“Para cantar, primero hay que abrir la boca.”
Trópico de Cáncer, Henry Miller
El amigo ideal de un/a cineasta es el festival. En él logra, por fin, mostrar el resultado de un trabajo colectivo, intenso y de muy largo aliento, que se hizo sin saber las condiciones de su exhibición. Son tan pocos los proyectos audiovisuales que logran el apoyo de una cadena de televisión, de una plataforma o de un distribuidor de cine desde el inicio, que la gran mayoría se hacen confiando en que de alguna manera llegarán al público. Pero estos caminos son cada vez más estrechos y difíciles, aún más cuando se trata del documental.
El trabajo directo con la realidad obliga a visualizar las múltiples fallas de un sistema social que hace todo para ocultarlas. Estas fallas no son problema para la/el cineasta. Para ella/él son resquicios que esconden una fuerza vital, motor de sus relatos. En contraste, para el sistema económico que controla la mayoría de redes de exhibición, esta posición crítica del cineasta y el resultado siempre particular e inesperado de su trabajo, son percibidos como obstáculos para su exhibición comercial. Según esta lógica, el público busca lo usual, lo esperado. No quiere nada que lo cuestione o que le implique algún trabajo.
El documental cuestiona directamente un mercado cultural que cada vez se quiere más plano y homogéneo, un mercado que gira, como todos los demás, sobre el principio invisible de la expropiación: expropiación de la fuerza creativa del director, expropiación de la apuesta colectiva y afectiva de todos los participantes en un proyecto que se hace, sobre todo, por un compromiso y un afecto imposibles de cuantificar y, finalmente, expropiación del imaginario particular de cada espectador. Es la ley del mínimo común denominador.
Pero las fallas que visualiza el documental son el relieve de nuestras vidas. La dificultad filmada permite sentir y observar nuestra infinita capacidad para trascender. El documental es un flujo de vida en el que, gracias al comportamiento de alguien distinto, vemos nuestras propias vidas. Por eso el público lo aprecia. Cuando lo puede ver.
Paradójicamente, muchos festivales de renombre incluyen cada vez más documentales en su selección principal, llevándose incluso sus premios más importantes. Tanto que una gran parte de la escritura de ficción reciente teje sus hilos narrativos, usualmente figuras muy geométricas y cerradas, de manera más libre y abierta, inspirándose claramente del relato documental.
Aun así, pocas apuestas documentales son rentables. Ningún fondo privado apoya financieramente un proyecto documental profundo y honesto, porque siempre terminará surcando las tierras homogéneas del mercado, dañando su verde superficie artificial. El buen documental siempre será molesto.
Conozco algunos cineastas capaces de abordar de frente este problema con algo de esquizofrenia. Algunos camuflan o esconden lo que realmente quieren para lograr financiarse por actores privados, dueños de la mayoría de circuitos de exhibición. Otros, muy pocos, logran construirse un aura de autores referentes, resumiendo sus proyectos en frases cortas y estudiadas como si fueran sus propios agentes comerciales. Se trata, en suma, de crear una ilusión que asegure al inversor y exhibidor. A ello se resume la mayoría de las sesiones de pitch de los festivales. La/el cineasta se juega la vida de su proyecto en una prestación escénica sobre una tarima para irradiar una personalidad magnética.
Por eso la gran mayoría de directores terminan por marginarse a la fuerza de este trato molesto y casi siempre infructuoso. Los grandes autores ya están muy confirmados para prestarse a este juego. Los jóvenes deben aceptarlo como si fuese privilegio.
Pero la realidad es que, finalmente, para financiar una película, documental o ficción, dependemos de los fondos públicos de cine. Lamentablemente, no son tan grandes como deberían. Pero, al menos, son lugares en los que imperan decisiones colegiales que muchas veces sustentan apuestas creativas y necesarias para la cinematografía de un país. El aspecto comercial es siempre secundario porque se sabe viciado.
Pero sabemos que la gran mayoría de películas documentales se hacen por fuera de todo fondo, público o privado. La/el cineasta se lanza por necesidad. Su único capital es la confianza y la entrega. Confianza del equipo que lo acompaña; entrega de quienes aceptan ser filmados, alterando totalmente su cotidiano.
Algunos, desde afuera, tildan esta actitud de irresponsable. Otros ni la entienden. Sólo quien siente la necesidad profunda de buscarle sentido a la vida, viviéndola como una experiencia real, sabe lo hermoso y único que es filmar la vida como una aventura sin filtros.
Por eso, cuando los astros se alinean y un festival decide seleccionar una película que le apuesta a la vida, se hace fiesta. Fiesta para el equipo que la hizo, fiesta para el público, quien agradecerá la entrega, la honestidad y la inconformidad. Lamentablemente esto no sucede todos los días. Aún más, los intereses económicos privados han creado una red de agentes que sirven de intermediarios/filtros, para calmar la euforia y, finalmente, intentan pasar la factura a los propios músicos.
Creo que hay una serie de elementos bastante problemáticos frente a los que deberíamos hacer un planteamiento colectivo.
Partiendo de la discrepancia que existe entre los fondos públicos de cine y la gestión privada de su exhibición, el rol que juegan los festivales debería ser más claro e, incluso, intentar invertir el desequilibrio.
Lamentablemente, creo que son cada vez más proclives a beneficiar a quienes menos trabajan directamente en la producción misma del cine. La razón es quizás obvia: los festivales también reciben la presión de agentes económicos de los que muchas veces dependen. En términos de su propia visibilidad esto explica que:
– No pueden escoger películas sin la certeza de que serán exhibidas a posteriori.
– No pueden poner en el mismo nivel películas que valen millones al lado de otras que se hicieron con las uñas.
– Buscan generar el máximo de interés mediático exhibiendo por primera vez películas que el mercado global espera, apoyándose en el glamour y la fama de sus actores de renombre en el caso de la ficción o en el aura magnética de la/el director que se ha construido en los propios festivales. Pareciera que las películas, antes incluso de hacerse, deberían crear también una estrategia mediática.
-No pueden cuestionar los grandes postulados culturales que cubren soterradamente una muy falsa homogeneidad cultural europea/estadounidense. Toda tradición cultural diversa debe ser explicada. Todo actuar debe ser psicologizado o resumido a grandes líneas identitarias. Poco o ningún espacio debe atribuirse a un conflicto político…
Hoy en día, muchas de las películas que tienen su primera exhibición en los festivales de renombre, son proyectadas casi inmediatamente en las salas comerciales de Europa. El público las ve de forma paralela al festival que, finalmente, no descubren nada nuevo.
En esta lógica, las pequeñas películas tienen poco espacio para existir. Su acceso al público se hace cada vez más complicado. Quisiera enumerar algunos de estos aspectos:
El primero es algo reciente. La práctica de los festivales estadounidenses de pagar para que las películas sean consideradas para la selección se ha hecho mundial. Hoy en día pocos festivales son gratuitos. Esto implica un gasto consecuente que muchas veces corre por cuenta del autor que casi siempre es su propio productor. Además, privilegia forzosamente los festivales de más renombre en los que hay, por consiguiente, menos lugares y oportunidades pero a los que más se aplica. Es un gasto en el que hay que incurrir para poder “liberar” la película y después de un año de intentar los festivales “tipo A” pasar a mostrarla en festivales quizás menos importantes pero con más anclaje en el público “real” cinéfilo (y no de mercado).
La segunda dificultad es la instalación del duro juego de la “short-list”. Frecuentemente el festival se comunica con muchos de los directores/productores para que reserven la película. Este interés nunca es tan exclusivo como se piensa. Muchas más de las películas que se creen están a la espera (la “short-list” no es tan “short”) y se juega con la esperanza, la ansiedad y la frustración del director y su equipo. Aún sin ser mostrada, la mayoría de las personas implicadas en las películas short-listadas salen de este proceso heridas. En clara comparación con las demás, se sienten menos contundentes. Conozco personas que después de esta espera caen en una profunda depresión que los inmoviliza durante un tiempo.
La tercera dificultad consiste, paradójicamente, en el relativo éxito de una película. Si esta logra finalmente ser apreciada, una serie de vendedores o distribuidores se proponen para visibilizarla a nivel internacional. Los montos del intercambio son poco discutibles y claramente desequilibrados: cuentas de gastos de representación, gastos de técnicos “invisibles”, salarios, viajes, etc., vienen a restarse a las entradas. El destino de la película escapa de las manos del productor y director, tanto artística como financieramente. No puede mostrar su película libremente y a veces tiene que desplazarse para acompañar su obra sin ninguna consideración financiera.
La cuarta dificultad es que la película debe de aceptar, desde el inicio, una estrategia de visibilidad que cuenta muy poco con el territorio mismo desde el que se trabajó. Los espacios cercanos vienen a posicionarse al final del proceso. Y caen fuera de todo interés comercial. Son así difícilmente financiados.
Al espacio cercano de exhibición (que sea en términos de la distancia o de la proximidad cinéfila que hace realmente una comunidad mundial pero diversa) se le llama despectivamente “nicho”. Este, el lugar en el que la película se posicionaría “normalmente” es presentado como de poco interés ya que es el espacio al que la película accedería por fuera de todo este circuito de festivales e intermediarios.
Del otro lado, para hacer frente al espacio lejano, que desconoce todo de la película o su autor, se busca transformar la película en un par de líneas argumentativas atrayentes (muchas veces identitarias) para generar una campaña de impacto, un término que sirve hoy de punto de gravedad en la discusión sobre la difusión del documental.
Pero nicho o campaña de impacto son dos caras de la misma moneda. Con esta se trata de volver a lo usual, lo esperado, y, lamentablemente, lo prefabricado. Como si el público fuese una línea de demanda continua y claramente identificada. Como si el mercado existiese físicamente y las películas estuviesen sobre un tapete, expuestas por sus propios vendedores en una plaza tan grande que cualquier comprador aborrecería.
En últimas, lo que hoy en día se cuestiona es la confianza que tiene la/el cineasta en un proceso creativo incluyente desde el inicio con su público porque lo respeta y lo quiere activo. La/el cineasta sabe que su obra no está acabada. Cobra vida en el momento mismo de su visión/lectura. Y el espectador es participante.
Claramente, mostrar una película hoy en día es muy difícil. Gran parte de los circuitos de exhibición nos han sido expropiados.
Creo cada día más en el cineclub con el que me formé y que veo tenuemente reaparecer en distintos lugares. Significa la apropiación mundial, en muy pequeña escala de lo que queremos ver y mostrar. Cierto, sus capacidades económicas son diminutas, pero, al menos, son claras y nos pertenecen. Sobre todo, el encuentro con el público es directo. Cada película logra así su público.