A mediados de junio de 2023, cuando comenzaba a escribir este artículo, estuve en una clase del profesor argentino Jorge La Ferla sobre documental expandido y pudimos ver fragmentos de Desastres, la instalación de Marco Fusinato expuesta en la Bienal de Venecia de 2022; Laughin Aligator, de Juan Downey; 11 de Septiembre, de Cristina Aravena; fragmentos de Iluminados, de Robert Cruz; Las gentes de la Terrace, de Agnes Varda; Paisaje para una persona, de Florence Levi; Veladores, de Paz Encina. Regularmente profesores nacionales e internacionales invitados de la Maestría en Culturas Audiovisuales de la Universidad del Valle, que en el momento estoy dirigiendo, llegan con experiencias documentales abiertas a nuevas formas de visualizar en numerosos dispositivos, a cambios paradigmáticos en la producción, difusión y recepción de los documentales ( o a lo que podríamos considerar todavía como documental), como resultado del avance de las tecnologías que han reconfigurado indudablemente su presente y su futuro como práctica cultural. Durante la semana anterior habíamos tenido también la visita de Juana Suárez, directora del programa de Preservación y Archivo de imágenes en movimiento de NYU ( New York University), y en una breve visita al archivo audiovisual de la Universidad del Valle, vio el estado de deterioro de los cassettes de U-Matic originales de la serie de televisión Rostros y Rastros, grabados durante la década de los noventa, y de la fragilidad de otros materiales filmados en la Universidad del Valle con posterioridad a esas década, conservados en magnético y digital. En un mismo momento se nos revelaron fragmentos del documentalismo reciente más experimental y la lamentable desaparición de unos materiales, no solamente para la memoria histórica de la región, sino también, a riesgo de solipsismo, de mi memoria y de las señales de vida que he logrado registrar en estos años.
Fue un lastre que quedó para la escritura de este artículo. Fue inevitable rebobinar en el tiempo y pensar la escena del presente. De volver a mirar Ojo y vista peligra la vida del artista y otras películas de Luis Ospina, que están en la base de mi aprendizaje en mis primeros años como documentalista en el espacio Rostros y Rastros, que dirigí en sus comienzos; y añorar los años noventa, cuando el documental comienza a hacerse en video y para ser emitido por televisión, cambio tecnológico que permitió que al anterior grupo de realizadores en fílmico se uniera una cantidad considerable de jóvenes que provenían de Escuelas de Comunicación, de cine, o de estudios cercanos a las ciencias sociales y las humanidades; fueron los años de creación de Alados en Ecuador durante los días en los que con Diego García y Ricardo Restrepo asistíamos a un encuentro latinoamericano de documentalistas y recuerdo la conmoción que causó la noticia de la muerte de Robert Kramer mientras transcurría el encuentro. Era un momento de confluencias, de experimentos y de expansión de diversas prácticas del documental en Colombia en las televisiones regionales y en el canal público nacional a través del espacio La franja, de Colcultura; del surgimiento de un documentalismo vigoroso, de los primeros encuentros de la Muestra de Cine y Video Documental y de otros eventos a lo largo del país con la presencia de Frederick Wiseman, Patricio Guzmán, Nicolas Philibert, Albert Maysles, Carmen Castillo, Bárbara Yates, Anne Baudry, Yves Jeanneau, Claudine Bories, Patrice Chagnard, Yves de Peretti, entre otros.
Fotograma, El proyecto del diablo (1999)
En la revista Cuadernos de Cine número cinco de la Cinemateca Distrital, del año 2003, se celebra el impulso documental de los noventa a través de las posibilidades que ofrece al video, que significó su salvación y su fortuna, al permitir la incorporación a las prácticas documentales de un mayor número de personas interesadas en reflexionar audiovisualmente sobre lo que estaba sucediendo en el país y en las posibilidades de difusión de sus obras a través de las ventanas televisivas y de los festivales, así como por la apropiación que de esta herramienta narrativa y tecnológica se hizo por parte de comunidades afrocolombianas, raizales e indígenas, y de los jóvenes de los barrios populares y los combatientes de las zonas de conflicto. Visité de nuevo un texto que escribí para ese número, El documental colombiano en tiempos oscuros, en el que proyecté mis preocupaciones sobre la escalada de la guerra y la generalización de la violencia durante los primeros años de esa primera década aciaga del siglo XXI en Colombia, década desastrosa, en la que también se liquidó gran parte del documentalismo colombiano tras las disputas burocráticas que se dieron al interior de los organismos de televisión, así como por la reducción del presupuesto otorgado para estimular la creación al comienzo del gobierno de Andrés Pastrana, desencadenando la liquidación de las franjas de televisión creativa del Ministerio de Cultura ante los ojos impasibles de los documentalistas, que de manera inexplicable no participamos activamente en la defensa de estos espacios. Manifestaba en dicho texto que
Cuerpos frágiles (2010)
“La mayoría de los documentales que abordan directa o indirectamente el conflicto colombiano, hacen un alegato pacifista o denuncian la violencia en Colombia. Sin embargo, es posible detectar en ellos la polarización creciente y las diversas posiciones políticas y de clase que están presentes en el conflicto, pese a que se tiende a evitar una inclinación retórica con propósitos abiertamente didácticos o persuasivos”. Se empleaban en esos años de guerra, que coparon gran parte de la producción cultural colombiana, dispositivos tendenciosos que apelaban al ejemplo siguiendo modelos esquemáticos de estructuras de confrontación o de aprendizaje, basadas en un almacén de lugares comunes y de tópicos, de colecciones de frases y declaraciones ideológicas, que funcionaban “bajo el ropaje de diversas propuestas políticas, tanto en el reportaje como en el cine directo, en el documental en primera persona, en la historia de vida, en la confesión traumática o en la fragmentación estetizante de algunos collages audiovisuales, haciendo evidente cómo todas estas formas son funcionales para los más diversos propósitos”. Y sobre un fondo de insatisfacción por las visiones convencionales de la realidad o por el tipo de textos que se realizaban sobre ella, algunos documentalistas transitaron por una vía distinta al señalamiento dogmático o al consenso cínico e hicieron apuestas por la deconstrucción de los valores ideológicos enfrentados o a sus representaciones, al cuestionamiento de la carga ideológica que está contenida en la misma forma de los discursos hegemónicos o a la ideología profesional de quienes los elaboran.
Son estos los años también de reconfiguración de las imágenes en movimiento en el mundo global, por la aparición de las herramientas de comunicación actuales -computador, portátil, tablets, smartphones, internet- y por la ampliación del cine al museo y a las redes, que se tornan también lugares de contienda. Se amplía el horizonte de la teoría y de la producción documental en el mundo complejo que surge tras la caída de las Torres Gemelas y de las invasiones imperiales en Irak y Afganistán. La objetividad a ultranza del imaginario clásico del documental es cuestionada por otro movimiento, por una pulsión hacia lo real más profunda, que aludiría a “una serie de latencias internas de la imagen que no se expresan de forma manifiesta en los contenidos de la representación”, y el documental se expande hacia otras áreas sin dejar de conservar su interés por lo real, “hacia el sueño de lo real expresado inconscientemente por las imágenes; hijas bastardas de esa realidad que siempre se muestra renuente a manifestarse con claridad”. Aparecen numerosos dispositivos narrativos y tecnológicos en el audiovisual contemporáneo que imponen la revisión teórica de los parámetros que sustentaban el documental y la ficción. Desde las universidades, en las que se ha tenido la aspiración de tener prácticas audiovisuales tanto en la producción como en el estudio teórico, se asimila la necesidad de comprender los giros icónicos y textuales que se están teniendo en el documental y es así como surgen diplomados, especializaciones y maestrías que se adentran en los ámbitos de la discusión contemporánea no solamente en el documental o la ficción sino en la visualidad en general, con sus tradiciones pictóricas, fotográficas, cinematográficas, pero también en las relaciones de éstas con otras artes como el teatro, la danza, el diseño. En la Universidad del Valle la profesora Diana Cuéllar impulsa, a mediados de la primera década, la creación del Diplomado internacional en documental de creación, en el que tuvimos la posibilidad de tener la presencia en nuestras aulas de Antonio Weinrichter, Josep M. Catalá, Alain Berliner, Luis Ospina, Avi Mograbi, Isaki La Cuesta, Ramiro Arbeláez, Ricardo Iscar, Pablo Mora, Marta Andreu, José Luis Guerin, Catalina Villar, Gustavo Fernández, Gustavo Aprea, Paz Encina, Lourdes Portillo, Jaques Deschamps, Sergio Wolf, Jorge la Ferla, Cao Guimaraes, Mauricio Vélez y otros teóricos y cineastas que nos han compartido sus investigaciones y sus experiencias. Se realizaron también en todo el país importantes cursos, congresos y conferencias y un conjunto de actividades centrados en el estudio de las derivas del cine documental y los diversos enfoques conceptuales contemporáneos. De una especial importancia ha sido el seminario sobre el pensamiento de lo real organizado por ALADOS en la Muestra Internacional Documental de Bogotá (MIDBO).
Una tumba a cielo abierto (2018)
La aprobación de la ley de cine en 2002 trajo cambios muy importantes tanto en la producción de cine de ficción como de cine documental en Colombia. Después de más de una década se pudo tener de nuevo la posibilidad de activar la producción cinematográfica a todos los niveles y de tener financiaciones más amplias que las exiguas de los presupuestos televisivos, en momentos en los que aparecía una nueva generación de cineastas ( entre los que se cuentan Ciro Guerra, Oscar Ruiz Navia, Libia Estela Gómez, Rubén Mendoza, William Vega, César Acevedo) formados en las universidades públicas colombianas por profesores que provenían del cineclubismo, de los estudios cinematográficos y de la producción de ficciones y documentales durante los años 80 y 90. Con estos autores se potencian las narrativas de lo infradramático en la ficción y el documental ensayístico, como estaba sucediendo en otros lugares del continente; se proponen en la ficción algunas películas que aparentemente no tienen un argumento definido y que tienen un aire de familia con el cine directo; en el documental se potencia la subjetividad y la autobiografía; el pasado aparece de vuelta en los documentales de la memoria, del archivo y de la reescritura de la historia. Es una rica experiencia de producción audiovisual que continúa en momentos en los que se pacta la finalización del conflicto armado con la guerrilla de las Farc y se expanden las fronteras territoriales a una mirada de los documentalistas que pone énfasis en la rememoración, pero exhibiendo las dificultades para la reconstrucción del pasado y de una versión definitiva de los hechos. A través de diversas modalidades de evocación se hace evidente el carácter autorreflexivo de los relatos construidos, que ponen en cuestión el realismo documental. Estamos en un momento postpandemia, en el que se buscan los vestigios de los desastres de la guerra pasada y de la que continúa en el presente, al tiempo que surge una nueva generación de cineastas que cuestionan las acciones de sus padres en tiempos oscuros, mientras se vencen los materiales en fílmico y las cintas de video de los años noventa y de la primera década del presente siglo.