Después de la caída de las Torres Gemelas en 2001, la documentalista colombiana Marta Hincapié grabó más de cincuenta video-cartas con mensajes de inmigrantes residentes y trabajadores en Cataluña. Eran palabras dirigidas a sus familias dispersas entre Asia y África, fragmentos de voz que intentaban resistir el ruido mediático y la sospecha. En aquel momento, la mirada global se endurecía sobre los cuerpos extranjeros, y Marta, también inmigrante, intuía que en esas pequeñas grabaciones domésticas habitaba una verdad más profunda que cualquier titular: la de la vulnerabilidad y la ternura de quienes habitan el mundo desde el desarraigo.
Con paciencia de artesana, la cineasta se encargó de transferir las cartas a los distintos sistemas técnicos de video que funcionaban en los países de origen de los remitentes, y las copió en cintas caseras de VHS para enviarlas por correo postal. Durante años, conservó las cintas originales, su materia bruta, su tiempo detenido en una caja que sobrevivió a sus mudanzas y a sus duelos. No era una película todavía, sino un archivo silencioso que aguardaba ser mirado de nuevo.
Dos décadas después, en medio del confinamiento global provocado por la pandemia, Marta decidió abrir aquella caja. Volver a mirar fue también volver a sentir: “tenía ahí una relación emocional muy fuerte… de revisitar cosas”, ha dicho. Así nació Bajo una lluvia ajena (2023), un filme tejido entre materiales de archivo, correspondencias, memorias personales y voces ajenas que, en su conjunción, componen un retrato coral de la experiencia migrante.
A las video-cartas se sumaron las postales enviadas por su abuelo paterno desde la Barcelona de comienzos del siglo XX. En ellas, un joven estudiante de medicina describía una Europa que se le presentaba como un horizonte de modernidad y promesa. Las imágenes, impresas y coloreadas a mano, condensaban la nostalgia del viajero fascinado, pero también el eco de una distancia. Ese eco reaparece en las grabaciones de los inmigrantes de los años dos mil y, más tarde, en la voz de Marta, que borda los distintos tiempos en un solo hilo narrativo. Su voz, pausada y transparente, guía al espectador por un territorio donde los afectos se entrelazan con la historia y la tecnología, donde los dispositivos del registro se vuelven puentes para la memoria.
Bajo una lluvia ajena se despliega como un palimpsesto de voces, imágenes y materias. Cada fragmento convoca la fragilidad del recuerdo y la persistencia del gesto de enviar, de mantenerse en relación. Entre el relato mítico de un joven ghanés inspirado en Viaje al país de los blancos de Ousman Umar, las imágenes familiares y las cartas de los migrantes, la película construye una torre de Babel afectiva donde las lenguas se cruzan sin necesidad de traducción, sostenidas por una misma intemperie.
Hincapié, quien vivió una década en Cataluña, hace del acto de mirar hacia atrás un ejercicio ético: revisitar el archivo no para restaurar un pasado, sino para dejarlo respirar. Su cine no busca el heroísmo de quien conquista, triunfa o regresa, sino la intimidad de quien escucha. En su obra, el archivo no es un depósito, sino un organismo vivo que reconfigura lo que entendemos por hogar, pertenencia o identidad.
En un tiempo como el nuestro, 2025, donde los desplazamientos forzados se multiplican y la movilidad humana se enfrenta a fronteras cada vez más violentas, Bajo una lluvia ajena emerge como una meditación necesaria sobre la memoria migrante. Frente a la estadística y la deshumanización, la película devuelve la singularidad de los rostros, la resonancia de las voces, la persistencia de los lazos.
Quizás toda migración, nos sugiere Hincapié, sea una forma de archivo: una manera de llevar consigo fragmentos del mundo que se deja atrás. Y toda imagen filmada bajo otra lluvia, ajena, distante, imprevisible, un intento de reconciliarse con el hecho de estar en tránsito. En ese gesto humilde y luminoso de volver a mirar, el cine se convierte en refugio: una casa hecha de memoria, de viento y de lluvia que, aunque ajena, nos toca a todos.