¿Cuál es el sentido del tiempo en el documental? ¿Acaso permanece en sus películas como una evocación del pasado a salvo de la muerte? Filmado en el tiempo es una visión panorámica de la vida y su transcurso congelados en el cine, ilustrada con el ejemplo de Frederick Wiseman.

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El cine es el arte de filmar el tiempo.
Henry Kingston en los Laboratorios Frankenstein

2002: Richard Linklater elige a un chico de seis años para protagonizar una biografía de dimensiones épicas, que abarcará los siguientes doce años de la vida del muchacho. Su nombre: Ellar Coltrane. Tendrá la suerte de que su infancia y parte de su adolescencia sean filmadas con la máquina del tiempo que es la cámara. Sin flashbacks, sin trucos que desvirtúen la verdad de lo que Linklater quiso mostrar en la pantalla cuando la película nos permite ver en un lapso de dos horas y media dos décadas de la biografía de Coltrane y de los actores que lo acompañaron en su aventura –entre ellos, Lorelei Linklater, la hija del director, quien aprovechó el testimonio del cine para registrar los momentos felices de su álbum familiar–. Un regalo titulado Boyhood (2014), semejante al que Charles Chaplin le dio en clave risible a Jackie Coogan en The Kid, cuando Coogan tenía siete años, o al regalo que le hizo el cine a los nueve hijos de la familia Watson, petrificados para siempre en su juventud cuando filmaron algo más de mil películas en los años 20 y durante los inicios del cine sonoro.

Boyhood: el tiempo hecho cine (2014)

 

¿Una película sobre la paternidad y el cariño para que un ser humano crezca en el mundo a pesar de las neurosis que agobian a sus padres? Boyhood, en parte, trata de esto. Pero, sobre todo, es una película sobre la vida que avanza de una manera implacable.

La proeza formal de Linklater, de la que tanto se habló con asombro, en el documental ya era una costumbre: Paul Almond inició la aventura de Seven Up! –que luego continuaría Michael Apted–, a principios de los años 60, filmando a varios chicos que tenían siete años, hasta prolongar su biografía visual durante cinco décadas y llegar en 2019 a un rótulo elocuente: 63 Up –¿la historia terminará con la muerte?–.

63 Up: el cine hecho tiempo (1964- 2019)

Una cronología extendida por la paciencia de observadores de aves que tienen los documentalistas para lograr sus propósitos: son capaces de esconderse en el tronco de un árbol días enteros para atrapar la imagen de un colibrí al menos durante unos segundos.

“Enclavado en los Alpes franceses, el monasterio Grand Chartreuse, cerca de Grenoble, es considerado el más ascético del mundo. En 1987, el director Philip Groening pidió permiso para filmar la cotidianidad de este retiro aislado. Los monjes le dijeron que era demasiado pronto –tal vez en diez o en trece años–. Trece años después llamaron a Groening del Grand Chartreuse: estaban listos”.

La descripción que Sean Farnel hizo en el catálogo del Festival de Toronto de 2005 sobre el ritmo medieval de Groening y de los monjes para encontrarse a uno y otro lado de la cámara resume en un par de líneas los diez y ocho años que tomó la espera y los seis meses que duró el rodaje de su documental Into the Great Silence.

Tan sobrio y austero, incluso conmovedor como la piedad que anima las vidas de los cartujos filmados por Groening, Into the Great Silence suspende el vértigo del mundo y durante casi tres horas nos permite escuchar la paz del silencio, como si el teatro fuera otra celda del monasterio en el que no se percibe nada distinto al rumor del aire donde transcurre la existencia de los monjes.

Into the Great Silence: la paciencia hecha cine (2005)

 

“No hay banda sonora, ni entrevistas, ni voz en off, ni imágenes de archivo”, escribió Farnel. “Siguiendo los rituales diarios de estos monjes cartujos, lo que permanece es lo esencial: el tiempo, el espacio, la luz”.

En ciertos momentos flotan los cantos gregorianos de la liturgia y los sonidos discretos de los oficios que hacen los monjes en una atmósfera de recogimiento, contemplativa como la que puede experimentar el público en un trance de hipnosis mística. Una experiencia cercana a las visiones del mundo que tuvo Emily Dickinson: “El Cerebro – es más amplio que los Cielos – / Pues – ponlos lado a lado – / Y uno al otro holgadamente / Contendrá – y a ti – también –”.

Tiempo filmado y tiempo transcurrido que enseñan de qué manera el riesgo de los pioneros, que se atrevieron a ver el mundo a través de una cámara, presagiaron una actitud para registrar la realidad y sus espejismos.

“¡Todos a bordo!”, nos gritaron cuando empezó el espectáculo. De hecho, fue La llegada de un tren a la estación (1895), de los hermanos Lumière, la que empezó con la historia. Una locomotora hizo su aparición en el telón que anunció el arte en movimiento que cruzaría apresurado del siglo XIX al XX. Los gritos, el desconcierto, los desmayos y el pánico, el mito y las mitomanías de la primera exhibición pública, hacen parte de las crónicas que describen lo que sucedió el 28 de diciembre de ese año. El público no supo entonces ni qué miraban sus ojos. Y el tren ya no se detuvo. Ni siquiera los Lumière se imaginaron la suerte y el futuro del invento con el que perfeccionaron los adelantos de Marey, Muybridge o Edison.

Años más tarde, el jefe de los bomberos de Kansas City (Missouri), Mr. George Hale, subió al público a otro tipo de tren. Los carteles publicitarios de las Hale’s Tours of the World podían mostrar a una pareja orgullosa diciendo: “Nos veremos al regreso de nuestra gira continental”. Entonces se aseguraba que los trenes conducidos por los maquinistas de Hale salían cada diez minutos de la estación, viajando todos los días hacia lugares maravillosos.

Hale’s Tours: el viaje hecho cine.

 

¿Cómo podía ser posible? La invención de Hale se mostró por primera vez en la exposición de St. Louis que abrió sus puertas en 1903. El teatro simulaba un vagón de tren montado sobre una estructura móvil con la que se parodiaba el traqueteo del viaje sin avanzar un milímetro. En la entrada, un empleado vestido como agente ferroviario recibía los boletos. Cuando el público se había sentado, sonaba una campana anunciando el inicio de la película. Los pasajeros veían, en el fondo del vagón, las imágenes filmadas por aquellos camarógrafos que se habían acomodado al frente de una locomotora real, en un viaje real, por un paisaje real, aferrados a sus cámaras, tal vez implorando que la suerte les ayudara para que no se cayeran.

Una empresa que surgió gracias a las proezas de otro pionero, el camarógrafo Billy Bitzer, que filmó en 1898 películas publicitarias para una compañía de trenes: una fotografía de la época nos muestra a Bitzer sentado de manera temeraria en la parte frontal de una locomotora, sosteniendo su cámara sobre un trípode.

Reportajes que moldearon con su brevedad algo tan esquivo como las ilusiones turísticas en diferentes lugares, matizadas por la evolución de lo que sería con los años el documental según como lo han entendido sus realizadores: para Errol Morris es una explicación de cómo se perciben a sí mismos los individuos de manera íntima y colectiva en sus paisajes mentales; para Juan Carlos Rulfo, al que no le preocupan las fronteras entre ficción y documental, se trata de tener una historia, pero, sobre todo, de querer a la gente, de encontrar el sabor de lo que te cuentan y de sentir el tiempo en el que se cuentan las cosas: “el sabor por contar y el tiempo por narrar”; para Frederick Wiseman es una herramienta con la que el espectador puede tomar decisiones más adecuadas al respecto de su realidad en la medida en que vea un tipo de películas que le permitan un mayor conocimiento de la misma [más información en la entrevista con Wiseman que se publica en la segunda parte de este artículo]; para Luis Ospina el documental fue como un cajón de sastre en el que cabía cualquier cosa, con una diferencia entre la ficción y el documental: mientras que todo está bajo control en la ficción, en el documental el azar es definitivo.

Y ahora, cuando se supone que los internautas son lectores intensivos y escritores sin tregua, con una prolongación de ideas limitadas al espacio que permite Twitter o a la velocidad de un diálogo en WhatsApp, se dice que la fotografía y el cine están al alcance de todos en el universo portátil de un teléfono móvil. Todo depende de la perspectiva. “Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él no puede ver reflejado a un apóstol”, escribió Lichtenberg.

En su artículo Videoactivismo. La revolución de la videocámara ha llegado (DOX, No. 44, Diciembre 2002), Peter Wintonick nos recuerda que podemos encontrarnos en medio de una revolución y no percatarnos de lo que está sucediendo.

“Acuérdese de las imágenes indelebles en la televisión que mostraron las megabombas del 11 de septiembre en el World Trade Center. Todas eran imágenes de aficionados filmadas con cámaras de aficionados. Desde Rodney King hasta Osama Bin Laden, las cámaras portátiles ya no se utilizan únicamente para las vacaciones familiares o las bodas. Durante los últimos dos años, la realizadora checo-canadiense Katerina Cizek y yo hemos viajado a través del mundo entrevistando activistas mediáticos apasionados, comprometidos en el frente de batalla de una nueva revolución digital. El documental que hicimos, Seeing Is Believing: Human Rights, Handicams and the News [Ver para creer: los derechos humanos, las cámaras portátiles y las noticias], explora la utilización sociopolítica de las cámaras de video y las nuevas tecnologías. Entretejiendo archivos contemporáneos con la actualidad, nuestra película hace preguntas esenciales acerca de los riesgos y de las responsabilidades en el frente de batalla de la realización cinematográfica, sobre la autoridad de los medios de comunicación tradicionales, acerca de lo que significa el acceso a los medios, y sobre ‘quién es el dueño de la verdad’. Durante la última década, alrededor del planeta, las cámaras portátiles se han convertido en los ojos del mundo cuando nadie más está mirando”.

Mr. Wintonick

 

A partir de esta advertencia premonitoria sobre los hechos de la realidad y la revolución tecnológica que permite registrarlos con las cámaras bonsái que agilizan la inmediatez periodística, haciendo de las imágenes un certificado de confianza por el que vemos para creer –aunque la visión sea dudosa cuando se trata de una noticia falsa–, Wintonick hace un plano general sobre la evolución formal que sucedió en el mundo desde que Shoji Nemoto inventara la primera cámara portátil en 1985, del tamaño de un pasaporte japonés.

“Todas las invenciones están destinadas a ser reinventadas”, afirma Wintonick.

Tecnológica y políticamente: recuerda lo que se llamó la “Revolución del Fax”, cuando sucedieron las protestas de la plaza de Tiananmén, sobre las que se informó al mundo, mucho mejor que en China, acerca de lo que estaba sucediendo en el país aprovechando las ventajas del fax para transmitir noticias; el derrocamiento de Estrada en Filipinas gracias al activismo político de los correos electrónicos y los mensajes de texto enviados por teléfonos celulares; el coraje de Ondrej Cakl registrando el corazón de las tinieblas que latía en los movimientos neonazis de Checoslovaquia; la utilidad de las cámaras de video cuyas imágenes fueron utilizadas jurídicamente como pruebas decisivas en los procesos para juzgar a criminales de guerra como Slobodan Milosević; la revolución digital a la que se sumó planetariamente la fundación neoyorquina Witness, facilitándole cámaras a periodistas y aficionados de distintas partes del mundo para sustentar sus denuncias.

¡Y se trata apenas de la parte visible del iceberg! ¡El 11% de una escultura de hielo que tiene su 89% sumergida en el agua! El hecho es que la reducción de las cámaras, que obligaron a un atletismo fílmico a personajes como los viajeros de las Hale’s Tours, permiten que un reportero y, con un aliento más largo, un documentalista, filmen los misterios de la realidad con un peso moral o estético que contrasta con la liviandad de las cámaras portátiles –o, como le interesa a Juan Carlos Rulfo, también los misterios de la ficción, no importa, siempre y cuando se revele el factor humano de los que comparten los relatos de sus vidas y encuentran a un realizador que aún practica el difícil arte de escuchar, ahora, cuando hay tanto ruido atrapado en las redes sociales, donde todos hablan al mismo tiempo y se escucha a los demás con la intensidad de la distracción–.  

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Filmado en el tiempo (II)

El hombre sabio del documental

Esta entrevista tuvo lugar en la ciudad de Bogotá durante una visita de Frederick Wiseman a Colombia para presentar sus documentales en abril de 1987. Publicada originalmente en el periódico El Siglo (12/IV/1987), la rescatamos para recordar al que ha sido uno de los realizadores más inspiradores y creativos de la segunda mitad del siglo XX en Estados Unidos. H. Ch. V.

Mr. Wiseman: el hombre sabio del documental.

 

Los documentales de Frederick Wiseman retratan una realidad en la que el hombre occidental –representado por la neurosis del hombre norteamericano– sirve como referencia para interpretar el malestar de algo tan dudoso como la “civilización”. Una civilización en la que sus instituciones educativas, científicas o políticas, al servicio de lo que debería ser el “bienestar social”, reglamentan y condicionan, con el argumento de su legitimidad, la existencia y el comportamiento de los que pueden ser sus víctimas.

Titicut Follies (1967), acerca de un hospital sobre locos criminales; Law and Order (1969), sobre las actividades del Departamento de Policía de Kansas City y sus encuentros desafortunados con ladrones de autos, prostitutas, familias en conflicto y asaltantes; Hospital (1970), que hace de la pantalla el escenario por el que se deslizan las desgracias clínicas de una comunidad enferma; Primate (1974), sobre el martirio al que es sometido un grupo de monos cuyo sufrimiento tiene propósitos científicos, son parte de una filmografía descarnada, si se quiere brutal, tan sincera ante su entorno que Wiseman ha sido demandado varias veces, aparte de que sus películas no han sido bien recibidas cuando su cámara ha visto el terror tras la fachada de la respetabilidad.

Primate o los monos esclavizados al servicio de la ciencia.

 

La mirada de Wiseman evidencia la crisis de una sociedad que existe en las fronteras del abismo al que conducen la violencia extrema, las manifestaciones contemporáneas de la locura, el crimen como una profesión desesperada. Aunque a Wiseman el “lado oscuro de la sociedad norteamericana” no le parece un concepto apropiado, pues lo anormal podría considerarse como una norma en su país –y, quizás, en el mundo entero cuando las crisis perpetuas son una condición de la Historia–.

“Tanto en Estados Unidos como en cualquier otro país”, afirma, “es importante que la gente tenga una proyección de la realidad para que no se haga fantasías acerca de ella, para que el espectador sepa cómo enfrentar esa realidad, pues si no la conoce, no podrá analizar sus problemas”.

La mayoría de sus documentales se han presentado por televisión en Estados Unidos, llegando a una audiencia tumultuosa, que rebasa la capacidad de lo que sería el estreno de alguno de sus títulos en una sala de cine. Sobre su estrategia de distribución para llegar a la intimidad de las familias reunidas alrededor del televisor –quizás indigestándoles el menú de sus TV Dinner–, Wiseman me dice que así consigue financiación para sus películas y desarrolla lo que podría llamarse una labor pedagógica sobre la problemática social en Estados Unidos. De esta manera ha logrado tener una audiencia más numerosa que cualquier otro director de su época: a través de la televisión sus películas han registrado en la noche de su estreno un rango que abarca entre seis y ocho millones de espectadores.

Su método de trabajo consiste, primero que todo, en elegir una institución que despierte su interés y que sea una referencia fácilmente identificable en Estados Unidos. El rodaje puede prolongarse hasta cincuenta semanas y la edición le puede llevar de seis a ocho meses. En el transcurso de este proceso el tiempo es relativo: el material que selecciona para lo que será la versión definitiva de alguno de sus documentales suele sorprenderlo cuando surge algo diferente a lo que había imaginado en un principio.

Sus primeros documentales los hizo en paralelo a su vinculación con la OSTI (Office of Scientific and Technical Information), creada en 1966, sin ánimo de lucro, para la investigación y la consulta sobre las transformaciones sociales e institucionales del país, donde Wiseman trabajó en un proyecto para implementar programas sociales.

Al año siguiente, en 1967, estrenó Titicut Follies, su primer documental luego de producir, en 1963, The Cool World (Harlem Story), de Shirley Clarke. Al respecto de Titicut Follies, Wiseman comenta:

“Ingenuamente creí que todo lo que había que hacer era mostrarle a la gente qué lugar tan horrible era ese y que deberíamos hacer algo con él. Con Titicut Follies aprendimos que no es así. Uno tiende a pensar que una película será un evento aislado y singular en las vidas de los espectadores, pero, de hecho, la gente obtiene información de distintas fuentes, tiene diversas experiencias y puede que no sea arrastrada ni se comprometa de una forma apasionada, tanto como uno. Aunque me gustaría que la información que se ofrece se utilizara como yo habría querido. Que tenga éxito o no, el esfuerzo ha sido hacer de la película una declaración de la realidad tan completa como sea posible. No me propongo deliberadamente simplificar un asunto para alcanzar a la masa, porque no comparto la idea de que la masa es simple de mente, ni me siento alguien que tenga que enseñarle cómo pensar”.

Sus influencias, antes que cinematográficas, son literarias. Según Wiseman, mucha gente del cine no sabe leer, no comprende un texto escrito, llegan al cine desde el cine mismo, sin leer jamás otra cosa que las historietas dominicales de los periódicos. Wiseman se preocupa en sus películas, a nivel narrativo, de imprimirles la estructura de una novela. Los autores que le han servido en este sentido son Ionesco y Beckett.

A nivel cinematográfico, además de Richard Leacock, otro de sus maestros es el documentalista soviético Dziga Vertov, aunque haya conocido sus películas mucho después de que Wiseman se hubiera dedicado al documental. Y en un juego de espejismos cronológicos, no sería sino hasta que viera el cine de Vertov que Wiseman entendió de qué manera, aunque no lo conociera, había sido una de sus mayores influencias.

De cierta manera, hay un factor común entre Vertov –y su teoría de convertir la cámara en un ojo que registre la realidad sin maquillajes– y el cine de Wiseman –directo y sin decorados que desmientan los asuntos que narra–. Así, los ojos del espectador y el ojo de la cámara son uno solo cuando asisten a los hechos que descubre Law and Order o cuando la indiscreción del voyerismo les permite un acercamiento profundo a los experimentos del Yerkes National Primate Research Center donde se filmó Primate.

“Un espectador de cine podrá tomar decisiones más adecuadas al respecto de su realidad en la medida en que vea un tipo de películas que le permitan un mayor conocimiento de la misma”, anota Wiseman.

Le pregunto entonces de qué manera Primate contribuye a que el hombre tenga un mayor conocimiento de sí mismo o de la perversidad que lo caracteriza cuando conoce los experimentos a los que son sometidos los primates desafortunados de la película.

“Creo que es mucho mejor investigar con animales que con la gente. Por ejemplo, experimentar con un tipo de vacuna contra la poliomelitis en un animal, tratando así de encontrar un beneficio para el ser humano. Sin embargo, no comprendo cuál es el objetivo de controlar las emociones sexuales de los monos… ¿Acaso se trata, de igual manera, de controlar el comportamiento de los hombres como si fueran monos? Afortunadamente no se ha llegado todavía a ese nivel de experimentación con los hombres. Sin embargo, es posible que esto ya esté sucediendo”.

Los problemas de censura a los que se ha enfrentado Wiseman han sido un tropiezo frecuente en su carrera. La corte del estado de Massachussets decidió que Titicut Follies se exhibiera solamente ante un público restringido; la difusión televisiva de Hospital fue interrumpida en el estado de Mississippi por prejuicios raciales debido a que en la película hay una secuencia en la que un ginecólogo negro examina a una mujer blanca; ciertas estaciones de televisión rehusaron transmitir Primate alegando brutalidad.

En su país se vive una paradoja: la potencia económica de Estados Unidos riñe con la miseria mental y física de gran parte de su población, y no debe ser en absoluto inspirador que el cine de Wiseman ventile en el terreno público de una pantalla de cine la normalidad de su anormalidad. Sus películas son la consecuencia de una cotidianidad enferma por la que se ha recubierto de óxido el sueño dorado de la prosperidad. Podríamos decir entonces que los documentales de Wiseman son un ejemplo de la frustración a la que pueden llegar los individuos esperanzados en el sistema democrático.

Actualmente, Frederick Wiseman trabaja en una tetralogía sobre instituciones pedagógicas para ciegos, sordos, sordociegos y personas cuya comunicación con el mundo es difícil o nula. Quizás Wiseman, cuando presente estos documentales, honre de nuevo la frase que escribiera sobre él Pauline Kael, definiéndolo como “el hombre con la inteligencia más aguda que haya entrado en los años sesenta al campo del documental”. Al fin y al cabo, su nombre sugiere el de un sabio del género.