Esta mañana, mientras sus amigos en los alrededores de cuidados intensivos de la clínica Marly esperábamos el fin de su agonía, las redes que tanto utilizó ya lo habían enterrado. Imaginamos a Luis, muy enterado de la situación, con fina ironía tomando nota de cada frase, de cada expresión, para incluirla en un posible Nuestra película contraataca o El retorno del tigre de papel o Todo comenzó de nuevo por el fin, que sigilosamente estaban grabando para él las cámaras de seguridad del hospital y averiguando cuáles cadenas de radio habían dado cuenta de su fallecimiento antes de tiempo para solicitar los archivos. Todos los elementos audiovisuales, para Poncho, eran piezas de un propósito, tenían un fin: convertirse en fragmentos de un relato que nos pondría enfrente del sorprendente, absurdo, patético, conmovedor accionar humano.
A las doce del día Lina, su último gran amor, su fiel compañera de las dichas maduras y los sufrimientos postreros, nos dio la noticia: “Ya…se fue”. Los suspiros y las lágrimas se modificaron. Esas especies de fake news, que nos habían incomodado tanto se volvían una información real. La ausencia tomaba forma, pero, al mismo tiempo, el cruce de miradas entre nosotros, esa enorme complicidad forjada con Luis entre películas y fiestas donde la esencia era la imagen y la palabra y la música y la comida y la amistad y la embriaguez, nos obligaban a pensar que su ausencia no sería igual, que es tan grande el catálogo de anécdotas y recuerdos, de pensamientos concebidos, aprendidos o deformados entre juegos de palabras y, sobre todo, de películas y de malabares con cuanto elemento estuviera relacionado con el cine, que entendimos que la muerte de Luis no significaba en ningún momento un abandono, que sería imposible vivirlo como un ausente.
Regresé a casa. Acabé de leer los mensajes sobre la muerte de Poncho afichados en las ventanas del celular. Esculqué en la pantalla del computador las referencias a su muerte. Son innumerables las palabras de pesar, los agradecimientos, las alabanzas a su obra. El mundo del cine se declara de luto y se manifiesta agradecido con su legado. Su Caliwood lo llora y lo acoge en su panteón. La Colombia cinematográfica lamenta la pérdida de un grande. La Latinoamérica cinéfila y el mundillo del séptimo arte que con tanto esmero sedujo durante su vida, declaran abiertamente su dolor. En medio de esta extraña soledad sentí su presencia y le pregunté: “¿Y ahora qué, compadre? ¿Cómo hablaremos?”.
La única palabra que parecí escuchar fue cine. Cine mudo, cine en blanco y negro, cine en colores, cine negro, cine de cualquier forma, cine arte, cine de la vida, cine documental. Y ahí se me rayó la cabeza. Pensé entonces en su cine, en su cine amado, en su cine documental. Documental cercano, documental de amigos, documental sarcástico y de risa y de inteligencia y de golpe certero en la cabeza de un país que sabía hipócrita, conservador y mojigato. Sentí su cine engalanado con un manto de pesimismo, con un pelaje anárquico, con una conciencia de la decadencia y la desesperanza, a tal nivel que su proyección en una pantalla era la única esperanza.
Luis, en gran medida, es responsable de esta pasión que yo y que muchos otros hemos desarrollado por el documental. Luis Ospina, Poncho, fue documentalista solitario y, al tiempo, fue el cómplice de todos. En su tiempo, fue de Alados, pero durante mucho tiempo también supo ser el más distante… Hoy lo reconocemos como nuestro miembro honorario. Veo que todos lo consideramos como nuestro compañero y maestro, y en verdad que sí lo es. Nos ha dejado una herencia prodigiosa: su extensa obra, sus reflexiones, su poesía, su humor y sus sarcasmos. Tendremos que estudiarlo, seguramente lo amaremos o lo maltrataremos. Algunos lo idolatrarán y otros tratarán de despreciarlo, pero, estoy seguro, nunca lo podremos ignorar.
En medio de esta tristeza, siento risa. Apago la luz, me meto en actitud sala de cine y escucho el resonar de un trailer que promete: “Tendremos Luis Ospina para rato.”
Bogotá, 27 de septiembre de 2019