Sobre el espejismo de la poesía en una realidad crispada, como es la que descubre el inicio de este siglo, dos documentalistas en distintas orillas del mundo –París y Ciudad de México– dialogan de manera epistolar suponiendo la esperanza en la sencillez de los hallazgos: cuatro pájaros recién nacidos al lado de un calentador de agua o en un hospital pediátrico donde los adultos protegen a los niños de la realidad que les ha tocado en suerte.
París, 2 de mayo, 2025
Juliana:
Te confieso que no sé cómo empezar. Tal vez así, sin saber cómo. Sin conocerte, sin saber de ti, sin imaginar el mundo que te rodea en este instante, sin saber en qué lugar leerás éste mail, el sonido que estás oyendo o la luz que te acompaña. Sin conocer las imágenes que has hecho, sin conocer tu mundo ni tu mirada. Sin saber qué edad tienes, qué te interesa. Decidí no usar Google para saber de ti. Decidí no pasar por las imágenes que otros me puedan dar de ti o por títulos o resúmenes de tu trabajo que me pudieran contar qué cine te interesa.
Lanzo así, como una botella al mar, éste correo que atravesará el Atlántico porque lo único que sé vagamente es que estás en México.
En el continente que yo dejé hace cuarenta años, cuando me vine a París, desde Colombia, un país al que he vuelto varias veces a filmar. Ver desde adentro y sentirse afuera, ver desde afuera y sentirse adentro: sentimiento eterno del exilio.
¿Hablar de nuestros recorridos? ¿De cómo llegamos a lo que nos ocupa hoy? ¿O partir de hoy, de la película que nos ocupa actualmente?
Nos proponen escribir sobre el espejismo poético en la realidad. Con una realidad cada día menos poética, creo que es la idea del espejismo lo que me parece más pertinente. La palabra poesía siempre me ha dado miedo. Sé vagamente lo que puede llegar a ser, pero toda aproximación, definición, tentativa de alcanzarla es lo primero que la mata.
Catalina.
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Ciudad de México, 6 de mayo, 2025
Catalina:
Esta mañana hallé tu botella. Sin saber aún mucho de ti, fue sorprendente cómo me reflejé en cada palabra. Conozco el sentimiento del eterno exilio que mencionas. Salí de México hace catorce años y viví no lejos de París, en otra ciudad francófona, protestante, con ese mismo cielo gris que puede aplastar a quien viene de lejos. Aunque encontré el amor, sufrí cada gota de lluvia helada, cada silencio dominical, mi piel cubierta de abrigos. Mientras te escribo y recuerdo esas imágenes, me doy cuenta de que, al igual que esos niños que se inventan a un amigo imaginario para consolarse de la realidad, a mis treinta años me descubrí hablando con seres invisibles, que me ayudaban con su compañía.
En más de una ocasión me aferré a mi cámara, cual salvavidas, para hacer soportable lo cotidiano. Pero sospecho que a ella tampoco la emocionaba lo que veía: se sentía ajena, ilegítima, literalmente, fuera de lugar.
Me hubiese gustado conocerte entonces. Quizás es ese el espejismo que evocas: el del sentimiento que ha provocado esta botella, de saberte tan cercana.
Con el tiempo, ese malestar gris creció hasta estallar. Hace unos meses, animada en parte por alguien que sospecho compartimos – compañero de ruta en la barca de Nanook como en la del exilio – decidí volver.
De hoy puedo decirte que preparo una película que propone preguntas, guiños, espejos y la posibilidad de reírnos de nosotros mismos. Quiero evitar repetir al infinito imágenes e historias de violencia. Gracias a mi hija, mi casa se llena a menudo de niños no imaginarios, a los que tengo que prepararles paletas de limón que no pueden quedarme amargas.
Juliana
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París, 11 de mayo, 2025
Juliana:
Tal vez tú lo hiciste a tiempo, volviste. Para mí esa fue una pregunta que se prolongó mucho tiempo. ¿Volver? Cuando pensé tomar la decisión, ya estaba anclada aquí, mis hijos nacieron en París. Y con ellos descubrí otros mundos. Creo que puedo decir que descubrí el mundo. Y descubrí otra Francia. A través de sus ojos, pero sobre todo porque ese mundo que había filmado hasta entonces era «ajeno» en cierta forma. El tiempo me lo hacía más cercano, pero no completamente mío. Porque siempre he pensado que el cine documental es tiempo. Tiempo de investigación que nos cambia la percepción de lo que vemos, que nos cambia a nosotros, que termina produciendo una dramaturgia, la dramaturgia de nuestra mirada, el tiempo que pasamos con la gente que vamos a filmar para descubrirla de verdad y descubrirnos en ellos, el tiempo que le damos a una secuencia, a un plano. Pero por más tiempo que pasara en una película, podía pasar de un mundo a otro. Y con mis hijos fui profundamente consciente de que es justamente «un solo mundo» el que les dejamos. Amplio y diverso. Y ese mundo, es decir, lo que yo veía de él, se volvió terriblemente concreto. Palabras abstractas como «educación», «salud», «historia», se concretaron y se convirtieron en urgencias. Como tus paletas de limón.
Catalina
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Ciudad de México, 12 de junio, 2025
Querida Catalina:
Han pasado varias semanas desde nuestro último intercambio. Aquí, cada día es un huracán. Escucho cada mañana la radio: que Trump ha enviado al ejército a las calles; que amigos cercanos se han unido a una marcha masiva que pretende llegar a Gaza para exigir un alto al genocidio; que un pueblo entero en Suiza ha desaparecido bajo un glaciar que se descongela y que en tu dolida Colombia han vuelto a intentar asesinar a un político, a sangre fría y a plena luz del día.
El lunes cumplí 44 años.
Yendo a encender el calentador de agua de una casa que tenemos en el campo, descubrí junto con mi hija un nido con cuatro pájaros diminutos, recién nacidos. Su piel era aún roja, los ojos no se habían abierto; eran pequeñas bolas grises, demasiado grandes para esos cuerpos. Algunas plumas tiernas no alcanzaban a cubrir las venas que palpitaban.
Cuatro pájaros recién nacidos que una pájara tuvo junto al calentador, haciendo un nido estratégico, protegidos de los depredadores, de la lluvia, del frío.
Cuatro seres que, al escuchar el más mínimo ruido, abrían el pico amarillo hacia el cielo, instintivamente, para recibir comida.
Cuatro milagros que observamos largo rato, sin tocarlos, impresionadas por su fortaleza y su total fragilidad.
Grabé un video. Lo atesoro.
Pienso en esa pájara y en que seguramente París fue la mejor elección para tus hijos.
Pienso en el gesto de querer filmar lo que nos conmueve.
Guardar una huella. Mostrárselo al otro.
Juliana
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París, 15 de junio, 2025
Querida Juliana:
Imagino con tanto cariño a esos cuatro pájaros que no puedo evitar pensar que habría que protegerlos. Aunque seguramente en el mundo que los rodea no lo necesiten: los árboles que tienen de techo les debe bastar por el momento. Pero hasta cuándo las ondas que llegan primero por radio o internet no los tocarán a ellos; hasta cuándo la locura del mundo actual en tantas partes del planeta les permitirá seguir volando como si el aire no se estuviera enrarecido.
Y pienso en el tema que nos dieron para pensar: la poética de lo real. Poder mirar un detalle en medio del caos, creer que una sonrisa puede invertir fuerzas telúricas, admirar la humanidad de una enfermera en un hospital, de una maestra capaz de creer en los ojos de un alumno sin importar las notas, creer en la tarea titánica de un grupo de jóvenes que pasan días y noches observando las imágenes del horror de Gaza y acumulando pruebas para un juicio histórico en un futuro incierto. La creencia en medio de la opacidad del mundo, hacer con todo eso un nuevo relato de la vida, ¿será eso lo poético?
Siempre le he temido a la palabra poesía. Sobre todo cuando se nombra. Es como si la palabra misma encerrara el humo que tendría que expandirse, propagarse, sorprendernos sin programa previsible. Odio la poesía programática, la que se autoproclama, la que se subraya. Imposible decidirla, imponerla, porque está hecha de lo que se nos escapa. De lo que se le escapa a alguien que filmamos, de una palabra sorprendente, de la mirada profunda de un cuerpo cansado, del montaje que construye un sentido nuevo para mirar el mundo de otra forma.
A veces leo esa palabra «poesía» en algún proyecto y es como si definiera lo que se opone a lo real. Como si la realidad no contuviera poesía. Como si necesitáramos colorearla de otra forma. Creo que es exactamente lo contrario. En la obstinación de una mirada, en la brecha de una acción, en un silencio inesperado. Entre más dura la realidad, más intensa la posibilidad de que surja un elemento que produzca el desfase que nos sorprenda. No sé si eso es poesía, pero el acto es más fuerte.
No habría podido imaginar que justamente en el hospital pediátrico adonde voy todos los días, para pensar en una nueva película, es en donde hoy veo las acciones más humanas, más fuertes, más sorprendentes. Padres, médicos, enfermeras, músicos, psicólogos, cuidadores de todo tipo, inventan cada instante cómo ayudar no solo a sanar, sino a proteger a los niños de lo que ellos no deberían estar viviendo.
Ellos deberían estar en un árbol, tranquilos, como tus pajaritos.
Catalina
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Ciudad de México, 24 de junio, 2025
Sí, querida Catalina, como tú, creo que son tiempos de proteger.
Hace unos días descubrí que la jabonera de mi regadera gotea durante unos minutos, el tiempo exacto que dura mi ducha matutina. Esa repetición, esa breve insistencia, ha comenzado a ahuecar los mosaicos en los que cae la gota constante. Debe llevar décadas ocurriendo (mi edificio es de los años cuarenta), para que recién ahora yo pueda notar la hendidura. Esa imagen me trajo otra: la de las estalactitas de los cenotes de Yucatán que revisité hace poco. Obras de agua y tiempo, formadas a lo largo de milenios. O las raíces de ciertos árboles que observo en el bosque de Chapultepec, que cruzo en mi rutina cotidiana en bicicleta. Son como garras gigantes que se aferran a la tierra, buscando la forma de mantener al árbol en pie. Algunos de esos ahuehuetes —según indica un cartel al pie de uno de ellos— datan de la época del poeta azteca Netzahualcóyotl, a quien el emperador Moctezuma ordenó que los plantara. Han resistido a todo.
Son tiempos de proteger y de resistir.
Ese pequeño gesto del cineasta que insiste, que vuelve, que se obsesiona, es profundamente radical en un mundo que parece arrastrarnos cada vez con más fuerza hacia lo banal y lo vendible.
¡Cuánta belleza en ese gesto!
Tan intensa, tan frágil, como tú la describes.
Te mando el más grande abrazo, con ganas de conocerte pronto,
Juliana