A través de los mapas de Colombia y Brasil –con un desvío biográfico hacia Francia–, dos primos, el editor Gustavo Vasco y la realizadora Paula Gaitán, recuerdan los lazos familiares que los encontraron a través del tiempo en la pantalla.

Querida prima: 

            Acabo de volver a ver O canto das amapolas y aunque no suelo escribir después de ver una película, me emociona mucho mandarte estas palabras para contarte lo que he sentido.

            Primero, quiero contarte que la película me ha dejado con una ganas inmensas de reanudar el lazo familiar que nos une, que lejos de ser únicamente de parentesco, es de hermandad por nuestro oficio como cineastas. Pero, aún más, dentro de ese archipiélago que es el cine, al ver tu película sentí una afinidad enorme por tu forma de expresarte –donde todo se dice sin ser explicado, donde todo se evoca pero nada se impone, donde se invocan afectos, sonidos e imágenes, donde los fantasmas toman vida y se vuelven cuerpos y donde la memoria se convierte, como dices, en una caja de recuerdos que habita una estructura atemporal–. Qué vértigo ver esta película. Este, prima, es definitivamente el cine por el que vivimos.

            Luego, el lazo que nos une es definitivamente también de parentesco. Y para eso te quería compartir una foto, que encontré en un archivo de la familia que mi tía Irene Vasco ha venido ordenando y atesorando en una nutrida carpeta de Google Drive.

Esta es la foto, una imagen que aún no ha sido montada ni por ti ni por mí y que por lo tanto es –por ahora– tan solo una imagen fija. En ella está, a la derecha, Dina, tu madre y protagonista de tu película; a la izquierda está Vovo Rosa, su madre, y a la izquierda Sylvia, la hermana de Dina, también hija de Vovo Rosa, y, por supuesto, mi abuela paterna. Es una fotografía donde está nuestra raíz.

            Yo crecí junto a Sylvia —dentista y cantante—, y tú creciste con Dina —directora de teatro y dramaturga—. Ambas mujeres artistas de una vitalidad y una fuerza singulares. También fueron, para nosotros, figuras inmensamente queridas y amorosas. Pero eso que conocimos en la intimidad de la vida familiar no es lo que vi en O canto das amapolas. En tu película, la historia familiar —anclada en las conversaciones que tienes con Dina— se transforma en un universo sensorial que recompone esa historia y la eleva a una dimensión de ficción. Y ahí está su potencia: en ese tránsito del recuerdo personal a una experiencia humana, de todos, que se deja transmitir. Ahí es donde no solo tú y yo, sino cualquiera, puede entrar en la película y sentir el vértigo que deja el paso de las generaciones.

 

            Y es desde este punto que vuelvo a mirar esta foto. Vista así, la resonancia que puede tener esta imagen es infinita. Solo con mirarla siento una intriga enorme, como si algo estuviera a punto de revelarse. Y tu película logra calmar en parte esa inquietud, porque devuelve a la vida a estas mujeres y me permite sentirlas ahora más cercanas, más familiares no solo por el parentesco, sino más íntimas porque de repente cobran vida y habitan su lugar en una historia que nos atraviesa a todos: una historia de migraciones, de guerras, de resistencia, de choque entre culturas, de pérdidas del origen y de reencuentros con nuevos mundos —un relato universal, a la vez político y estético—. Una saga familiar que tú has sabido asir desde lo más difícil: la poética de lo real.

 

            En mi familia es Irene Vasco, también hija de Sylvia, quien ha venido guardando la memoria y la historia de esta saga familiar. Ella como tú es la que escucha, la que teje, la que recuerda. Yo he tardado varios años en volver la mirada hacia esta historia, pero tu película me invita a hacerlo y me anima a seguir trabajando. No me identifico con un gesto nostálgico —que no veo en tu película—, sino en una afirmación de la fuerza del cine. Y por ahí entiendo una vez más que lo que nos une, más allá del parentesco, es esa pulsión por hacer visible lo invisible.

            La invocación de la palabra de Dina y el reencuentro que tienes con ella en la película abre muchas puertas y propone rutas de pensamiento, deambulaciones poéticas y sensoriales que se convierten en líneas de errancia. Al principio está el asunto de la lengua, como en el caso de Vovo Rosa que hablada ruso, yiddish, hebreo, portugués, español y que al final decidió aprender esperanto, esa lengua creada en el siglo XIX con el objetivo de reemplazar los idiomas nacionales y constituirse en una alternativa de comunicación universal. ¿El cine, prima, también es un esperanto?

            Luego viene el asunto de la identidad. Tus abuelos, que eran mis bisabuelos, ¿eran checos, eslovacos, rusos o, más bien, ya fueron colombianos y brasileños? ¿Cómo se traslada a nosotros nuestra raíz judía, que luego se desvaneció completamente de la familia? Tú naciste en París y yo también, pero no somos franceses. Yo ahora me volví brasileño pero no conozco el Brasil (es algo que voy a reparar pronto). Pero, entonces, ¿somos de donde venimos o del lugar que habitamos? ¿Cómo se establece esa frontera de la identidad en nosotros? O a lo mejor eso no importa y el asunto de la identidad es lo que cada uno de nosotros quiera hacer con ella.

            Me gusta incluso más la respuesta de Dina, cuando dice que todo es ficción. Es verdad, se puede decir cualquier cosa sobre nuestro origen, pero nadie sabe realmente lo que es. Todas las explicaciones, finalmente, son ficciones de la realidad. “Tengo derecho, como cualquier filósofo, a inventar mi propia ficción”, dice Dina.

            ¿Y si nos ponemos en el lugar de Dina, en su cuarto de infancia, con la ventana abierta, sin querer cerrarla, y mirando fijamente a la luna? Tal vez entonces tengamos la imaginación que Vovo Rosa quiso infundirle a la pequeña Dina: “Si sigues mirándola así, la luna te va a agarrar y vas a desaparecer”. Menos mal está tu película, prima, y Dina, en realidad, no ha desaparecido.

            Un abrazo desde Bogotá, querida Paula. Gustavo.

 

Lugar, día, mes, año

 

            Hola, Gustavo, Gustavito, amigo, primo. Siempre quise trabajar contigo, que realizaramos algún proyecto  juntos, vos siempre a mil, muy ocupado,  y finalmente nos encontramos en esta correspondencia atemporal, lacunar y, al mismo tiempo, concreta, en la que rememoramos  el pasado y proyectamos una nueva  mirada hacia  el futuro. ¿Te escribo en español o en portugués, ahora que también eres  brasileño? Confieso que hasta hoy cometo muchos errores en portugués y, driblando los errores , extraño, enmarañado, en  portuñol, elijo el español.

            Tu carta despertó en mí un «montaje paralelo» de ideas. Sentada frente a una amplia ventana con vista a un  bosque urbano escucho el fuerte sonido del viento agitando las copas de los árboles. Ayer anunciaron la llegada de una tormenta, un ciclón subtropical, que debería alcanzar la costa de São Paulo aún hoy. São Paulo es una impresionante megalópolis con 20 millones de habitantes, donde tuve la oportunidad, después de muchos años viviendo en Río de Janeiro, de reconectarme con mi lengua. Aquí me siento como si estuviera en Bogotá. Me pierdo en los recuerdos, en el humo de las chimeneas, en las montañas que rodean la ciudad, en el contraste entre la muralla verde y los edificios de ladrillo.

            Intento organizar o, quizás sea mejor decir “desorganizar”, este flujo de asociaciones libres que, desde ayer, claman por existir. Muchas cosas nos unen: nuestro amor por el cine, la relación familiar. Aunque somos de generaciones diferentes, encontramos eco en un diálogo creativo a partir de nuestros encuentros en los últimos años,uno de ellos,  en 2021, en la retrospectiva de mis películas en la Cinemateca de Bogotá.

            Siempre me he considerado colombiana y ahora reafirmo mi declaración de pertenencia y adhesión. De hecho, deseo volver a vivir y filmar en Colombia. En la década de los 90 trabajé en la televisión pública colombiana, lo que fue determinante para mi posterior trabajo cinematográfico. Las primeras películas que vi cuando era niña fueron en un apartamento en la séptima, en Chapinero, donde vivían mis padres, Dina Moscovici y Jorge Gaitán, frente a la Universidad Javeriana. Recuerdo que asistí a La Strada, de Fellini, con Giulietta Masina. Me pareció  una película aterradora, impactante para un niño, pero nunca olvidé la sonrisa en los labios de  Masina.

            El cine y la infancia despiertan mi interés. La infancia del cine. Siempre retorno al texto de Stan Brakhage, Metáforas de la Visión: “Imagine un ojo que no se rige por las leyes artificiales de la lógica de la composición, un ojo que no responde a los nombres que se le dan a todo, sino que debe conocer cada objeto que encuentra en la vida a través de la aventura de la percepción. ¿Cuántos colores hay en un césped para el bebé que gatea, aún inconsciente del verde?”.

            Me pregunto qué dirá Maíra, mi hija menor, al recordar su primera experiencia cinematográfica,  cuando vio Napoleón, de Abel Gance, en una sesión conmemorativa, en triple proyección, acompañada de una orquesta, en un estadio de fútbol  en  Río de Janeiro.

            Son experiencias inolvidables. Como estar con mi madre, Dina Moscovici, en el rodaje de El río de las tumbas, de Julio Luzardo, fotografía de Helio Silva, en el interior de Colombia.

            Pienso cómo el cine  me conecta con la vida, a mi historia amorosa, siendo joven, cuando conocí a Glauber por primera vez en la casa de la periodista Beatriz de Vieco, en Bogotá. Glauber regresaba a Italia  desde Chile y, a pedido del antropólogo Darcy Ribeiro, que allí residía, decidió  hacer escala  en Bogotá al  enterarse de la situación de Gabriela Samper y otro cineasta colombiano, ambos presos políticos. Pero esta es otra historia que merecería otra película.

            ¿Sabías que Dina Moscovici estudió en el IDHEC? El Instituto de Altos Estudios Cinematográficos, donde fue compañera de Ruy Guerra , Margot Benacerraf y del actor Jean Louis Trintignant. Dina estaba muy orgullosa de ser una de las primeras mujeres cineastas en estudiar allí y de haber trabajado en películas icónicas como Orfeu Negro,  como script girl.

            Dina era un fenómeno, un volcán de creatividad y de múltiples intereses en los estudios de psicoanálisis y filosofía. Era  cineasta, dramaturga, escritora y también militante de la vida y la política, habiendo ocupado un lugar destacado en la juventud comunista en un período sombrío del Brasil.

            Dejó dos hermosas novelas publicadas y muchísimos textos  sobre teatro y ensayos literarios. Esperando el milagro, que dirigió cuando vivíamos en Colombia, es una película  que debería ser estudiada, investigada y, sobre todo, programada.

            Hace años deseaba hacer una película sobre  Dina Moscovici y, en paralelo, sentía una enorme curiosidad por toda la historia de mis  abuelos maternos, su larga travesía desde el Este Europeo al Brasil,  misteriosa y fascinante. Mi invitación al programa DAAD-Artists, en 2022, en Berlín, fue una oportunidad para desarrollar este proyecto en sus diversas camadas, porque también fue el  lugar donde viví con Dina cuando era pequeña, tras la separación de mis padres en Bogotá. En 1957, Dina, acompañada por su nuevo marido, Francisco Posada, padre de mi hermano Juan Posada, fue a estudiar filosofía en Bonn y, posteriormente, en Fráncfort. Dina decía con mucho orgullo que en aquella época habia asistido a las clases de Theodor Adorno en la Universidad de Fráncfort.

            Llevé un puñado de fotografías, algunas grabaciones con la voz de Dina y mis cámaras a Berlín. La residencia artística DAAD  me proporcionó un amplio apartamento en Charlottenburg, rodeado de ventanas panorámicas y una luz extraordinaria. Desde que entré en ese espacio luminoso y minimalista, con pocos muebles y muchas paredes blancas, prácticamente vacío, me di cuenta de que se convertiría en el escenario perfecto para mi película. Me quedé allí meses escribiendo y filmando esa carta poema, declaración de amor, para Dina, que había fallecido recientemente, en 2020.

            El título del proyecto, O canto das amapolas, contiene los dos idiomas, español y portugués, como una fuga conceptual, en notas disonantes y enigmáticas.

            “O Canto”, en portugues,  inspirado en  The Cantos, de Ezra Pound, y «Amapolas», en español .

            “Amapolas”,  “ama –polas”, “ama-paulas”, muchas paulas contenidas en Paula/Pola.

            Solían llamarme “Polá” en Francia y en el Liceo Francés de Bogotá. En fin, primero llegó el sonido de las  palabras, luego percibí increíbles posibilidades y articulaciones, asociaciones libres de significados y sonoridades. La palabra como melodía. Así es también la película, escritura automática, partitura en diversos soportes, texturas, super 8, 16mm, fotografías analógicas realizadas con una cámara de 25 euros que compré en Berlín.

            También hay amapolas en los vastos campos floridos de un rojo incandescente a  las afueras de Berlín, otra secuencia preciosa de la película.

            La película, Gustavo, como muy bien has señalado, es un diálogo entre madre e hija, entre nosotras, con la participación protagónica  de Sylvia, tu abuela, hermana de Dina. Eran inseparables y estudiaron en Francia en la década de los 50. Dina estudió cine en el IDHEC  y ciencias políticas, en Sorbonne, mientras que  Sylvia estudió canto lírico con una célebre profesora y actriz: Irène Joachim . Ambas se casaron con colombianos.

            Mi madre me contó que fue Gustavo Vasco, tu abuelo, quien le presentó a mi padre, Jorge Gaitán Durán.

            Tu abuelo era de Medellín y mi padre era del Norte de Santander. Ambos se casaron con dos hermanas brasileñas, artistas pioneras y muy independientes en su época. Hasta el final de sus vidas, hablaban por teléfono todos los días, mucho antes de que existiera WhatsApp y similares.

            Tengo muchas más cosas para contarte. Por ahora anexo unas fotografías.

            Te quiero mucho

 

            Paula Gaitán

 

Ave María

Madres de América

¡dejen que sus hijos vayan al cine! que salgan de casa así no sabrán qué hacen

es verdad que el aire fresco es bueno para el cuerpo
pero qué hay del alma

que crece en la oscuridad, repujada de imágenes plateadas y cuando envejezcan como habrán de envejecer

no las odiarán

no las criticarán no sabrán
estarán en algún país lleno de glamour

que vieron por primera vez una tarde de sábado o mientras faltaban a la escuela puede que incluso les agradezcan

por su primera experiencia sexual que sólo les costó veinticinco centavos

y que no perturbó la tranquilidad del hogar sabrán de dónde vienen las golosinas

y las bolsas de palomitas gratis tan gratuitas como salir antes de que acabe la película

con un agradable desconocido cuyo apartamento está en el Cielo en el Edificio Tierra

cerca del puente Williamsburg
oh madres habrán hecho tan felices

a los muchachos porque si nadie les echó el ojo en el cine ni se darán cuenta

y si alguien lo hace será una delicia y en ambos casos se habrán divertido mucho

en lugar de aburrirse en el patio
o arriba en su habitación

odiándolas prematuramente ya que aún no habrán hecho nada horriblemente malo

excepto cuidarlos de las alegrías más oscuras
y esto es imperdonable

así que no me culpen si no siguen mi consejo
y la familia se deshace

y sus hijos se vuelven viejos y ciegos ante el televisor
viendo

las películas que no les dejaron ver cuando eran jóvenes. *Frank O’Hara, tomado de su libro Lunch Poems (1964).