Las castañuelas de Notre Dame (2001)

 

“No puedo ir a Bogotá, estoy muy mal”.  

Su voz sonaba desesperada. Enmudecí. No supe qué responder. La comunicación se interrumpió. Quizás Jairo sintió vergüenza y colgó. Los preparativos para el rodaje en Colombia estaban listos y el contrato firmado. Que el personaje desistiera a último minuto de cumplir con un compromiso madurado durante años echaba todo al traste y traería consecuencias jurídicas insospechadas. Cuando traté de llamarlo de nuevo, Marcela Manrique me detuvo con su instinto de productora: “Es mejor que te vayas a París y arregles el problema”.

Antes de presentarme en la oficina de Yves Janneau, mi co-productor en Pathé docs, fui a la Catedral de Notre Dame a encarar al sacristán. La portera me contó, como un secreto, que Jairo estaba en licencia médica. Lo llamé a su casa. No respondió.  Le dejé un mensaje en el contestador: “Jairo, vine a París con el único propósito de hablar contigo, llámame, por favor”.  A la mañana siguiente encontré su respuesta. Me citaba en el salón de té del BHV a las cuatro de la tarde  y me rogaba que no fuera a contarle nada a nadie.

Sentados en un rincón del salón del cuarto piso del grand magazin, rodeados de viejas francesas que cuchicheaban frente a sus pocillos de porcelana, el sacristán de Notre Dame me contó entre lágrimas que desde su operación de la próstata sentía en las noches que el diablo lo perseguía. En mi afán por tranquilizarlo busqué explicaciones: es la soledad, la depresión post operatoria, la debilidad, es…  

“Creo que lo mejor es que busques el calor de la familia, los amigos, vamos a Colombia, allá estarás en calma”, le dije.

Las castañuelas de Notre Dame (2001)

 

No parecía convencido. De repente, recordé una frase que me había dicho ocho años atrás, cuando le propuse que hiciéramos un documental sobre su vida y el periplo que lo llevó hasta la Catedral: “El sonido del órgano calma a la gente… Me gustaría dar un concierto de castañuelas acompañado con el órgano… sería lindo”.  

“Jairo”, le dije, “en Colombia la gente está muy agitada, necesitamos de tu ayuda. Vamos a Colombia. Te prometo que allá podrás dar ese concierto”.  

Seguramente pasaron por su mente imágenes de masacres, secuestros, ataques guerrilleros o paramilitares o, quizás, recuerdos de la violencia que precipitó la salida de su pueblo cincuenta años atrás o el matoneo y la discriminación a un muchacho que había decidido ser bailarín de flamenco en un país de machos furibundos. Me miró a los ojos. Sentí que en su rostro cambiaba algo. Una semana después volamos a Bogotá.

Seis meses después, en agosto de 2001, recién terminado en París el montaje de Las Castañuelas de Notre Dame, Ricardo Restrepo, presidente de Alados y director de la Muestra Internacional Documental MID (tres lustros más tarde se le agregaría la denominación “de Bogotá”, para ser como la conocemos hoy: MIDBO), me propuso telefónicamente que hiciéramos la première en la inauguración de la Muestra Internacional Documental programada para la sala del Museo Nacional en Bogotá. 

Antes de darle mi aprobación, recordé que tres años antes Emilio Alcalde, realizador cubano, gestor de la muestra “Pensar lo real”,  me había preguntado si yo tenía una copia en buen estado de La arepa, uno de los capítulos de “Colombia Elemental”, para proyectarla en el MAMBO dentro de la selección de documentales colombianos programadas por la Dirección de Comunicaciones –donde él trabajaba- del recién creado Ministerio de Cultura.

La arepa (1992)

 

La película pasaría en paralelo a las conferencias de los directores invitados: Frederick Weiseman, Patricio Guzmán, Juan Carlos Rulfo, Iván Sanjinés, entre otras bestias sagradas de nuestro oficio. Valoré que esa pieza de 26 minutos, grabada en formato ¾ U-matic y producida bajo las premisas televisivas de la época -tres días de rodaje y tres días de edición análoga-, fuese tenida en cuenta. Pero también sabía que tras ese cortometraje documental se escondía un esfuerzo por sobrevivir como cineasta, una investigación de años que me permitió condensar su contenido, experimentar con la forma y burlarme de los formatos talking heads predominantes en la tele. Al recurrir a la metáfora con objetos/símbolos cotidianos, profundizando en el uso y múltiples significados de las cosas simples, buscaba visibilizar nuestras pulsiones, profundizar en lo esencial de un país donde era difícil detectarlo debido a la bruma que generaban sus innumerables problemas. Era como agregar una dosis de cizaña y humor, no solo contra la influencia de los titulares de prensa, que tanto determinaban la selección de los temas sobre Colombia internacionalmente, sino contra los formatos estandarizados, institucionales, que dominaban la programación de nuestros canales. 

Quienes nos reconocíamos como cineastas en la década de los noventa padecimos los efectos de la ausencia de estructuras y apoyos oficiales para producir.  Focine había muerto, no había incentivos tributarios para la producción ni había llegado la revolución digital que permitiera contar con equipos a bajo costo para filmar. La única forma de contrarrestar el silencio de las imágenes era adoptar el video destinado a los espacios que Mincultura en Inravisión, Audiovisuales en el canal A y UNO, y los canales regionales ponían a nuestra disposición,  en el formato que utilizaran, tratando de  imprimirle un sello cinematográfico a nuestras imágenes. Por fortuna contábamos con la complicidad de algunos de sus dirigentes.  

“Sí, tengo una copia en buen estado”,  le respondí a Emilio. 

Conociendo los riesgos que significaba almacenar los casetes máster en una institución que cambiaba de funcionarios o de lugar con cada administración, había adquirido la costumbre cautelosa de hacer una copia de todos mis trabajos. Recordé también que en 1999, en vista del éxito del evento, se había decidido convertir La Muestra en un festival anual. En esa edición, “Colombia Horizontal” fue proyectada en la Biblioteca Nacional. Era un largometraje grabado en Betacam, mi primera producción editada con un programa digital, que reunía los cinco capítulos –la cama, la hamaca, la estera, la acera y el ataúd– de una serie ganadora de una convocatoria organizada por Colcultura, entidad antecesora del Ministerio de Cultura, al final de su existencia. Darle esa forma integral me dio la oportunidad de trabajar los tiempos, ampliar los espacios, salir del cinturón de fuerza al que nos amarraba la televisión y recuperar la libertad añorada del cine, pero también de utilizar la metáfora para profundizar en cuestiones que azotaban al país como el desplazamiento y la pérdida del lecho, la omnipresencia de los ataúdes que nos regalaba el conflicto. El rumbo del país le agregó a mi voluntad de humor su dosis de tragedia y La Muestra, en su afán por promover la interacción entre nuestras producciones y lo que nos llegaba del mundo exterior,  valoró la decisión de presentarla como una sola pieza. La ambición narrativa era también una actitud que La Muestra promovía.

Colombia horizontal (1998)

 

En la versión de 2000, Alados asumió el protagonismo. Ya no sería Patricio Guzmán, el  director chileno radicado en París, quien había ejercido el cargo en 1999, el curador de la programación. Cuando se le entregó a la Corporación la responsabilidad de organizar el evento, el gremio consideró que localmente estábamos preparados para tomar las decisiones sobre lo que queríamos ver en las pantallas y escuchar en los espacios académicos;  era la oportunidad para que los documentalistas colombianos estableciéramos  lazos directos con otros festivales, el contacto personal con los directores y productores  que invitaríamos y el diseño del contenido de la Muestra. Alados lanzó una convocatoria. El jurado seleccionó Colombia con sentido y La canoa de la vida, en las que continuaba mi investigación de país con propuestas formales  diferentes.

En Colombia con sentido, retomando los rushes de siete documentales que había realizado por encargo entre 1996 y 1998 sobre CREA -la Expedición a la cultura colombiana-  hice el montaje de un largometraje musical, de autor, experimental, donde las tensiones sensoriales eran el eje de un relato que visibilizaba las tensiones gestuales de un país en escena.  Jugando con el tiempo, las texturas, la paleta de trucos que ofrecían las consolas de video en una época en que el videoclip estaba de moda, exploré el uso de los sentidos occidentales como  la vista, el oído, el tacto, el olor, el gusto, agregándole otros como el sentido del tiempo y del espacio, del color y del ritmo con una pizca de condimentos  políticos. Osé ampliar el catálogo de los sentidos cuando me enteré de que para algunas comunidades indígenas el listado era más extenso. Con esa película “estetizante”, en una época dominada por el desplazamiento interno con sus consecuencias catastróficas para la cultura, pensando que guardaríamos memoria de cantos y danzas de nuestro amenazado patrimonio cultural,  cerraba la trilogía coral sobre la diversidad colombiana.

Colombia con-sentido (2000)

 

En La canoa de la vida navegaba por el río Atrato descubriendo la vida de las comunidades de su cuenca media a través de un documental con carácter etnográfico más clásico, con tono de cine directo. Los habitantes de la región moldearon el relato, propusieron las prioridades narrativas y justificaron ante los poderes económicos del mundo, alarmados por los efectos del cambio climático, cómo sus prácticas respetuosas hacia la naturaleza les daba el derecho a ser considerados productores de oxígeno y a solicitar ayudas económicas para preservar sus territorios colectivos. Lo que en un principio se hubiese podido considerar un producto pedagógico, tomó un giro inesperado ante la cruda realidad: durante el rodaje, marcado por las tensiones provocadas por la presencia y el acecho de guerrilleros y paramilitares en los ríos y en la selva, en caseríos y  estribaciones montañosas, se atravesó en directo el fraude en las elecciones para la  alcaldía de Beté, hoy municipio del Atrato Medio.  El documental quedó destinado a cumplir otros propósitos de memoria, pues las propuestas del tratado de Kyoto, apoyado por Bill Clinton,  para financiar comunidades productoras de oxígeno, se fueron a pique por la elección de George Bush a la presidencia de Estados Unidos y por el consabido retroceso en la lucha contra el calentamiento global. 

Haciendo el balance, al ritmo en que la Muestra Internacional Documental se consolidaba, mis realizaciones y las de muchos colegas que luchábamos por privilegiar el cine de no ficción habían encontrado un nicho que las acogía, las valoraba, las confrontaba con producciones provenientes de todo el mundo. Por fin contábamos en Colombia con un festival especializado en el que el cine documental sería considerado con respeto, sin caer en la tentación de  los reflectores, la carpeta roja y la fascinación por el star system. El panorama  audiovisual, gracias a la MID, contaba con un espacio permanente de reflexión, de formación de públicos comprometidos con lo real, con una ventana de difusión diferente a la televisiva.  En una época en la que no existían plataformas, podíamos ver una selección de películas de todo el mundo que no llegaban a nuestras salas ni televisores, asistir a eventos académicos sobre temas diversos del oficio tratados con profundidad por protagonistas de la profesión. Se abrió la posibilidad de exponer presencialmente nuestros proyectos a productores invitados, como fue el caso de Las castañuelas de Notre Dame, que luego de presentarse en el primer pitch público que se hizo en Colombia, encontró un coproductor francés que ayudó a convertirla en película. 

Tenía todas las razones para responder ¡SÍ! a la invitación de Ricardo Restrepo. No lo dudé. Con orgullo sacrificaba la posibilidad  de lanzar mi documental  en otros festivales europeos de gran reputación, que exigían la exclusividad del estreno, pero tenía claro que Las Castañuelas de Notre Dame estaban predestinadas a pasar su bautizo de fuego en mi país, que el concierto del órgano con las castañuelas de Jairo contaba con el  espacio apropiado para cumplir su función múltiple en el país de las mentes agitadas. 

  1. Mi relación con la MIDBO ha continuado por años. El corazón la  inauguró en 2006 y Beatriz González ¿por qué llora si ya reí? en 2009. Y como para qué de arte de qué y La tragedia: entre telones fueron programadas en otras ediciones. Participé en muchas oportunidades en la selección y tuve la intención de ser su director.  Hoy, 25 años después de su fundación, es un placer reconstruir una visión de sus primeros pasos desde la óptica, como diría Víctor Hugo, de una de las abejas que ha puesto su gota de miel en la colmena. Larga vida a la MIDBO.

Bogotá,  mayo de 2023.