El estreno de una rareza como Pepos, dirigida por Jorge Aldana y producida por Erwin Goggel, ocurrió en 1984 en el Festival de Cine de Cartagena, en una época en que la orientación artística del festival estaba a cargo de Víctor Nieto Jr., quien moriría pocos años después. Nieto Jr. siempre mostró interés por un cine temática y estéticamente arriesgado, por lo cual no es difícil imaginar su entusiasmo ante la libertad artística de esta película rodada un año antes, en 8 y 16mm, en lugares de Bogotá como el Centro, el barrio La Perseverancia, la Avenida Caracas y una finca en la sabana.

A pesar de que tuvo un premio en el festival cartagenero, Pepos cayó en el olvido durante las décadas siguientes. Su gesto experimental y la imposibilidad de tener los derechos de la banda sonora, parte fundamental de su propuesta, hicieron casi que imposible su estreno comercial. La invisibilidad de la película, sin embargo, moldeó su mito, que fue alimentado por las alusiones frecuentes del crítico Augusto Bernal Jiménez (quien siempre la destacó entre las más importantes películas colombianas, cuando no la celebró como la mejor), su inclusión en un programa de cine colombiano del BAFICI 2008, al lado de otras películas de culto como Agarrando pueblo y Pasado el meridiano, exhibiciones auspiciadas por el colectivo Helena Producciones de Cali (que por los mismos años restituyó la figura de Jairo Pinilla) y el Cine Club de la Universidad Central, y la presentación de 2016 en el Festival In-Edit. 

A vuelo de pájaro, esta fue la vida que tuvo la película antes de que Los Niños Films empezaran a gestionar su restauración. Esta se hizo en 2023 y 2024 a partir de la única copia de exhibición que sobrevivía: un positivo de 16 mm con sonido óptico. Y fue reestrenada en el Festival de Cine de Cartagena en marzo de este año, cuatro decadas después de su primera exhibición. Es pues una oportunidad para releer, más allá del mito, una obra que en su momento debió resultar insular e inclasificable. Aunque la niñez, la juventud y la ciudad marginal ya eran un tema que interesaba al cine colombiano —tanto al documental como a la ficción—, el acercamiento de Aldana a los lugares y personas que filmó no tenía antecedentes claros en nuestra tradición cinematográfica.

Dos años antes, y también en el Festival de Cine de Cartagena, un sector de la crítica colombiana había reaccionado de forma airada frente a Pura sangre (Luis Ospina, 1982), una película en la que los sectores periféricos de Cali aparecían como la otra escena (lo abyecto) del bienestar de la acaudalada famila protagonista. Los márgenes bogotanos filmados por Aldana, por el contrario, no tienen contraplano. Aunque, eventualmente, en las derivas de Guillo, el Cucho y los demás pepos que viajan por el vientre alucinado de Bogotá hay algunos representantes del orden, en realidad este mundo marginal luce soberano, autosuficiente y ajeno a cualquier discurso de culpabilidad moral, explicación sociológica, mediación cinéfila o reclamo de redención.

Pepos es una película mutante. Inicia como una suma de viñetas que aluden al cine silente y experimental, acompañadas por intertítulos ocasionales con frases rimadas que funcionan, más que como amarres narrativos, como guiños a culturas urbanas y juveniles de la época. A medida que avanza la película va ampliando su galería de personajes y de espacios filmados y se transforma en una película coral, más interesada en registrar unos modos de habitar los lugares, o de pasar por ellos, que la aventura individualizada de algún personaje. “Son historias, cuenticos de esos personajes que estaban en Bogotá en esa época”, le dijo Aldana a un periodista de Vice. Lo que une estas historias o “cuenticos” es el consumo de drogas de prescripción psquiatrica  y otras sustancias estimulantes o alucinógenas.

Las imágenes que nos introducen al mundo de los pepos son filmaciones sin sonido directo. En la banda sonora, las canciones de Rolling Stones, Ian Dury & the Blockheads y Jethro Tull, entre otros grupos, le imprimen un ritmo a los planos y son también el documento de la cultura musical de los setenta y ochenta, y de las formas en que las bandas de las metrópolis culturales eran consumidas y apropiadas en ciudades como Bogotá. Luego irrumpen en la película las voces en off y los diálogos callejeros que muestran el interés de la película por registrar y acoger el habla de la marginalidad bogotana, en lo que hoy se puede leer como una anticipación de un procedimiento de escucha y atención que será definitivo en el cine de Víctor Gaviria y que culmina en sus dos primeros y canónicos largometrajes: Rodrigo D. No futuro (1990) y La vendedora de rosas (1998).

Sin embargo, el interés, todavía fresco, de la película, no reside ni en las características sociológicas de los sujetos filmados ni en la importancia política del tema de la precariedad. Es la mirada de Pepos, distanciada de una estética miserabilista, la que a los ojos de hoy puede verse como pionera o alternativa para el cine colombiano y latinoamericano. La mirada miserabilista, en la que la marginalidad aparece nuevamente marginalizada en la representación, fue, como se reconoce ampliamente, denunciada en la década de 1970 por los cineastas Luis Ospina y Carlos Mayolo en el mockumentary Agarrando pueblo. En las películas que los dos directores acusaban de pornomiseria, el cine servía como un dispositivo para hacer grandes proclamas y para reclamar intervenciones y cambios sociales. Estas películas poco reparaban en la densidad cultural y la riqueza simbólica de los sectores y personajes marginales. 

Pepos reconoce en estos entornos dimensiones que no se pueden reducir a la miseria. En estas vidas precarias hay una celebración de la libertad y una disponibilidad para juntarse y crear formas nuevas e insólitas de comunidad.  La película misma es otro gesto anárquico y libertario, que anticipa el tipo de atención que en los años noventa el cine colombiano y latinoamericano dirigirá a la infancia y la juventud, ya no desde el marco de un análisis marxista de la inequidad económica, que fue lo habitual en los años anteriores, sino desde una perspectiva contracultural y poética.

¿Qué costado documental se puede leer en Pepos? De varios modos la película es evidencia de las posibilidades del cine como registro de lugares y personajes de la realidad. Aldana menciona, en la citada entrevista de Vice, que entre los actores estaban amigos y gente de teatro. Pero también hubo actores no profesionales que trajeron a la película un indicio de lo real. Ya sea que se trate de actores jugando a la ficción de ser otros, o de actores naturales que cargan su vida a cuestas y la proyectan en la pantalla, Pepos es el documento de una época, sus fantasías, infiernos y ansiedades. Y una postal insólita de una Bogotá lunar, nocturna y alucinada, quizá no tan distinta a la ciudad de hoy.