de la estación, que deben volver a los talleres de la estación Central. Por primera vez entendí que un relato se descompone en dos caras complementarias, el argumento y el universo. En el cuento de Juan Diego el universo está compuesto por la memoria de las luchas laborales que los jubilados habían librado desde sus años de juventud, memorias de reclamos, huelgas y confrontaciones con el ejército y la policía, que conformaban un largo y heroico relato de luchas políticas –similar al capítulo de Cien años de Soledad sobre la masacre de las bananeras–. Este universo atraviesa el relato y lo llena de una emoción que era para mí desconocida; me ofrecía un universo que no podía utilizar. Los cuatro jubilados se reunían con un joven profesor recién llegado a la zona bananera, a quien contaban incesantemente las historias de sus luchas de ferrocarrileros, iluminadas por sus gestas heroicas y sus derrotas inevitables.
Necesitaba una realidad que reemplazara a la del cuento, necesitaba un universo. Lo encontré en un café del Parque de Belén, conversando con un grupo de jubilados del Ferrocarril de Antioquia, que me narraron sus historias cuando nos conocimos. Busqué a los actores para la película y encontré a un grupo de narradores que me brindó el universo que requería.
Las narraciones de estos jubilados del Ferrocarril de Antioquia, convertidos algunos en actores del mediometraje, se dispararon hacia todos los lados. Mencionaron, con nombre propio, a algunos maquinistas legendarios, así como también locomotoras míticas. Me hablaron de fogoneros y jefes de estación, de descarrilamientos trágicos, como el de Cantarrana, en 1954, cuando el tren, que subía la montaña, perdió el impulso y se devolvió de espaldas, provocando más de cien muertos. Hablaron de casuchas de brujas en mitad del campo, frente a las que el tren paraba para llevarles tornillos y clavos oxidados del ferrocarril, que usaban para alimentar unos gusanos tenebrosos que ellas criaban en cajones con tierra. Recordaron a los pájaros, unos bandoleros que detenían el tren, bajaban a la gente y la ajusticiaban en las cruces de los polines. Recuerdo sobre todo la historia de un maquinista de locomotora que logró detener su máquina en una curva antes de entrar al barrio Zamora, salvando la vida de una muchacha que quería que la locomotora la borrara del mundo. Cada vez que llegaba a aquella curva, disminuía la velocidad y se encontraba a aquella muchacha que no quería vivir. El maquinista fue trasladado al tren del Sur, que viajaba hacia Cali, y un día conoció a su reemplazo, quien le contó cómo había destripado con su locomotora a una muchacha suicida en la curva de Zamora. El maquinista se tomó la cabeza entre las manos, angustiado por no haberle advertido de aquella muchacha a la que tantas veces había salvado de la muerte.
Cuando veía pasar los trenes de carga en la noche, frente a la pequeña estación Botero, donde filmamos La vieja guardia, levantando un hermoso estruendo que aturdía a los que estábamos allí, me preguntaba por la realidad de aquella estación, por la realidad del Ferrocarril de Antioquia. La respuesta me llegó a través de aquellas voces que encontré en una cantina del barrio Belén, en Medellín. Y así como hay directores que aman el argumento y sus leyes, hay otros, como yo, que amamos el universo y sus leyes. El argumento era lo que le ocurría a los personajes, desde el comienzo hasta el final, el universo era la profunda realidad de donde llegaban las verdaderas imágenes.
¿Es la muerte un lugar?
En Rodrigo D.–No futuro los actores naturales llegaron de los barrios contando sus vidas. Llegaron, en un primer momento, como narradores. Durante semanas y meses hablaron de lo que la vida les había hecho vivir, contándose incluso para sí mismos asuntos que no le habían confesado a nadie, que sólo había pasado como un viento silencioso por sus cabezas, en largas noches, antes y después de dormir. Estos episodios narrados fueron tejiéndose unos con otros, hasta formar el gran relato del universo que los había acogido, en el que vivían minuciosa y desesperadamente. De este universo incontenible e incesante, que crecía en cada conversación que grabábamos con ellos, fue que brotaron, en forma de episodios, las imágenes verdaderas de Rodrigo D.–No futuro.
Una realidad del universo de la que brotó la poesía de la película. Así de simple.
Gracias a una de esas voces que construyeron el universo de la película apareció la escena de la noche en la que Ramón busca a Jhoncito, en el salón de la Acción Comunal, y lo llama a través de la ventana para que vayan a robar. Jhoncito estaba con su novia Mary escuchando la conferencia de un gnóstico que explicaba lo que ocurría en un cuerpo cuando llegaba la muerte. Al otro lado de la ventana, Ramón también oyó la explicación: “Cuando llega la muerte, el cuerpo físico va…”. Aquello era lo que les ocurría abruptamente a los muchachos del barrio, que eran asesinados por sus enemigos o por la policía. Estaban aquí, tan vivos, tan presentes, y de pronto se iban… ¿Hacia dónde? Ramón escribió en su diario que alguna noche habían sorprendido a un enemigo, a un “traído”, subiendo unas escaleras del barrio, y lo habían esperado detrás de un árbol y le habían disparado en la cara con un changón, empujándolo hacia la muerte. Lo había escrito así, sin pensarlo. ¿Era la muerte un lugar?
Por alguna de aquellas voces también presenciamos el velorio de Jhoncito y vimos a su tío, que abrió la caja y lo sacó para abrazarlo y felicitarlo porque se había ido antes que todos y los había dejado, confundidos y estragados. ¿Hacia dónde se había ido? ¿Era la muerte un lugar?
Por la voz de John Galvis, a quien entrevistamos en los primeros días, después de conocernos, entendimos un secreto profundo, íntimo y colectivo, que devolvía los hechos escuetos de robar y abusar, a un momento trágico y consciente de transformación, cuando aquel muchacho de barrio, el que iba al colegio de niño con sus hermanos menores a quienes quería locamente, quien estaba marcado por todos los signos de la expectativa y la convivencia, sufría de repente una conversión, debía convertirse en un victimario de sus vecinos, en un enemigo de los transeúntes que subían por la calle. Debía sufrir la transformación de convertirse en un “antisocial”; entrar definitivamente al mundo de la exclusión, en donde todo son reflejos, cosas que están afuera y que sólo entran como espejismos mentirosos que brillan en las paredes; lugares que sólo existen como antítesis y conforman un anti-mundo, una anti-sociedad, donde se habla un anti-lenguaje y donde sólo viven los anti-sociales.
Actuar como ladrón
Cuando le pregunté a John Galvis si creía que podía actuar en la película, nos habló de otra actuación que debió aprender, con dificultad, y que le cambió la vida para siempre: nos confió que para robar tuvo que aprender a actuar como ladrón.
“Uno muchas veces se da cuenta, cuando roba, que aprender a robar es aprender a actuar. Yo a la final no tengo cualidades para esto porque soy un tipo que he perdido mi tiempo prácticamente con vicios y cosas así, hermano. ¿No es cierto? Casi no he tenido oportunidad ni siquiera de ver buenas películas. Sino pura violencia, cosas así, fatales. Pero uno actuando es como robando. Aprendí a actuar cuando a robaba, en ese ambiente mío, así como en una actuación. Porque yo no me concebía atacando a un tipo. Entonces me desconcentraba. No sabía cómo hacerlo, entonces se me volaba. En cambio, cuando uno va a robar tiene que identificarse con el ladrón, y, por ejemplo, vos a mí no me ves como el ladrón, seguro que no. Imagínate entonces todo lo que tendría que cambiar con vos para que me veas como el ladrón. Tengo que cambiar, totalmente, fun, malicioso y tal, te tengo que timbrar, te abordo y tan, te asalto, entonces está el drama, ¿entiendes?, esa es la actuación: uno sale, pum, trotando, uno trota porque uno sabe lo que le puede esperar; uno muchas veces se va riendo cuando atraca a una persona. Una vez atraqué a un cucho que iba con una vieja y la vieja se mió, uy, que risueña, oí, Víctor, qué risueña tan tremenda, pobrecita, hermano, nos dio qué risueña. Y uno muchas veces, haciendo esas maldades, sabe que va a actuar…”
Todos tragamos saliva con un frío en la nuca
Por la película en la que trabajo ahora me encontré con un muchacho al que conocí de niño, el hermanito menor de Mónica Rodríguez, la Ratona, a quien encontré en el internado de Mamá Margarita, cuando contaba ocho años de edad, y quien se convirtió años después en mi asistente de dirección y me abrió las puertas de la calle. John Jairo, aunque parecía un jovencito, era ya un hombre grande, de 35 años. Así que me alegré de hablar con él otra vez de la Ratona, su hermanita mayor, a la que no olvidaba nunca. Quería que actuara en la película y le pregunté por su vida. Había encontrado una casucha en pleno centro de la ciudad, con paredes de ladrillo y cemento, y techo de zinc, oculta por las ruinas de una plaza de mercado que fue demolida. Dormía en su casa durante el día y, en mitad de la noche, veía pasar muchachas que erraban solas por el centro, un poco extraviadas, buscando algo, que no sabía qué era, o buscando a alguien como él, sorprendentemente solícito y amable, que las invitaba a que descansaran un rato en su casucha escondida, que durmieran tranquilamente, que él velaría por su sueño y su tranquilidad. Le pregunté entonces por su vida, y me habló de la calle, de esa entidad que era para él su vida misma, la que condensaba todas sus preocupaciones y sus dudas. Esta voz, de alguna manera obsesionada y reiterativa, tal vez precaria en sus palabras, me entregó la realidad de la calle.
“Sí, hay cosas que le preocupan a uno en la calle, no cosas delicadas ni nada. De lo que he aprendido en la calle, cómo sobrevivir… Hasta ahí, hasta que llega el día… Sí, a todos nos llega el día, pero, la calle no es pa’ todo mundo, y yo creo que mis trabajos, hasta ahora, los he hecho bien. Si tengo que esperar problemas por ahí delicados, o que tín, y el día que tín, pues se resuelven… Así sea con la vida, porque así es la calle. En la calle los errores se pagan con la vida y hoy en día, que las cosas son más delicadas, hay que saberse manejar y listo, cada quién en la de uno. Que uno sea serio y pa’lante, pues, si es bueno. Porque muchas veces me he sentido tan amenazado con la muerte que la verdad es que me produce rabia y ya ni le temo, eso digo. Hasta el más parado que llegue y diga… Yo lo digo… Siento que no le temo, porque todos tragamos saliva cuando tenemos un frío en la nuca. Después de que uno tenga un fierro en la frente ya sabe que uno… Así no le importe vivir… ¿sabe qué?… así no le importe morir… Algo de saliva traga. Algo siente, porque lo he sentido. No sé si es que me sé explicar bien, pero bien, todavía estoy vivo y guerriando la calle. A eso se debe mi tranquilidad en el centro, voy pa’ los dieciocho años que he estado por acá en el centro”.
La voz de John Jairo y sus imágenes me conmueven cuando pienso en las muchachas que pasan frente a su casucha y las invita a descansar y les ofrece licor o droga, lo que quieran.
“Hay unas que beben y otras que no… Otras que le pegan al perico apenas, otras que le pegan solamente al bareto… Ah, yo le hago a de todo… A la que le gusta el perico, yo le consigo el perico, tín, espéreme ahí, le doy dulces, ahí como pa’ entrar en diálogo, tan, tan, tan… Hoy en día ha pasado mucha pelada nueva por ahí, pa’ qué, que han venido de los barrios o… sí… Más no le enseño vicio a ninguna ni nada… Simplemente, que si le gusta el perico, tín, yo ahí mismo se los consigo, tan”.
Estas muchachas, como flores de la noche, que bajan perdidas de los barrios y que John Jairo las invita a su casucha, respetuoso, caballeroso, gentil, para que duerman un rato o consuman alguna droga que les gusta y que él les consigue diligente, para que se lleven la idea de que la calle es también compañía y dulzura, son las imágenes que su voz me trae, son la poesía que está en lo más profundo de esta realidad. La Realidad, esa Autora.
Y volvemos al comienzo, a Juan Cristóbal Cobo, diciéndome que cuando salía a tomar fotos la realidad funcionaba como un espejo de lo que él llevaba dentro de sí mismo.
Es un espejo, sí, pero de algo desconocido que está dentro de nosotros. De ese Gran Desconocido que somos.
Oda a un cine de pueblo
Amor mío,
vamos
al cine del pueblito.
La noche transparente gira
como un molino mudo, elaborando estrellas.
Tú y yo entramos
al cine
del pueblo, lleno de niños y aroma de manzanas. Son las antiguas cintas, los
sueños ya gastados.
La pantalla ya tiene color de piedra o lluvias. La bella prisionera
del villano
tiene ojos de laguna
y voz de cisne,
corren
los más vertiginosos caballos
de la tierra.
Los vaqueros perforan
con sus tiros
la peligrosa luna de Arizona.
Con el alma en un hilo atravesamos estos ciclones
de violencia,
la formidable
lucha
de los espadachines en la torre, certeros como avispas,
la avalancha emplumada de los indios
Oda a un cine de pueblo
abriendo su abanico en la pradera.
Muchos
de los muchachos
del pueblo
se han dormido,
fatigados del día en la farmacia, cansados de fregar en las cocinas.
Nosotros
no, amor mío.
No vamos a perdernos este sueño
tampoco:
mientras
estemos
vivos
haremos nuestra
toda
la vida verdadera, pero también
los sueños:
todos
los sueños
soñaremos.
Pablo Neruda, tomado de su libro Tercer libro de las odas (1955-1957)