Solo la realidad puede ser, o ser vista, de manera nueva.
Si un director tiene una idea nueva de la realidad,
dirá en sus films cosas nuevas.

Pier Paolo Pasolini

Veinte años después de la masacre de Bahía Portete, la productora Los Niños Films se arriesga, con sensibilidad y tacto, a escudriñar en las evocaciones de un acontecimiento atroz. No es menester en la película explicar todo lo sucedido o comunicar con detalle la violencia que como una mancha se ha esparcido por todo el territorio colombiano. Algunas referencias que brinda la película y algo de curiosidad bastan para que el espectador, después de vivir la experiencia de Carropasajero, intente desentramar el ensueño que vio y se entere de que el 18 de abril de 2004 un grupo paramilitar perpetuó la masacre de Portete llegando a la Alta Guajira en cinco camionetas y una moto, generando el desplazamiento forzado de más de 600 indígenas wayuu después de asesinar, incendiar hogares y profanar el cementerio de la comunidad. Sin embargo, Carropasajero no ilumina la oscuridad enfocándose en los hechos: estos ahora son vestigios de otro tiempo que ha dejado huellas que palpitan en un eterno presente. La película no nos habla de la masacre, navega entre parajes desérticos, sirviéndose de imágenes hipnóticas que entretejen memorias, metáforas y sueños, cargando una nostalgia que anida en múltiples preguntas sin respuestas.

Para los Wayuu, la muerte no es el final, es una etapa de la vida, está ligada a una profundidad que permite un recorrido hacia un territorio espiritual que hace parte del territorio en donde han vivido por años. Por eso, si hay algo que prima en Carropasajero, es la importancia del horizonte que se torna difuso y un constante movimiento del aire inmanente al desierto. El territorio y la conexión con este se hace vital y necesaria. Tanto el suelo cuarteado del desierto, como el viento que viaja sin medir distancias, contienen mensajes que demandan tiempo y atención para ser escuchados.

Al llegar a su destino, una mujer con los ojos cerrados y apoyada al muro de una vivienda destrozada, pronuncia palabras propias de una invocación que hilvana la ausencia con la redención por medio de un nuevo arraigo: “Siento que me desperté después de sentirme perdida. ¿Qué pasará? Ahora he llegado aquí, un día me dejaste en esta tierra para quedarme aquí. Yo sé que soy de esta tierra llamada Portete.” De esta forma, la travesía que llevó a un grupo de personas a atravesar el desierto de la Guajira en una camioneta, logra difuminar el pasado y el presente, la angustia que genera una partida sin razón se conecta con el incesante movimiento en la vida. El desarraigo es algo tan problemático como doloroso. Volver es una tarea impostergable.

 ¿Cómo acercarnos cinematográficamente a una realidad perturbadora? ¿Qué implica entender la realidad mediante coordenadas que superen el simple registro? Carropasajero, de César Jaimes y Juan Pablo Polanco, se propone abordar estas preguntas lidiando con el dolor, la ausencia y el destierro, sin profundizar en la llaga que generan, abrazando con prudencia los turbulentos sentimientos que, aún con el paso del tiempo, son difíciles de encarar. 

Como si Pedro Páramo volviera a Comala, asistimos al viaje de un grupo de personas en donde los vivos lidian con la muerte para dialogar con ella, para conjurar la ausencia, para volver a su tierra tratando de redimir aquello que han perdido a la fuerza. En este viaje la cadencia de las imágenes y las ruinas de un porvenir truncado nos dan la información necesaria para entender la dimensión del luto y el dolor. Los rostros en constante congoja brindan el estado anímico de la pérdida. Las heridas reverberaran en el silencio. Palabras pronunciadas rememoran historias de un pasado que no volverá, mientras el viento agreste y la tierra árida calibrarán la dimensión de la travesía.

En este tránsito, las manos, sus surcos y movimientos son vitales para señalar la necesidad de sostenerse. Antes de poder ver cuerpos o rostros, vemos manos que se sostienen de varillas para soportar un recorrido en un camión desvencijado, manos que se agarran de otras manos para soportar el trayecto, manos que cubren un rostro porque no asimilan la

pérdida. Aunque no sabemos para dónde vamos, una voz en off, acompañada por susurros, nos dice: “Te haré recordar nuestra vida que ya olvidaste”. En este punto, descubrimos que este viaje no es solamente de las personas que están en el camión: la película fue hecha para que juntos batallemos contra el olvido. Intuimos que el recorrido es largo, que se dilata el movimiento necesario para llegar a algún destino, pero al final no hay punto al que se llega, ni lugar del que se parte. Si hay un inicio y un fin, no lo determina lo que se cuenta, sino la duración de la película. El final es un nuevo comienzo y el comienzo es el resultado de un final. Por eso los recuerdos renacen en la oscuridad y sobreviven a la luz del día. La vida está tan conectada con la muerte como la luz con la oscuridad. De esta forma la noche y el día se alternan conectándose como un solo círculo eterno en el que la narración se hace un ensueño.