El cine documental atraviesa fronteras con sus cámaras para registrar el movimiento de la multitud que alrededor del mundo busca algo semejante al hogar que abandonaron. Ramírez Arcos nos descubre en su artículo el plano general de las migraciones y la necesidad de un cine urgente que nos sirva de testimonio contra la amnesia.

Inés Molina y su hermana Hermelinda viajan desde su pueblo en Cundinamarca hasta Cúcuta. Llevan a su primo, un niño moreno y trabajador llamado Jacinto. Hermelinda, siempre amable, saluda a los guardias al pasar por el puente. Inés aprieta el paso frunciendo el ceño, con Jacinto cogido de la mano. Pasan el puente hasta San Antonio del Táchira por las calles llenas de comercio. Con una sonrisa, sueñan con los lugares de donde vienen todas esas cosas que nunca han visto. Compran telas, hilos y botones. Con los figurines y la pericia de Inés en su máquina Singer, convertirán estos materiales en los vestidos más elegantes de su pueblo. Jacinto regresa con una barriga falsa debajo de la camisa, llena de botones y cremalleras. Las hermanas llevan bolsas con todo bien doblado y un billetito muy apretado en la mano que no quieren soltar, pero que, de ser necesario, salvará el viaje frente al guardia de regreso. Son los años 50 en Colombia; en su pueblo, todos quieren ver las mercancías y no perderse la ñapa que traen las historias de cada viaje.

Cecilia sobre el puente. Puente de la trocha, Villa del Rosario (Colombia) – San Antonio (Venezuela).

Crecí escuchando estas historias. Como toda buena narradora, mi abuela Inés se permitió la licencia de cambiarlas, incluso hasta el punto de ser inverosímiles. A veces Jacinto era un hombre mayor que las cuidaba, otras veces los hoteles eran de lujo y el contrabando se parecía más a un viaje de señoras bogotanas. La frontera era borrosa; muy tarde entendí que San Antonio era otro país y que estas dos abuelas narraban una historia que no podía imaginar más allá de sus telas y sus botones.

Llegué muchos años después a la frontera colombo-venezolana como un náufrago buscando tierra firme. La abuela murió en uno de mis viajes. La última vez que hablamos por teléfono desde el hospital yo buscaba mis propias historias entre personas que viajaban ya en otra dirección. Nunca hubo huracanes ni olas, pero sí un mar humano que se agita entre dos países, dos realidades, sueños rotos y esperanzas que la buscan como yo, como náufragos a un madero. Soy politólogo, contador de historias, hago videos fuera de foco, busco verdades, siempre camino.

Puente Antiguo. Paso Internacional Colombia – Venezuela. Archivo Personal

Agoto a las personas con historias increíbles, llenas de trochas y maletas, de ranchos y tierra roja, de olor a sangre, a sudor, a orín, a mierda, a aceite quemado, a pavimento y mucho sol. El relato nunca está completo, nunca es tan detallado. En medio de tanta imaginación que no nos deja pensar de otras formas en esta frontera, busqué un ojo que observe, una oreja que escuche, grabando horas y horas de imágenes que retratan una línea imaginaria que nadie puede ver pero que todos sienten.

Como todos, empecé por sensacionalismos, por dramas prefabricados, por lo que la financiación me pedía y por lo que el público quería ver: un retrato del “revés de la nación”, la frontera y la migración como una aventura, el migrante como objeto de deseo e idealización. Con mi cámara entrevisté y grabé personas imposibles, me olvidé de la incoherencia, de la fantástica capacidad de los seres humanos de ser tantas cosas al mismo tiempo.

Trocheros. Luis Salinas. San Antonio del Táchira. Archivo Personal.

En estos encuentros y desencuentros, en estas excusas que me invento para estar ahí, para sentirme allí, me encuentro con historias que me estremecen, indignan y esperanzan. Veo historias de mi familia, pero con otros nombres y direcciones. Soy testigo también de cosas que nunca he sentido: de la xenofobia, la explotación y la discriminación. Pero también siento la solidaridad y el ejemplo de vida de personas que jamás se rinden.

Mi cámara se convierte en un testigo de cosas que no puedo ver, incluso teniéndolas al frente. No soy un simple observador, soy un narrador que escoge qué y cómo contarlo, soy un traductor de emociones que las inunda con todo lo que tengo dentro, soy un tejedor de historias cuando puedo, pero que también hago que las personas hablen como me piden que suenen. Convierto personas en migrantes, en refugiados, en víctimas, en victimarios; las aplano para que puedan aparecer en la pantalla o para que sean legibles.

Estos viajes me han transformado, me han hecho replantear mis propias definiciones de cosas tan personales como el hogar, la patria y lo que me hace sentir de donde soy. El hogar ya no es una dirección, es a lo que sabe el almuerzo en tu casa, es la forma en la que tú y tus vecinos se saludan, es esa mirada cómplice que tienes con quienes, no sé cómo, sabes que son como tú. Entre estas historias que generosamente las personas me comparten, aprendí también del poder de las fronteras, de su doble vínculo que separa y une al mismo tiempo. Descubrí una migración más allá de los porcentajes estadísticos y referentes jurídicos con la que se enseña en las universidades, esa migración que solo podemos entender en medio de un torbellino de emociones, que nos obliga a pensar en nuestra propia humanidad. Ahí aparece el cine, como una forma de contar algo que siempre estará incompleto sin la experiencia, con todo lo que eso representa.

Llenar una pantalla con sueños y pesadillas

El cine como lenguaje puede enfrentarse al reto de llenar una pantalla de sueños y realidades esquivas, tan complicadas como las burocracias y prejuicios a los que los migrantes se enfrentan. En las horas de edición, las escenas compiten por la atención del espectador o el afán de mostrar lo que se dijo que se iba a ver. ¿Cómo mantener la integridad y evitar los estereotipos que acechan como fantasmas en el guión? Y si sumamos el desafío de la autenticidad, ¿cómo retratar tradiciones, dialectos y costumbres sin la trampa del exotismo superficial o la apropiación cultural?

Registro de Aduana. San Antonio del Táchira.

En medio de todas estas dificultades yacen historias que merecen y necesitan ser contadas, imágenes que tienen que ser vistas. Durante los últimos años hemos visto la emergencia de un sinfín de películas que exploran el tema de la migración. Desde épicas travesías hasta dramas familiares con sabor a telenovela mexicana. En la mayoría de estos relatos, el cine nos muestra una y otra vez la cara amable de la migración: la búsqueda de un futuro mejor, el encuentro con nuevas culturas, la oportunidad de reinventarse. Todos fines loables, pero experiencias humanas incompletas.

Agua de Burro. Acueducto móvil. Frontera Colombia – Venezuela.

En este desfile de historias inspiradoras, lo que no encaja tan bien en los moldes narrativos sucumbe frente a la comodidad del espectador y de la financiación. Ahí es donde reside el verdadero desafío del cine al abordar la migración. No se trata de pintar un cuadro idílico de sueños cumplidos y finales felices, sino de sumergirse en las profundidades de la experiencia humana, con toda su crudeza y complejidad, donde conviven simultáneamente los sueños y las pesadillas.

Ricardo Silva y su disruptivo espejismo de migrantes y residentes en Tijuana, titulado Navajazo (2014), nos da una pista desde planos de grabación tan largos que desgastan la actuación natural frente a las cámaras y presenta un relato que no le teme a dar pasos entre la ficción y lo real, recordándonos que incluso la veracidad de los noticieros es una fantasía bien contada.

Archivo personal

Necesitamos más espontaneidad en los relatos migratorios para que dejen de ser esa misma historia que se cuenta una y otra vez, que obliga a las personas a ser lo que queremos que sean y que no nos permite ver qué pasa. Esta espontaneidad pasa por la necesidad de ser y dejar ser libre, liberar a la gente para que se porte como no se espera. Debemos dejar de temerle a salir del guion, incluso a reconocer que en estos espacios la normalización de la violencia, el machismo, la corrupción, la pereza, el desespero, conviven con otras tantas virtudes de los seres humanos. 

El que pone el oro, pone las reglas

Películas y festivales, financiados por agencias humanitarias e instituciones del Estado que buscan dignificar y retratar la experiencia migrante, han logrado poner en boca de muchos un tema tan necesario como es el hecho de reconocer que las personas se mueven y se enfrentan a grandes retos. Sin embargo, es urgente dar el paso a reconocer esas complejidades y dificultades que ignoramos de la experiencia migratoria.

Sobre estas películas y retratos nostálgicos de la patria perdida, el cine puede proporcionar, como lo ha hecho en tantos otros escenarios, una plataforma para que los migrantes cuenten sus propias historias y desafíen las narrativas dominantes. En las maravillosas imágenes de Ai Weiwei en Human Flow (2017), vemos un esfuerzo por garantizar una presencia que se desmarque de la inmediatez, de un relato visual que ofrece un sentido de conexión y comunidad frente a los migrantes y sus experiencias. Sin embargo, pervive la idealización, una idealización muy efectiva en el corto plazo, pero que pierde rápidamente vigencia frente a personajes que se parecen más al deseo de directores y financiadores.

Archivo personal

 Patricio Guzmán dijo que un país sin cine documental es como una familia sin un álbum fotográfico. En Colombia necesitamos que esas fotos se parezcan a sus personajes, que estas narrativas afianzadas en cincuenta años de conflicto, dejen emerger relatos con nuevas formas y nombres, que todos salgamos en la foto, que no nos maquillen para vernos como el fotógrafo quiere que nos veamos. Desplazados, exiliados, refugiados y migrantes (no solo venezolanos), trata y tráfico, delincuencia y un sinfín de rostros más deben hacer parte de ese álbum que hoy parece tener muchas fotos de un personaje olvidándose de todos los demás.

Entre los retazos de tela de sus vestidos, con su máquina de coser, mi abuela unió con su imaginación camisas imposibles, manteles y forros que eran muchas cosas al mismo tiempo, prendas sin guion y sin dueño que surgieron de sentarse a mirar lo que hay sin otra pretensión que darle su espacio y lugar. Desde el cine documental tenemos la gran oportunidad de tejer retazos que nos permitan prepararnos como sociedad para formar actitudes culturales y políticas acordes a lo que hoy se vive en nuestras fronteras, para que la gente se reconozca en sus propias historias y pueda sentirse parte de esta colcha de todos los colores que somos como nación.