El delirio de la realidad en países como Venezuela y Nicaragua rebasa las invenciones literarias. Para comprobarlo, Tulio Hernández nos habla de los documentales Cilia y Nico prefieren las coreografías sangrientas y Las tarimas de Daniel y Rosario son tan enfloradas como un entierro, presentados en festivales dirigidos por personajes sospechosamente parecidos a los fantasmas de la ficción.

Afiche festival de comala.

En la décima segunda edición del Festival de Cine Documental de Ficción, realizado en Comala —una comarca hecha de susurros, silencios y apariciones— ocurrió algo singular. Dos de las películas, que se exhibieron el mismo día —una tras otra—, resultaron casi idénticas. Como si una se hubiese copiado la temática y estructura narrativa de la otra. O a la inversa.

El ambiente era curioso. En primer lugar, porque Comala es una comarca literaria poblada sólo por espectros. En segundo lugar, porque el festival, que se inauguró exactamente a la media noche, ocurría en la sala de la casa de Dorotea Moscote, donde, según nos explicaron, no vivía persona alguna desde hace siglos. 

Y tercero, porque la buena nueva era que ambos documentales habían sido realizados por mujeres. Uno venezolano, por la cineasta Rita Rubio, y otro nicaragüense, por Violeta Carrión. En ambos casos se trataba de óperas prima de jóvenes directoras que no llegaban aún a los treinta años. 

Violeta era extremadamente blanca, casi translúcida, de cabello profundamente negro y extenso, alta y delgada como un largo silbido. Hablaba con parsimonia. Rita, en cambio, era una chica morena, con ojos inquietos, de mediana estatura, corte de cabello al rape, que hablaba de forma apresurada. 

¿Por qué sus documentales son películas univitelinas? Para empezar, indagan en dos tiranías paralelas del siglo XXI: la venezolana, que empezó con un militar golpista, Hugo Rafael Chávez, en 1989, y la nicaragüense, encabezada por un ex jefe guerrillero, Daniel Ortega, en 2006.

Dos regímenes creados por políticos armados que, aunque llegaron a la presidencia por la vía electoral, fueron comandantes de uniforme verde oliva que dirigieron tropas y manejaron fusiles, pistolas y tanques de guerra para tomar el poder. Ortega, al frente de la Revolución Sandinista, en 1979, contra la saga dictatorial de Somoza, y Chávez con una asonada militar fallida en 1992, que intentó derrocar y asesinar a un presidente electo democráticamente, Carlos Andrés Pérez, pero fracasó en el intento. 

La similitud de los títulos también impresiona. El film sobre Venezuela se llama, irónicamente, Cilia y Nico prefieren las coreografías sangrientas. El de Nicaragua, no menos cínico, Las tarimas de Daniel y Rosario son tan enfloradas como un entierro. No son títulos casuales: hacen referencia al enfoque que ambas directoras eligieron como temática y como una tesis a demostrar.

No tomaron el camino clásico del cine latinoamericano de denuncia política de las décadas 1970 y 1980, dedicados a retratar la “explotación del hombre por el hombre”, donde los personajes son sufridos, muy sufridos, pobres hasta extremos miserables, explotados sin misericordia, o presos y torturados irredentos. Un tipo de cine sobre el que ironizaron los colombianos Luis Ospina y Carlos Mayolo en su película Agarrando pueblo (1979). Ospina y Mayolo acuñaron además un término, “la pornomiseria”, que aún es usado, no sólo en el cine, sino también en la literatura y el periodismo.

Calles comala con transeúntes

Las documentalistas prefirieron indagar en los móviles patológicos que unen a cada uno de los sátrapas con sus esposas, Cilia Flores y Rosario Murillo. Esposas que, en vez de asumir el rol clásico de las “primeras damas” tradicionales —aquellas que se ocupan de asuntos como dirigir fundaciones que atienden a los niños pobres o acompañar a los maridos en visitas oficiales—, son verdaderas amas del poder. Jefas de Estado que gobiernan y dan órdenes. Agentes de primera línea. Figuras públicas incorporadas por los aparatos de propaganda, en el caso de Cilia, como “primera combatiente”.

Violeta, la cineasta nicaragüense, tomó la vía histórica y recurriendo a una secuencia fotográfica y a fragmentos de películas y videos de archivo, nos descubrió varios apectos sobre la vida de Rosario. El primero, que Murillo no siempre fue militante sandinista, pero desde temprano le interesó la política. Así, fue asistente de Pedro Joaquín Chamorro, el periodista fundador del diario La Prensa, asesinado en 1979. Luego, la directora hace un pequeño recorrido por su vida amorosa, prolífica en hijos de parejas diferentes, hasta su enamoramiento y matrimonio con Ortega y su conversión en guerrillera sandinista.

Luego viene el clímax cuando la primera dama se convierte al esoterismo que marcará su pasión por la autoridad y su conversión en jefa política; una conversión que la hace buscar explicaciones mágicas del poder, involucrarse en el ocultismo, recurrir a brujas y espiritistas, buscar refugio y mezclar las más diversas creencias, incluyendo a Sai Baba, con el propósito explícito de proteger a su esposo de “las fuerzas del mal”, especialmente la envidia.

El film es contundente cuando nos revela el acercamiento de Murillo a los símbolos, talismanes, brazaletes y diademas que la primera dama usa en un exceso barroco, y el culto a las tarimas desbordantes de flores que hace colocar por millares como una “contra” frente al mal que asedia a su esposo.

Un reportaje del diario La Prensa de julio de 2018, que seguramente marcó a la realizadora del documental, titulado “La revolución de las tarimas afloradas”, resume magistralmente el mundo mágico que invadió toda su gestión. La manera como los símbolos, los santos, los colores y las flores defienden a la pareja de los demonios que la asedian. 

Hay tomas decisivas como aquella en la que se acerca la cámara y registra los quince o más anillos que se pone Murillo en cada mano, y la veintena de collares que amenazan con asfixiarla, además de una batería de brazaletes, todos color turquesa, que parecen formar parte de un arsenal de lucha contra los demonios.

Las tomas finales son elocuentes. La cámara asciende lentamente en un largo zoom back y muestra, en todo su esplendor, las tarimas convertidas en floridos jardines que, según los investigadores del tema, cuestan en cada acto alrededor de un millón de córdobas, la moneda nacional.

Rubio, la directora venezolana, elige en cambio el camino testimonial para demostrar que Cilia Flores fue desde muy temprano una activista política de izquierda, situada entre la delincuencia y la política que marcaron las acciones de quienes eligieron ciertas formas de guerrilla urbana, de lucha armada, en América Latina, de inspiración maxista, y terminaron, como las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y el PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela), mezclando el narcotráfico con la acción política.

Lo interesante de ambas películas es el talento de las dos realizadoras quienes logran documentar el paralelismo de la cotidianidad amorosa de ambas parejas presidenciales y su simbiosis política en la que queda claro que son ellas quienes tienen la última palabra. 

Rubio, por su parte, reconstruye el personaje de Cilia Flores de dos maneras: con recortes de prensa que muestran cómo desde joven estuvo asociada a hechos delictivos vinculados a la acción política de ultraizquierda; con recortes cinematográficos y a través del testimonio de personas que la conocieron en diversas etapas de su vida: profesores de liceo, vecinos, compañeros de actividad política y de estudios, abogados que defendieron a sus familiares. Ella, a diferencia de Violeta Carrión, documenta cómo se puede ser maligna sin que el mal se exprese en su rostro sino en el cinismo, aparentemente feliz, de su figura pública.

Ambas cineastas se acercan a mujeres inteligentes, astutas, eficientes, poderosas. Uno de los capítulos más interesantes del documental de Rita Rubio es cuando a dos sobrinos de Cilia los apresan en Estados Unidos y son condenados por tráfico de drogas y lavado de dinero, y Rubio reconstruye el proceso de cómo Cilia y los suyos logran sacarlos de prisión intercambiándolos por los presos estadounidenses en Venezuela. 

Afiche Cilia y Nico Bailando

Mientras eso ocurre, y es el clímax del documental, Cilia y su esposo bailan salsa, aparentemente felices, en una tarima, ante centenares de seguidores que los aplauden frente al palacio presidencial, al mismo tiempo que a pocas cuadras de allí están masacrando a tiros y bombas lacrimógenas a centenares de jóvenes que protestan contra su gobierno. 

Para reforzar el impacto —y el rechazo masivo a la pareja presidencial bailando en público—, Rita se apoya en una secuencia de caricaturas en la que Maduro baila con la muerte, con su ropa manchada de sangre, cuya autora es Rayma Suprani, y en otra, del caricaturista Fernando Pinilla, en la que la pareja baila bajo un titular de marquesina que dice Ma La La Landros, en obvia referencia a la famosa película hollywoodense.

El multiparalelismo es fascinante: mientras la pareja venezolana baila y a unos metros disparan a los manifestantes en Caracas, la pareja nicaragüense entra a un escenario idílico lleno de flores y, a pocos metros, unos jóvenes son ametrallados. Entretanto, ambos creen que han sido ungidos, en nombre de Marx, los venezolanos y, en nombre de Dios, los nicaragüenses. 

Lo otro que logra Carrión, y esto la hace una gran documentalista, es mostrar —sin manipular— la contradicción entre la fealdad física de Murillo y la belleza del escenario florido que está montado para que su marido hable a la mañana siguiente. Es algo tan fuerte como la evidencia del cinismo que logra Rita Rubio entre la pareja Flores-Maduro bailando mientras cerca de allí se acribilla a los manifestantes opositores.

Al terminar la proyección, las cineastas tuvieron que salir apresuradas. Una viajaba al Festival de Cine de Documentales No Realizados, en Santa María, dirigido por Juan Carlos Onetti. La otra, al Festival de Cine de Documentales Amnésicos, en Macondo, dirigido por José Arcadio Buendía. Este último es un festival interesante porque después de que termina nadie recuerda ninguna de las películas que presenció. Por lo tanto, tampoco nadie recuerda quién fue el ganador. Sin embargo, en los pocos minutos que pudimos hablar, antes de despedirnos, ambas contaron que ninguna sabía de la existencia del mediometraje de la otra. Por consiguiente, que sus películas se parezcan es una casualidad marcada, quizás, por las similitudes de ambos regímenes y las parejas presidenciales, o por las miradas femeninas de sus autoras. También, que al momento de realizarlas, ambas autoras estaban profundamente influenciadas por sus lecturas juveniles de Lady Macbeth. 

Bogotá, 6 de junio de 2024