Un testimonio narrado en primera persona sobre el terror de la guerra y su forma de enfrentarlo para evitar el naufragio de una comunidad.

Para hablar de mi trabajo como comunicador en el Cauca tengo que remitirme a lo colectivo y hablar desde la unidad, a lo que nos ha permitido avanzar como pueblos indígenas con una mirada propia y comunitaria. Me remito entonces a la experiencia que me condujo al arte, la comunicación y el cine.

Mi vida ha pasado por momentos trascendentales, marcados por el conflicto armado, que siempre ha estado presente en los territorios y que ha influido en las vidas y los sueños de todos los que hemos crecido allí y que lamentablemente nos sigue arrebatando la tranquilidad, la misma que me arrebataron cuando era niño, un 25 de mayo de 2004, la noche en que siete personas armadas nos llenaron la casa materna a tiros y nos dieron tres días para salir del territorio, no sin antes matar a mi abuela Germina, la sabedora espiritual, la mayora, para algunos la bruja, pero para mí la raíz, la que me enseñó a mascar coca, la que me enseñaba en nasa yuwe (lengua indígena del pueblo nasa).

Por los acontecimientos mencionados tuve que salir del territorio, dejé atrás la montaña, a mi familia y a la comunidad. En ese momento no asimilaba lo que era ser un desplazado más de este país. Por mi mente sólo pasaban las imágenes de mi abuela esa noche que la asesinaron y una pregunta que aún me hago: ¿por qué la mataron? Para no alargarme tanto les digo que todo cambió entonces para mí. Me tocó vivir en un pueblo donde no conocía a nadie, donde era discriminado por mi color de piel y por mi hablado chontal; donde tuve que aprender a sobrevivir y adaptarme, pues volver no era una opción. La guerra en el territorio de Suárez y el Norte del Cauca estaba cada vez peor. El paramilitarismo acechaba y los enfrentamientos constantes llenaban de preocupación a mis padres. Entonces decidimos seguir sobreviviendo en el pueblo de Piendamó, donde estudié mi primaria y, posteriormente, en Popayán, donde culminé mis estudios.

Cuando llegué a la UAIIN (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA INDÍGENA INTERCULTURAL) y empecé a estudiar comunicación, fue como reencontrarme con lo que me arebataron en el 2004. Volví a la comunidad a escuchar a los mayores y a caminar con los compañeros y compañeras. Me reencontré con las palabras de mi abuela sobre la lucha, nuestra historia y el compartir. Empecé a conocer y a vincularme al proceso de comunicación y, al mismo tiempo, a la comunidad.

La experiencia y las andanzas que realicé en territorios como Tierradentro, Toribío, Caldono y Cerro Tijeras, y el compartir con la comunidad, influyeron en el camino de reencontrarme con mi pueblo y, sobre todo, de comprender y hacer práctica la comunicación propia. 

Hacer parte de los procesos de comunicación comunitaria en el Cauca nos pone retos y enseñanzas constantes, que tienen que ver en primer lugar con priorizar las vivencias y tradiciones que nos permiten pervivir como pueblos indígenas y, en segundo lugar, entender la importancia y la necesidad de los medios apropiados para visibilizar nuestros procesos de lucha, así como también para decirle a la sociedad que seguimos aquí, que seguimos resistiendo y que tenemos el derecho de contar nuestras historias. 

En este camino también empecé a cantar mi realidad, la de la comunidad y la del territorio. La música fue una estrategia para contar lo que vive mi pueblo nasa y para resaltar la fuerza de la comunidad y de las personas conscientes que no se rinden ni se doblegan ante el abuso y las injusticias. 

Desafortunadamente, los comunicadores en el Cauca estamos expuestos a la violencia que acecha a nuestra región y no tenemos garantías para desarrollar nuestra labor. Esto nos ha costado la vida de algunos compañeros y compañeras que en cumplimiento de su trabajo fueron asesinados. Tal es el caso del ataque armado del 4 de junio de 2021, del que fuimos víctimas dos comunicadores del Tejido de Comunicación de la Cxhab Wala Kiwe – ACIN, en el que murió Beatriz Cano, hermana y compañera de esta lucha. Yo recibí tres balazos y estuve a punto de perder la vida, pero, como se suele decir, siempre hay una esperanza, una luz, una razón para vivir. Y cuando pensaba que todo había terminado nació mi hija Libertad. Tras el atentado me exilié en Cataluña con mi familia. Allí tuve la posibilidad de conocer otras experiencias, no sólo en torno a los procesos de lucha de las comunidades migrantes, sino también alrededor de la comunicación alternativa.

Finalmente retornamos al territorio y hoy en día recorro con ellos, con mi familia, el camino de la comunicación y del compartir. Son ellos los que me hacen creer que luchar siempre vale la pena, algo que se hace con las familias, con la comunidad y en el territorio. Una idea con la que seguiremos trabajando hasta que las circunstancias y la vida nos lo permitan.