La historia y su memoria hecha imágenes debe escapar de los museos con aire de mausoleo para regresarles su vitalidad, más aún cuando la catástrofe de la guerra requiere ver de nuevo su legado y enseñarnos cómo ha determinado el rumbo de la vida en contra de la muerte. «Desaparecidas o resguardadas en anaqueles, vitrinas o bodegas, las imágenes no existen si no son vistas”, concluye Pablo Mora.

«Creo firmemente, señores, que todos quienes estamos aquí y cuantos pertenecemos a esta generación infortunada, podemos jactarnos de haber visto la última guerra civil de Colombia», declaró el general Rafael Uribe Uribe al término de la Guerra de los Mil Días entre liberales y conservadores en 1902 —el más grande conflicto armado de Colombia del siglo XIX, según varios historiadores—. No hace falta mirar al pasado para confirmar cuán equivocado estaba el militar. El movimiento incesante y, por eso mismo, siniestro de nuestras confrontaciones armadas a lo largo de tantos años, apenas si nos ha dejado una tenue voluntad para imaginarnos un destino que no sea violento para nuestra nación. Si «el pasado no pasa» es porque la guerra no termina, advirtió hace casi veinte años el historiador Gonzalo Sánchez. Con todo, tenía razón cuando nos prevenía de construir un relato común a nuestros proyectos de nación dominados solamente por la narrativa guerrera y nos alertaba acerca de los ambiguos peligros de un culto a la memoria, pues en vez de cumplir una función liberadora puede producir efectos paralizantes. Los documentalistas interesados en la memoria, es decir, los productores de imágenes y discursos sobre el pasado, no estamos exentos de caer en esa pulsión de escarbar en las heridas de nuestros odios fratricidas, incapaces de distinguir entre lo memorable y lo que merece olvidarse.

Abatido por los estragos del holocausto propiciado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, Walter Benjamin prescribía: «Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ´tal como verdaderamente fue´. Significa apoderarse de un recuerdo tal como este relumbra en un instante de peligro». En estos instantes de peligro en que vivimos reiterada y cotidianamente por causa de los conflictos armados no resueltos en Colombia, me apodero de un recuerdo ajeno y lejano que evoca un episodio de la guerra civil mencionada al inicio de este ensayo: la batalla de Palonegro ocurrida en mayo de 1900 que selló el fin de la contienda. La escritura hiperbólica de la historiografía patria la ha caracterizado como la más cruenta, brutal y sangrienta de todas, la más copiosa en número de muertos del siglo XIX. Interesado en la relación entre imagen visual y escritura historiográfica me pregunto: ¿Qué vio —o recordó haber visto— el general Uribe Uribe, protagonista de primera línea en la batalla citada? Quizás una combinación de imágenes sonoras y visuales que fueron descritas por los historiadores Villegas y Yunis así: «Un golpe, dos: a la derecha, a la izquierda y los machetes suben y bajan quebrando huesos, con ruido sordo, metálico”» Quienes empuñan esos machetes «con valor, odio y falta de maestría» son campesinos de a pie que cargan con todo el peso de la guerra civil. Las columnas enemigas, «al paso de esos soldados enrojecidos por el sol, se doblan con la facilidad y rapidez con que se doblan las espigas en la siega bajo el filo cortante de la hoz». Quince días combatiendo cuerpo a cuerpo. «Quince interminables días de matanza en una tierra árida y reseca. Los cadáveres se van amontonando, la putrefacción envenena el aire. No hay tiempo para recoger heridos ni para enterrar los muertos. Unos y otros confundidos en medio del hedor que enrarece el aire.» 

Es significativo que el sentido que se impone en el recuerdo de los sobrevivientes sea el olfato. Para Lucas Caballero, otro protagonista de esta guerra, pero ausente de la batalla —quien pudo haber muerto en el combate, pero lo salvó el estar lejos tras haber sido atacado por la fiebre amarilla—, la batalla fue descomunal: «Las vidas las derrochaban los combatientes sin cuidarse del instinto. (…)  Tan dominante e intensa era la fetidez de la atmósfera, por los incontables cadáveres en putrefacción, que persistió por semanas seguidas en las mucosas nasales de los sobrevivientes.»

A falta de registros fotográficos del acontecimiento, solo quedan imágenes de algunos combatientes de bando y bando en vísperas de la batalla. Sus poses para los retratos no delatan asombro, miedo u odio; son cuerpos estáticos cuyas miradas apáticas a la cámara no prefiguran sus muertes por venir. Las pocas imágenes que existen como evidencia son posteriores al desastre.

Loma de los muertos, Palo Negro 1
Amalia Ramírez de Ordoñez 1900. Propiedad de Rita de Agudelo
(En Historia de la fotografía en Colombia, 1983) 

¿A qué nos obliga esta imagen que, al parecer, no oculta nada? Más allá de la obviedad de esos cráneos fervorosamente amontonados a la manera de un monumento —elocuentes indicios de utilidad historiográfica—, ¿podrá, como cualquier otra imagen, precipitar un recuerdo, por leve que sea? ¿Podrá ofrecer una «experiencia y un aprendizaje»? ¿Podrá desencadenar una postura moral, una rabia digna, una identificación sensible, no solo intelectual? ¿Podrá construir una verdad, así sea recreada en la imaginación?

Los cuerpos de los campesinos combatientes masacrados quedaron reducidos a un montón de cráneos anónimos, que nos miran de frente desde sus cuencas vacías. En su apariencia uniforme, esos restos óseos han perdido toda singularidad y, más grave aún, todo vínculo genealógico. Frente a la ausencia de cuerpos, ¿cómo pudieron hacer el duelo sus madres? No hubo cortejo fúnebre, al menos para acompañar los despojos humanos y ver sus rostros o sus gestos-fantasmas de sufrimiento y delirante agonía. No hubo espectáculo del dolor; en fin, no hubo lágrimas ni miradas de las miradas de los muertos cuyos ojos nadie cerró. 

¿Realmente nos conmueve esta imagen o tenemos que suplantarla por la palabra de testigos e historiadores que describen sensaciones, olores y estrépitos, alimentando nuestro pensamiento? Se ha dicho que la labor de los documentalistas que han mostrado los conflictos y sus efectos en incontables lugares y tiempos son como fabricantes de espejos que tienen el poder de exorcizar el horror. La sugerente comparación nos recuerda el mito de Medusa, según el cual el horror real causa impotencia y parálisis, pero reflejado o reconstruido como imagen es fuente de conocimiento y de acción. En otro sentido, ver el mundo a través de esas imágenes desvanece la experiencia traumática o la conmoción interior de los espectadores.   

En una de sus tesis más citadas, Walter Benjamin recomendaba «tomar la historia a contrapelo». Consideraba que el historiador debía peinar en sentido contrario el pelo demasiado lustroso de la Historia. Era una invitación a mirar la historia de los vencidos, de los subalternos, y no la historia hegemónica de los héroes ilustres. Practicar una contra-información también llevaba aparejado imaginar y propender por una transformación radical de la historia social vivida por él, es decir, del estado de cosas dominado por el fascismo. 

La Guerra Civil de los Mil Días, como cualquier otra, es una catástrofe de muertes provocadas por disputas políticas. Lo peor es que a esa primera catástrofe se suma otra que es, como he dicho, la imposibilidad del duelo y, a esa, otra que es la desaparición del recuerdo individual y colectivo en que se consuma el «olvido que seremos». Y, para rematar, revelar la cara oculta de las cosas sin ayuda de imágenes sería una empresa vana o, por lo menos, insuficiente. No habría luciérnagas que destellen en la oscuridad y nos revelen fugazmente el mundo. Extiendo estas reflexiones sobre la catástrofe de las guerras a otra catástrofe: la invisibilización de las memorias sociales, causada por la desaparición, el secuestro y/o la conversión de los archivos de imágenes en archivos muertos, en cuencas vacías 2.

La tarea bienintencionada de rastrear las memorias, sean individuales, familiares o colectivas, nos ha llevado a una fiebre de archivo. Buscamos afanosamente imágenes sobrevivientes y cada hallazgo se convierte en un trofeo que nos invita a repensar continuamente las relaciones que establecemos narrativamente con lo real, las palabras y las imágenes. Independientemente de que puedan ilustrar, servir de prueba o simplemente de juego estético con las representaciones de lo que fue, es evidente que las imágenes del pasado nos conciernen, nos impactan y activan curiosidades, intereses intelectuales y heridas irremediables. Sean cuales sean los efectos que perturban nuestra subjetividad, nos duele que las imágenes desaparezcan, se pierdan o se destruyan. Es cierto que cada vez hay más acciones privadas, comunitarias e institucionales que han convertido el furor por el archivo en un imperativo no solo técnico de conservación, sino político y ético. Y es posible también que, en contravía, el exceso de registros convertidos en archivos sature la memoria y terminemos hastiados de la reiteración desmedida de las representaciones de los acontecimientos. A este olvido autoimpuesto se agrega la operación de consignación institucional de los materiales de la memoria que Derrida, apoyado en la noción freudiana de pulsión de muerte, llamó «mal de archivo»: la custodia, el secreto, la borradura y el control de la interpretación de los acervos actúan para destruir por dentro el archivo. 

La gestión para acceder a archivos públicos y privados conlleva reflexiones que van más allá de poder «leer» el documento y pasan por su materialidad, por los discursos alrededor de su preservación y custodia, por su propiedad, por las instituciones y las agendas académicas que se ocupan de ellos. La primera inquietud de quien investiga si hay imágenes y dónde reposan no es el solo deseo de mirarlas, sino también de usarlas, de reapropiarlas. En algunos casos, saber de su existencia por fuentes secundarias estimula el deseo. ¿Qué se debe hacer para que podamos mirarlas, para que aparezcan? ¿Qué tiempos y experiencias contienen? ¿Qué inspiran? 

El procedimiento de buscar la cesión de las imágenes puede llevar también a un impulso de invertir el gesto y restituir las propias. Este asunto de la restitución está ligado a discusiones políticas y deontológicas que tienen una larga historia especialmente entre sociólogos y antropólogos que han hecho suya una agenda descolonizadora. Orlando Fals Borda, quien combatió a finales de la década de los ochenta del siglo pasado el colonialismo intelectual y propuso una ciencia propia a través de la investigación-acción-participativa, nos desafió con la consigna ética de la devolución sistemática, es decir, de entregar los resultados de las investigaciones sociales al seno de las comunidades que fueron objeto de estudio (y con ellas los registros y las obras audiovisuales que pudieran hacerse). Esto implica resolver problemas epistemológicos éticos y políticos, revisar permanentemente temas de derechos autorales, replantear el lugar del documentalista dado el quiebre de las nociones de voz, autoridad y autoría, y asignarle un valor comprometido a la práctica de la representación: ¿para qué y para quién hago lo que hago? 

La restitución, concebida como un don, un regalo para dar a ver, una generosidad que no espera nada a cambio, puede producir, al mismo tiempo, un choque inoportuno que enferma. Así lo plantea Derrida cuando nos recuerda la noción platónica de fármacon, una droga que es a la vez remedio y veneno. ¿Por qué veneno? Porque «la abundancia, la enormidad de lo restituido, envenena la vida o, en cualquier caso, la complica» (Didi-Huberman), pues nos obliga peligrosamente a volver a un pasado traumático o, en el mejor de los casos, a consumir nuestro tiempo en el acontecimiento disruptivo de su contemplación. 

Enfrentado a la organización archivística, siempre me ha parecido que las imágenes se resisten a lo que alguien ha llamado sin eufemismos «el procedimiento policial de identificación» y se abren en cada contemplación a una constelación infinita de significados que se hacen y se deshacen permanentemente. Este carácter fluido exacerba la polisemia e impide una clasificación universal. Sin embargo, sea cual sea su significado, las imágenes recuperadas ingresan a la categoría de «patrimonio audiovisual». Tal vez sea necesario y urgente adoptar una nueva palabra que reemplace la de patrimonio para significar lo que nos pertenece libremente, lo que es común a todos nosotros, renunciando conscientemente a la sujeción patriarcal de origen romano, del pater familias que administra los bienes familiares y los distribuye entre los hijos varones, y también a su asociación con la propiedad individual que formuló el Código Napoleónico y le dio el fundamento jurídico al liberalismo económico que nos rige en la actualidad. 

Además de la cuestión personal —es decir, afectiva— que subyace al impulso de restituir hay al menos tres motivaciones más que respaldan la pertinencia de un proyecto de inventario, conservación, preservación y devolución de los acervos privados: uno, la necesidad de que los registros sonoros y visuales propios, nacidos en distintos contextos de colaboración intercultural, vuelvan a los territorios que les dieron origen. Dos, el interés que todos tenemos de darle un valor de memoria a esos registros audiovisuales, reivindicando los derechos al recuerdo que son también derechos de vida, de justicia y de subjetividad. Y tres, el deseo de que las imágenes recopiladas transiten a otros universos para que cumplan funciones estéticas de creación artística y no solo de ilustración o prueba. 

Más de una vez los documentalistas nos hemos estrellado contra muros institucionales o de particulares que han convertido sus acervos en mercancías onerosas o en tesoros privados, ocultos de la vista pública. Entonces cabe la pregunta: ¿De quién son las imágenes? A contracorriente de los discursos legales que es donde naufraga todo acercamiento al tema, las posibilidades de respuesta son múltiples: del operador que obturó el aparato, del productor que lo contrató, de los sujetos que aparecen en las imágenes, del espectador, de la institución archivística que las posee y/o de todas las anteriores. Cada negativa para acceder a ellas, cada pago exagerado por su licenciamiento, me ha impulsado a defender un argumento radical: «Las imágenes son de quien las trabaja». Esta consigna provocadora, que juega con las viejas demandas de movimientos sociales inspirados en Emiliano Zapata, el líder campesino de la revolución mexicana a principios del siglo pasado —«la tierra es de quien la trabaja»—, proviene del título de un artículo de Jesse Lerner dedicado al cine reciclado en América Latina. 

Desaparecidas/resguardadas en anaqueles, vitrinas o bodegas, las imágenes no existen si no son vistas. Ampararlas no puede ser la razón más poderosa para ocultarlas. ¿Qué debemos hacer para que aparezcan? Aunque pueda parecer exagerada e injusta mi apreciación, las instituciones archivísticas que no tienen una decidida función de información y facilitación de consulta me recuerdan el ambiente enrarecido que se respira en los mausoleos y, por asociación fonética, en los museos. Adorno afirmaba en su ensayo sobre el Museo Valery-Proust que la expresión museal tiene un aire hostil, pues designa objetos condenados a muerte. Museo y mausoleo se comportan igual: son el lugar de la sepultura de obras de arte y de cuerpos. Por su parte, las imágenes, siguiendo este mismo razonamiento, deambulan como fantasmas en el recinto que las aprisiona. ¿Qué debemos hacer para que reaparezcan?  

De lo que se trata es de recuperar la potencia de esas representaciones que han sido separadas de la vida. Desde esta perspectiva son comprensibles e inspiradoras las audaces y reiteradas demandas de muchos pueblos indígenas para que les sean devueltas y/o repatriadas del extranjero las imágenes de ellos mismos y de sus antepasados que están en colecciones públicas y privadas. Conscientes de que las imágenes no son inofensivas, han exigido su regreso, pues en ellas están sus memorias, sus recuerdos y también la evidencia de cómo han sido distorsionados sus rostros y sus pensamientos.

Para que aparezcan las imágenes es necesario profanarlas, tal como lo propone Agamben en su elogio de la desacralización, para que dejen de ser indisponibles o alejadas de la vida/de la vista. Si ellas nacieron profanas y después fueron consagradas, es decir, separadas, secuestradas, es preciso romper esta lógica de la sacralización/archivación y devolverle al mundo la potencia que ellas tienen cuando son miradas y reusadas. Ya lo dijeron de otro modo Deleuze y Guattari: de lo que siempre se trata es de «liberar la vida allá donde esté cautiva o de intentarlo en un combate incierto». A la violencia de nuestras contiendas, a la violencia de ocultar nuestra memoria, debemos oponer imágenes capaces de renovar el pensamiento y la acción.

¿Podrá la imagen tomada en la Loma de los Muertos ser una huella potente con efectos catárticos en el presente o, al menos, ser una metáfora o una sinécdoque de todas las imágenes hechas o por venir de nuestras catástrofes bélicas? ¿Tendremos derecho a ellas? 

 

Autores citados

Adorno, Theodor. Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad. Ediciones Ariel, España,1962.

Agamben, Giorgio. Profanaciones. Adriana Hidalgo Editora, Argentina, 2005.

Benjamin, Walter. Tesis sobre el concepto de historia y otros ensayos. Alianza Editorial, 2021. 

Caballero, Lucas. Memorias de la Guerra de los Mil Días. Biblioteca Básica Colombiana, Instituto Colombiano de Cultura, 1980. Primera Edición, Editorial Águila Negra, Bogotá, 1939.

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. ¿Qué es la filosofía? Editorial Anagrama, España, 2001.

Derrida, Jacques. Mal de archivo una impresión freudiana. Edición digital Derrida en Castellano, 1994.

Derrida, Jacques, La diseminación. Editorial Fundamentos, 1975.

Didi-Huberman, Georges. “Devolver una imagen”, en  Pensar la imagen, Metales Pesados, 2020.

Lerner, Jesse. “La imagen es de quien la trabaja. Cine reciclado de América Latina”, en Ismo Ismo, Ismo. Cine experimental en América Latina (Jesse Lerner y Luciana Piazza, compiladores). Edición bilingüe, University of California Press, 2017.

Mora, Pablo. “Emancipar el archivo”, en (Re)mediaciones, vigencias y materialidades del archivo audiovisual, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2023. 

Sánchez, Gonzalo. Guerras, memoria e historia. La Carreta Editores, Medellín, 2006.

Serrano, Eduardo. Historia de la fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1983.

Villegas, Jorge y Yunis, José. La guerra de los mil días. Carlos Valencia Editores, 1979.

1. El acervo visual del conflicto y la guerra en Colombia es extenso y está ligado al origen mismo de la fotografía, si pensamos en el daguerrotipo de Luis García Hevia en 1862 cubriendo las ruinas de la iglesia de San Agustín en Bogotá, después de la batalla que lleva su nombre. Para el caso que nos ocupa, Eduardo Serrano menciona la existencia de otra fotografía de encuadre similar a la que tomó Amalia Ramírez de Ordoñez. El episodio atrajo la atención artística de Marco Tobón Mejía, quien pintó la batalla en 1903, y de José Alejandro Restrepo, quien, basado en el registro fotográfico de Ramírez, realizó en 1992 una serie de grabados para su obra América Equinoxial. -volver-

2.  Una ampliación de las reflexiones que siguen se encuentra en mi artículo “Emancipar el archivo”, en (Re)mediaciones, vigencias y materialidades del archivo audiovisual, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2023. -volver-