El cine nos descubre el horror y el canibalismo insiste en demostrarnos que el caos no tiene fronteras. Una idea tan esperanzadora que los documentalistas nos recuerdan el material del que está hecho el corazón humano visto a través de una cámara.
John Cheever
Si tomáramos la frase que escribió John Cheever hacia el final de sus diarios y cambiáramos –excusándonos con él– la palabra literatura por la palabra cine, sería igualmente inspiradora para enfrentar los misterios del apocalipsis:
«La literatura es la única conciencia que tenemos y su función como conciencia debe informarnos de nuestra incapacidad para comprender el horrendo peligro de la fuerza nuclear. La literatura ha sido la salvación de los condenados; la literatura, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación y puede, tal vez en este caso, salvar al mundo».
Dmitri Bartelmants. Soldados rusos tocando el piano, Berlín, 1945
Una idea tan elocuente como la simetría de un par de imágenes en las que se vence a la desesperación y se registra la redención del ser humano acorralado por el caos: en una de ellas, un grupo de soldados rusos, fotografiados por Dmitri Baltermants, toca el piano en un café bombardeado cerca de Berlín. Es mayo de 1945. En otra fotografía, tomada cincuenta años después –nos dice la revista Life que publicó el hallazgo en mayo de 1995–, un soldado se permite una tregua durante la primera guerra chechena, a mediados de la década de 1990, con el arma colgada en bandolera, para tocar el piano en medio de las ruinas de la ciudad de Grozni, asaltada por las tropas rusas.
Soldado tocando el piano durante la guerra chechena, 1994
La realidad hecha ficción también sembró en la memoria del cine a otro desesperado, el pianista Władysław Szpilman, un polaco judío que merodeaba durante la Segunda Guerra Mundial por las ruinas de Varsovia como un fantasma de apariencia descarnada, al que Chopin lo salvó de la muerte gracias a la interpretación de su música sobre un teclado moribundo con el que maravilló –a pesar de que tuviera amordazadas sus manos por el rigor del invierno– al oficial alemán que descubrió en Szpilman un conjuro a los desastres de la guerra.
Segunda Guerra de los Bóers, 1900.
El rostro de Adrien Brody es el rostro de Szpilman en El pianista (Polanski, 2002). ¿Cuántos músicos, aparte de otras criaturas milagrosas que vencen al horror mirándolo a los ojos, no se habrían desvanecido si el cine –también la literatura, Mr. Cheever– hubiera olvidado sus historias?
El espejismo que hipnotizó al público de los primeros salones del cine, donde se exhibía el invento que transformó sus visiones de la realidad, garantizaba aventuras épicas para los sedentarios: si usted no viaja al mundo, el mundo viaja hacia usted. Y las tragedias aseguraban viajes dramáticos que le permitían al espectador observar las desgracias de los otros como espectáculos de la crueldad.
«Estará sentado confortablemente y verá luchadores aporreándose, circos, suicidios, ahorcados, electrocutados, naufragios, escenas callejeras, carreras de caballos, juegos de fútbol –de hecho casi cualquier cosa donde haya acción, como si estuviera al instante en un evento real–», escribió en 1895 el periodista Howard B. Hackett del diario New York World. «Y no verá marionetas. Verá gente real y cosas reales. (…) Si el cabello de alguien se eriza de terror y se vuelve gris en media hora, verá todos los detalles de semejante transformación».
Un siglo después, el testimonio recogido por Terry Ramsaye en A Million and One Nights (Nueva York: Simon and Schuster, 1926), nos habla de los ancestros que tuvieron los televidentes de los noticieros y del mundo según madame Internet en el umbral del siglo XX al XXI, que suponen ver gente real y cosas reales como si estuvieran en el lugar de los hechos gracias a la rapidez virtual.
También en 1895, cuando los diarios británicos y norteamericanos incendiaban sus páginas con el juicio a Oscar Wilde, el New York World se interesaba por las películas que presentaba en la ciudad un pionero llamado Woodville Latham –a quien se le acredita la primera exhibición pública del cine en mayo de ese año, unos meses antes que los hermanos Lumière–.
Latham podía filmar escenas de boxeo recreadas en la azotea de un edificio o pedirle al director de la cárcel de Sing Sing que le permitiera registrar la ejecución de un asesino. El boxeo era un deporte popular; la ejecución era un atentado de la especie en contra de sí misma: el director de la cárcel no permitió la intromisión de las cámaras en la intimidad de la muerte.
Un vano intento por respetar los últimos instantes de un condenado a la pena capital cuando la curiosidad del público sería complacida por las revelaciones de la barbarie en una pantalla: el corazón de las tinieblas palpitando en la oscuridad de la civilización.
Recordemos la Segunda Guerra de los Bóers: hizo del reportero de guerra, armado con una cámara, y de la muerte masiva, una estrategia rentable para filmar y vender las noticias más sombrías.
Estamos en 1900. Ante la cámara de la British Pathé desfilan los protagonistas del conflicto: los bóers –colonos neerlandeses– y los colonizadores británicos, enfrentados por la codicia –¡diamantes! ¡oro! ¡tierra!–. Vemos a las tropas británicas cruzando a caballo un río; galopando hacia la eternidad de la muerte; a los soldados que serán espíritus flotantes en el campo de batalla; una de tantas tragedias que se repetirán en distintas geografías y por los mismos motivos: el poder como pretexto para que estalle una guerra.
El público supo entonces que el cine garantizaba su integridad física mientras veía el trabajo infatigable de la muerte. La integridad moral era otra historia.
¿Eran confiables las películas de guerra o se trataba de falsificaciones para beneficio de la taquilla? El profesor y reportero Ernest Rose nos recuerda que engañar al público era una práctica habitual desde que el cine inventó la puesta en escena, impecablemente filmada, de las guerras a las que llegaban tarde las cámaras.
«Cuando finalizó la Primera Guerra Mundial, la revelación de las fotografías falsas de las atrocidades de guerra produjo estallidos de indignación», escribió en su artículo El noticiario en las pantallas norteamericanas. «Se crearon comisiones especiales para proteger al público y ayudarlo a reconocer y evitar todos los tipos de propaganda, pero los archivos de la Segunda Guerra Mundial están repletos de ejemplos de los así llamados filmes tácticos que alteran la realidad para ajustarse a las necesidades militares o psicológicas del momento.
«Hace poco un productor de cine de Israel me contó que durante la Guerra de los Seis Días de 1967 sólo disponían de película de 16 mm en blanco y negro para registrar la batalla decisiva por la ciudad de Jerusalén. Dos años después, cuando el comando supremo del ejército necesitó mejores fotografías para un documental sobre la gran victoria militar movilizaron centenares de soldados con tanques y artillería completa, conducidos por el mismo general que dos años antes había librado la batalla y lo hicieron todo de nuevo para las cámaras, esta vez con película de 35 mm y cinemascope».
La práctica no era extraña. El estrellato cinematográfico de Pancho Villa fue tan delirante como si la realidad hubiera plagiado un relato de Jorge Ibargüengoitia.
El historiador del cine mudo mexicano, Aurelio de los Reyes, nos dice en un libro con base en el que podrían escribirse varias novelas, Cine y sociedad en México, 1896-1930 (Ciudad de México: UNAM, 1996), que Villa firmó en 1914 un jugoso contrato de US$25.000 con la Mutual Film Corporation, comprometiéndose la compañía «a exhibir las películas sólo si Villa era el triunfador; a su vez Villa debía simular batallas en caso de que los operadores no lograran captar escenas de violencia, compartir el 50% de las ganancias y no permitir que otras compañías lo retrataran».
Consciente de las posibilidades económicas del cine, Villa aplazó «el ataque final de Ojinaga para ir a Ciudad Juárez a firmar el contrato. Había sitiado a los federales y los periódicos norteamericanos daban como un hecho la caída de la ciudad, pues era pública y notoria la escasez de municiones de los sitiados. De pronto, Villa desapareció y nadie sabía de su paradero, dando lugar a sinnúmero de rumores: que había sido herido, hecho prisionero, que también se le había acabado el parque, o que había ido a la ciudad de Chihuahua a arreglar no se sabía qué asunto. Lo cierto es que, sin decir nada a nadie, fue a Ciudad Juárez para firmar el contrato con la Mutual Film. Los federales, mientras tanto, se reabastecieron de municiones y víveres en el lado norteamericano, rehicieron sus fortificaciones y cavaron más trincheras.
«Tal vez Villa deseaba que las películas sobre la toma de Ojinaga fueran las que iniciaran la campaña publicitaria y por eso retrasó la toma de la ciudad […]
«De Ciudad Juárez, Villa se dirigió con cuatro de los camarógrafos a Ojinaga y ocho días después de firmado el contrato, el sábado 10, a las 12 del día, cuando nadie lo esperaba, inició el ataque final que terminó a las nueve de la noche».
Pancho Villa como fantasma del cine.
El mito fue creciendo y las historias sostenían su aura, consumidas vorazmente por la fascinación racista y desconcertada de los Estados Unidos que seguían, desde la ficción, la aparente realidad del ejército villista. Entonces se rumoraba que las batallas y los fusilamientos se hacían a la luz del día para filmar nítidamente los hechos; que se lanzaban cadáveres por los aires con un amarillismo perverso para subrayar el carácter despiadado de la guerra; incluso que el joven director Raoul Walsh, que en aquel tiempo iniciaba su larga trayectoria cinematográfica, cuando trató de fingir una batalla entre federales y villistas, vio cómo estos últimos sólo querían disfrazarse con el traje de sus enemigos vistiendo el uniforme de la cintura para arriba, burlándose con gran relajo de la parodia del cine.
El espejismo de un “camarógrafo” agazapado tras el lente de su teléfono, arriesgándose a registrar una noticia mientras sucede, debería multiplicar las comisiones especiales para proteger al público y ayudarlo a reconocer las fake news que se multiplican proporcionalmente a la multitud de teleadictos.
La tecnología evidencia el horror de una manera masiva y el canibalismo insiste en demostrarnos que el caos no tiene fronteras. De una manera legítima, cada generación narra sus dramas. Las cámaras ruedan atestiguando el colapso. Enseñan el material del que están hechas las pesadillas que confirman el hábito del ser humano para atentar en contra del ser humano. Demuestran que la retórica del lugar común es falsa: ¿conocer la historia para no repetir sus errores? Los dictadores conocen la historia para repetir los errores que garantizan su permanencia en el poder. Se parodian a través del mapa en sus delirios perpetuos. Confían en que no los derroquen y puedan morir en sus camas. Aunque a Musolini, Ceaușescu, Saddam Hussein y Gadafi les salieran mal los cálculos.
Y los vencidos escriben y filman la historia, contradiciendo otro lugar común igualmente falso: la historia la escriben –y la filman– los vencedores. Gracias al documentalista dominicano René Fortunato repasamos la historia de Rafael Trujillo en la trilogía El poder del jefe (1991-1996). Otro “vencido”, Patricio Guzmán, le heredó al tiempo su trilogía sobre la masacre que vivió Chile tras el derrocamiento de Salvador Allende: La batalla de Chile (1975-1979). Los vencidos han regresado con la persistencia de la memoria al pasado para descifrar los motivos de la ira en Argentina desde mediados de los años 70 hasta principios de los 80. En Venezuela y Nicaragua se vive hoy la historia que estará en las pantallas como un antídoto para evitar la amnesia.
Dos películas urgentes nos explican los motivos de la guerra a causa de las traiciones del Estado de Israel en la Franja de Gaza: The Devil’s Drivers (Daniel Carsenty/Mohammed Abugeth, 2021) –filmada durante ocho años para seguir a los “conductores del diablo” que llevan clandestinamente trabajadores palestinos a través de un desierto en el que la encrucijada se describe sin titubeos: “A la izquierda está Israel, a la derecha Palestina”–, y Five broken cameras (Emad Burnat, Guy David, 2011) –en la que vemos los enfrentamientos entre palestinos y judíos justo cuando suceden tras el asesinato de un palestino por el ejército de Israel; cuando Emad Burnat quedó herido durante un accidente y su hijo creció al ritmo del documental filmado durante varios años; cuando los bulldozers del ejército judío arrasaron en 2005 con los árboles de olivo de los palestinos, se construyó el muro de la infamia y la situación se hizo insostenible, instigando la resistencia de los palestinos. Cada una de las cinco cámaras, rotas por los soldados judíos, reducidas a chatarra, fueron efectivas para que el ultraje no fuera olvidado.
The Devil_s Drivers (Daniel Carsenty_Mohammed Abugeth, 2021)
La inversión de los términos para los que aún conservan alguna esperanza brilla en El corazón de Yenín (Marcus Vetter/Laon Geller, 2008), sobre un niño palestino, asesinado por los israelíes cuando jugaba con una pistola de juguete; una tragedia tras la cual, en un lapso de doce horas, su padre decidió donar a seis niños varios de los órganos de su hijo. Será en el pecho de una niña judía, hija de padres ultraortodoxos, donde será trasplantado el corazón del muchacho.
Y si la historia que se narra en El corazón de Yenín no fuera suficiente para suponer que los vencidos son mucho más dignos que los vencedores, repasemos los documentales del israelí Eyal Sivan (Haifa, 1964), que resume las imágenes de finales del siglo XX y principios del XXI con una filmografía interesada por los aspectos visuales del cine, por su contribución a los debates políticos, por la energía de la que puede cargarse una cámara capturando imágenes que luego serán editadas según el punto de vista del realizador.
Su alianza con el director palestino Michel Khleifi para filmar el viaje de dos meses que hicieron del sur al norte por sus países de origen durante el verano de 2002, atravesando la “Ruta 181”, una geografía virtual con la que quisieron recordar la Resolución 181 de las Naciones Unidas que el 29 de noviembre de 1947 dividió a Palestina en dos estados, fue una declaración de principios de parte de los directores cuando estrenaron su película en 2003. Ruta 181: Fragmentos de un viaje por Palestina-Israel, durante cuatro horas y media de proyección nos lleva por las fronteras físicas y mentales que recrudecen el conflicto árabe-israelí, manifestando Sivan y Khleifi en cada estación del viaje el estado de las cosas en el que se basan los testimonios de sus personajes.
Eyal Sivan
Una actitud reiterada por sus críticas al sionismo, al fundamentalismo judío, a la explotación del Holocausto como deuda planetaria cobrada sin contemplaciones a los palestinos. Sivan es el pariente disfuncional de la familia judía, el adversario en casa, el director de documentales tan conmovedores como su primera película, Aqabat-Jaber: Vie de passage (1987), filmado en uno de los sesenta campos de refugiados para palestinos construidos por las Naciones Unidas a principios de los años 50. Sus habitantes, en el limbo del exilio impuesto, viven allí de paso, parecen fantasmas de sí mismos, arrinconados en el lugar al que fueron desplazados para que no pertenecieran a ningún otro territorio que no fuera el de la nostalgia y su añoranza por regresar a las tierras de las que fueron expulsados.
Izkor, Slaves of Memory (Recuerda, esclavos de la memoria, 1990) sugiere una contradicción con su título: hacer del recuerdo una reafirmación permanente para los niños judíos y convertir ese recuerdo en una esclavitud que conduce a la arrogancia racial, al énfasis en los símbolos provenientes de un pasado recordado en Israel durante el mes de abril para que el dolor sea una forma de diferenciar la supremacía del poder en contra de los que están subyugados por él.
Sivan utiliza símbolos tan sencillos, pero tan representativos, como las naranjas. Jaffa, the Orange’s Clockwork (2009) repasa la historia de la fruta cuando Jaffa era el origen y el sinónimo de su dulzura en el mundo. Cultivada en otro tiempo por árabes y judíos, la pérdida del trabajo comunal cifra la pérdida de otros puntos de encuentro en una región convulsionada por la intolerancia, la segregación y la muerte cotidiana.
Para Un spécialiste, portrait d’un criminel moderne (El especialista, retrato de un criminal moderno, 1999), Sivan revisó las 350 horas de grabación del juicio que se le siguió en Jerusalén al burócrata nazi Adolf Eichmann en 1961. La base para editar el documental, aproximarse al personaje de Eichman, desglosar la puesta en escena del juicio como una oportunidad histórica y una acrobacia legal, contrastándose la seguridad y sequedad de Eichmann para responder a las acusaciones del fiscal, que sobreactuó su postura moral ante el público, fue el libro Un reportaje sobre la banalidad del mal, publicado en 1963 por la filósofa judío-alemana Hannah Arendt. «Según Arendt», escribe Gal Raz de la Universidad de Tel Aviv, «el error básico de la perspectiva israelí sobre el caso de Eichmann es omitir la esencia universal de sus crímenes para favorecer el punto de vista del sionismo».
La frialdad, el carácter asertivo, la disposición física y el tono de voz de Eichmann, contrastan con la teatralidad del dolor auténtico y la ira por el legado de sus crímenes en la memoria de las víctimas. Sobre los vidrios del cubículo donde está encerrado Eichmann se refleja ocasionalmente el público del auditorio asistiendo al drama. Formalmente, el documental de Sivan se interesa por fragmentos de una peculiar intensidad, sin importar el orden cronológico del juicio, destacando los momentos esenciales de la ira y la venganza, de “la banalización del mal” a favor de un concepto iconoclasta que olvida, como señala Arendt, la amenaza que representó el nazismo para la humanidad, no sólo para el pueblo judío. Dos horas de proyección que ilustran la explotación de un hecho siniestro, concentrando la tragedia en la figura de ese “criminal moderno”, que alega ser simplemente el ejecutor de órdenes superiores para enviar sistemáticamente a la muerte a millones de personas.
Para terminar, un par de ideas de Sivan:
-De un plano importa sobre todo lo que no estamos viendo.
-Las revisiones históricas significan que negamos algo de la historia.
-La memoria es una herramienta del crimen en nombre de la memoria, como en el caso de Israel.
-El documental nos muestra puntos de vista a los que no estamos acostumbrados.
-¡Tenemos que enfrentar la realidad a través del cine!
¿Y si cambiáramos la palabra cine por literatura y regresamos a Mr. Cheever?