Los colectivos de mujeres, como nos dice la autora de este panorama del cine feminista en Latinoamérica, surgieron para reaccionar contra la exclusión de género, paradójicamente, en los grupos de cine comunitario. Su presencia en las pantallas de la región descubre la mirada femenina de documentales necesarios que permiten imaginar futuros más equitativos en el continente.   

Hablar de los colectivos de producción audiovisual feminista es referirse tanto a estas iniciativas como espacios de creación expansivos y abiertos a la expresión de amplios grupos de personas, como a la supresión de perspectivas diversas que caracteriza la producción audiovisual dominante. Son esos patrones de exclusión los que han llevado a la conformación de modelos alternos de producción y circulación, que dan acceso a las voces de las mujeres y otros grupos socialmente marginalizados. El trabajo de estos colectivos es inherentemente político y transformador. Prestar atención a esos esfuerzos es entrar en un terreno vital que enriquece las posibilidades del lenguaje audiovisual en el mundo.

La creación cinematográfica ha sido desde sus inicios un trabajo colectivo. Tanto el cine de autor como el comercial han agigantado las figuras de directores y actores como estrategia de promoción para las películas. Pero detrás de las personalidades más conocidas del cine ha habido siempre ejércitos de trabajadores y trabajadoras que montan escenarios, escriben guiones, manejan equipos, preparan locaciones, maquillan actores, etc. Además, el trabajo de esos grupos ha estado supeditado al de las entidades que financian las producciones y su distribución. Dicho modelo vertical de producción y circulación tiende a dejar por fuera las perspectivas de quienes no tienen acceso a las posiciones de poder desde las cuales se toman las decisiones en el cine, principalmente aquellas poblaciones marginalizadas por su raza, género, geografía, clase social o una combinación de esos factores.

A lo largo de los años ha habido importantes llamados de atención sobre el carácter excluyente de los modelos tradicionales de producción cinematográfica. Con el surgimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, varias teorías y manifiestos desarrollaron conceptos como “tercer cine” (Fernando Solanas y Octavio Gettino), “cine imperfecto” (Julio García Espinosa) o “estética del hambre” (Glauber Rocha), que promovían estéticas, modos de producción y estrategias de circulación alternativas a las de los cines comerciales o de autor. Ese movimiento buscaba mostrar las vidas de las poblaciones marginalizadas y los factores estructurales que llevaban a su marginalización, pero las voces de esas poblaciones quedaron mayormente por fuera de esa búsqueda. Se hablaba sobre ellas, pero no desde ellas. El afán de denuncia y el empeño por mostrar la realidad social latinoamericana que promovió ese movimiento, sin embargo, se arraigó en el cine de la región. Esto contribuyó al desarrollo de modelos más incluyentes, facilitados por la introducción de nuevas tecnologías que expandieron el acceso a los medios para la realización audiovisual y su distribución.

Hoy en día grupos cada vez más amplios de personas han adoptado el cine como vía para verse a sí mismas y para transmitir a otros sus visiones del mundo. Esto ha llevado al auge de uno de los movimientos más vitales de producción audiovisual en la región: el cine comunitario. Con más de treinta años de trayectoria, pues sus orígenes pueden ser trazados a la misma época que vio el surgimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, el cine comunitario se ha mantenido al margen de la producción más canónica de la región por sus prácticas estéticas y metodológicas. En los últimos años se ha expandido y diversificado esta modalidad de creación audiovisual, que privilegia la colectividad y la horizontalidad en las historias, los formatos y los mecanismos de producción. Se trata de un modelo en el que se da prioridad a los procesos participativos por encima del producto final. Dentro de esa corriente, que aglutina movimientos tan importantes como el cine de barrios o la creación audiovisual de los pueblos originarios y afrodescendientes, busco destacar aquí los colectivos de mujeres, algunos de los cuales han surgido como reacción a patrones de exclusión de género que existen al interior mismo de los grupos de cine comunitario.

Desde la crítica feminista de cine en la década de 1970, con autoras como Laura Mulvey y Annette Kuhn, surgieron algunos de los primeros señalamientos al carácter excluyente de la producción cinematográfica dominante, que no sólo relegaba a las mujeres a las periferias laborales sino también, y como consecuencia, promovía su representación pasiva en las pantallas con una óptica pensada desde y hacia la mirada masculina. Durante gran parte del siglo XX, la virtual ausencia de mujeres directoras fue notable incluso en movimientos que buscaban alternativas al cine hegemónico europeo y norteamericano, como el Nuevo Cine Latinoamericano. Entre sus representantes se incluye por lo general apenas (y lateralmente) a dos mujeres: Sara Gómez, de Cuba, y Marta Rodríguez, de Colombia. Por esa razón, en ese movimiento quedaron mayormente por fuera las discusiones sobre problemáticas relacionadas con los roles de género en la región como la violencia doméstica o la desigualdad en las condiciones laborales.

Durante los años setenta, los patrones de exclusión por el género en el cine latinoamericano llevaron al desarrollo de los primeros colectivos de cine feminista. Entre ellos se encontraban Cine Mujer en México (1975-1986); otro grupo también llamado Cine Mujer en Colombia (1978-1994); el Grupo Feminista Miércoles (1979–1988) en Venezuela; y Warmi Cine y Video (1989-1998) en Perú. Todos ellos hicieron películas en las cuales la colectividad, como fuente de apoyo y modalidad de creación, estaba por encima de los protagonismos individuales. Tenían también en común el empeño en contar historias sobre el trabajo y la experiencia femenina, que quedaban fuera de las películas hechas por sus colegas hombres. El grupo Cine Mujer de Colombia, por ejemplo, produjo infinidad de películas y videos que mostraban las vidas de diversas mujeres, entre la ficción y el documental, en torno a temas como el trabajo doméstico, la explotación laboral, la maternidad, la salud femenina, la violencia de género y las luchas por el respeto y el reconocimiento. Entre los muchos títulos que se produjeron en ese contexto se encuentran cortometrajes bastante conocidos como ¿Y su mamá qué hace? (Eulalia Carrizosa, 1981); Ni con el pétalo de una rosa (Patricia Restrepo, 1983) y La mirada de Miriam (Clara Riascos, 1986).

Los grupos de mujeres cineastas que en los años setenta crearon espacios propios constituyen un antecedente importante de los colectivos feministas de producción audiovisual que actualmente proliferan en toda América Latina, incluyendo grupos cada vez más expansivos y diversos que hacen del cine un medio para la construcción de comunidades solidarias y una herramienta para la creación de voces colectivas que hablan sobre las experiencias de vida y las luchas de las mujeres. Su expansión avanza en paralelo con la creciente movilización feminista en América Latina desde la segunda década del siglo XXI en campañas como #Niunamenos, que se inició en Argentina en 2015, y movimientos como el 8M, que comenzó con una gran marcha en el Día Internacional de la Mujer en 2017 y ahora convoca ese día manifestaciones masivas cada año en diversos países de Iberoamérica. Otros movimientos feministas han sido parte de movilizaciones sociales más amplias, como el Estallido Chileno de 2019 o el Paro Nacional de Colombia de 2021. En esos contextos, los grupos feministas han promovido prácticas de afecto, cuidado y solidaridad como medios de resistencia ante la opresión y la violencia.

Cualquier enumeración de los colectivos feministas de producción audiovisual será incompleta, pues estos grupos con frecuencia están conectados a circunstancias localizadas y concretas, lo que los lleva a priorizar la respuesta a esas circunstancias sobre el afán de visibilidad. No siempre es fácil ubicar su trabajo. Reconociendo que por eso quedarán fuera muchos esfuerzos importantes voy a hacer un listado parcial.

Entre los grupos que fomentan la producción audiovisual de las mujeres, enfatizando la sororidad, la horizontalidad y la construcción de relatos desde y hacia la perspectiva femenina, están La partida feminista en Colombia; Ojo Semilla en Ecuador; Chola Contravisual en Perú; Cine Mulher en Brasil; Warmi Fílmica y Mujeres Creando en Bolivia; el muy influyente grupo LASTESIS en Chile; Vivas y grabando y La sandía digital en México, y la Colectiva Audiovisual Feminista (CAF) y Xinéticas Colectivo de Mujeres de Medios en Argentina. Algunas de estas colectividades combinan la producción audiovisual con otras labores artísticas, intelectuales o de apoyo comunitario. La mayoría difunden su trabajo en plataformas de Internet como canales de YouTube, páginas de redes sociales y sitios web. 

La lista se expandiría aún más si se incluyeran también aquellas colectividades que apoyan la labor de las mujeres insertas en la industria audiovisual en general como la Asociación Mujeres Audiovisuales (MUA) en Argentina; las que ofrecen plataformas para la exhibición del trabajo audiovisual de las mujeres como Sala Violeta en Perú o los festivales dedicados a la exhibición de cine hecho por mujeres como FEMCINE en Chile. Estos esfuerzos buscan transformar no sólo los contenidos sino también las prácticas, los formatos y los circuitos de la producción audiovisual, con modalidades de trabajo que abren caminos de expresión a amplios grupos de personas, en distintos contextos y geografías. Si bien el aspecto más significativo de esas colectividades es el trabajo en conjunto, también ofrecen un espacio de apoyo para la producción individual de algunas directoras. Tanto esas visiones personales como las expresiones colectivas que surgen en estos ámbitos comunitarios están llenos de una vitalidad transformadora que, desde el enfoque de género, generan resistencias y permiten imaginar futuros más equitativos en el continente.

Las películas

Me gustaría ver una película esta noche
en la que un forastero llega a un pueblo
o en la que alguien se embarca en un largo viaje,

una película con la promesa del peligro,
un peligro que se cierne sobre la gente del pueblo por el forastero que llega,

o el peligro que correrá una persona en el viaje azaroso que hagan él o ella– lo que no me importa mucho

mientras que no esté en peligro,
pues no se corre peligro sólo por mirar
una película, con lo que usted posiblemente esté de acuerdo.

Me gustaría preferiblemente ver esta película en casa que caminar hasta el frío de una sala
y hacer fila para comprar un boleto.

Me gustaría verla acostado
con la cama enganchada al televisor
de la misma forma como se engancha una diligencia

a un tiro de caballos
así me iría con la película
por el camino tortuoso y polvoriento de sus aventuras.

Me quedaría lejos del peligro
identificándome con los personajes
como el barman en la película sobre el forastero

que llega al pueblo,
el tipo que sabe suficiente como para agacharse cuando una silla destroza el espejo sobre el bar.

O el jefe de estación
de la película sobre el viaje peligroso,
el tipo que saca un reloj de oro de su bolsillo,

ayuda a una señora a subirse al tren, y le entrega un bolso pesado
al hombre del bigote

y los ojos peligrosos,
agitando la mano para que el ingeniero sepa que todo está bien. Entonces el tren saldría de la estación

y la película continuaría sin mí.
Y hacia el final del día
colgaría mi sombrero ovalado en una percha

y tomaría el atajo a casa con mis dos perros, mi fiel, amorosa esposa, y mis hijos–
Molly, Lucinda y Harold Jr.

Billy Collins, tomado de su libro Sailing Alone Around the Room (2001)

Billy Collins,