Bogotá, esquina de la Carrera 18 con Calle 22

Bogotá, mayo 13 de 2020

Nos vamos acostumbrando a las series de terror en la televisión colombiana. Algunas de ellas hacen parte del patrimonio universal de la infamia, otras son pura invención criolla con buenas perspectivas de ser postuladas al callejón de la fama en el bulevar del desconcierto. En la parrilla conviven  la diáspora embera, el infierno de los presos de Villavicencio, una telenovela llamada La venganza de Analía, el complot de Bolsonaro , los buses para Venezuela, el futuro desencantado del país de Mr. Trump, las masacres inconclusas en el departamento del Cauca, al suroccidente del país, y la pandemia en el Amazonas.

En medio de la larga y confusa noche de las noches de esta cuarentena recuerdo el aporte que hizo a la trama de algunas de ellas el joven Ministro de la Vivienda: con aire inexperto, pero con la actitud del que insinúa haber sido moldeado en clases de expresión frente a  cámara por un asesor de imagen, el 1° de abril dio una declaración enfática en el espacio diario que la presidencia impuso para informarnos de sus políticas para enfrentar la pandemia y dar cuenta de cómo la contrarrestan,  exitosamente, según el guión asignado al señor presidente, quien hace las veces de presentador. Como para echarle un condimento de aprendiz de estadista, muy determinado, dijo el muchacho de corbata: “¡Ninguna persona puede ser expulsada de su residencia durante el período que dure la cuarentena y dos meses más!”. Al rato, aparecieron en los noticieros las imágenes de varias docenas de indígenas de la comunidad  embera, que venían de ser desalojados de las habitaciones “pagadiario”, donde pasaban las noches hacinados en el barrio Santafé.  Sin peatones,  ni turistas en las calles, no hay ventas de artesanías, entonces no hay con qué pagar los treinta mil pesos que vale por día  cada una de las piezas  en las que se acomodan en promedio  veintidós personas.

Lo interesante y escabroso de la reacción noticiosa, involuntaria, por supuesto, a las declaraciones del ministro,  fue que, a los pocos minutos de expulsar a los embera, de esos mismos hoteluchos fueron botados a la misma calle un número indeterminado de venezolanos, putas y personas trans. La esquina de la Carrera 18 con Calle 22 se convirtió de repente en  la sede del carnaval de los maltratados. Rompiendo con el patrón de imágenes de calles vacías a las que estábamos acostumbrándonos, ese rincón del centro de Bogotá mostraba una agitación inusitada y era el set en el que revoloteaban los protagonistas de diversas series con sus vestuarios y escasa utilería al hombro.  Un colchón, una plancha, un hornito eléctrico, algún cuadro y, por supuesto, unas maletas. ¡Qué dirección de arte tan refinada! Cada miembro de cada comunidad era reconocible de inmediato.

Me pareció escuchar el coro de millones de televidentes de todo el país inquiriendo con tono recitativo: ¿Tienen tapabocas? ¿Cómo harán para lavarse las manos? ¿Están guardando la distancia social?

La estética de la fotografía daba pistas del estilo que acompañaría la deriva de los indígenas desplazados del Chocó. Un filtro hacía borrosas a las madres niñas emberas con sus vestidos y collares de colores, sentadas en la acera, recostadas de medio lado contra una pared mugrienta, con sus respectivos bebés envueltos en una tela-canguro que los mantiene aferrados a sus cuerpos mientras ensartan chaquiras. Me sorprende que siempre las mujeres emberas, independientemente de la situación, estén trabajando. Con esa representación difusa los noticieros acataban las leyes que protegen contra la explotación de la imagen de los niños en los medios. Y como había infantes venezolanos correteando entre el tumulto, mataron dos pájaros de un tiro. Los hijos de las trabajadoras sexuales no figuraban entre los extras, como tampoco es pertinente delatar la identidad de estas mujeres y, mucho menos, la de las personas de la  comunidad trans. Así, todo quedaba en orden. Presentí que era un punto de partida fuertísimo para las series. Una potente célula madre narrativa. ¡Cuántas preguntas se colocaban al unísono sobre la mesa! ¿Seguirán juntos? ¿Qué camino tomará cada grupo? ¿El Estado reaccionará y les proporcionará techo, alimento y abrigo? ¿Los diezmará el coronavirus?

El Distrito propuso una pronta solución para la comunidad embera: “Trasladarlos a la fundación ‘Hogar Salud Mariana’ donde se hospedarán hasta cuando culmine esta emergencia sanitaria, e Integración Social les brindará la alimentación”.  Un mes después, el 7 de mayo, vuelvo a verlos en un capítulo de los noticieros siendo acusados de invadir un predio en “Arborizadoración Alta”,  un barrio en el sur de la capital. La administración distrital dice que les ha dado ayudas individuales, pero ellos quieren un refugio para todos. Se insinúa en el reporte  que hubo enfrentamiento con “fuerzas del orden”.

Investigando en los archivos digitales de la prensa escrita encontré huellas del “on the road” recorrido por la comunidad embera en el último mes: el 2 de abril de 2021 estaban  instalados 50 emberas frente al edificio de Avianca en la séptima; el 7 abril durmieron en el parque Transmilenio;  el 16 de abril “más de 200 personas pertenecientes a la comunidad indígena embera son vistas en la plaza de Bolívar. Los embera, que se encuentran sin hogar, sin ningún tipo de ayuda gubernamental, luchan por sobrevivir durante la cuarentena contra el COVID-19 que continúa en la capital colombiana”.

Una de las tantas noches de las frías noches de la cuarentena bogotana ha enfatizado el suspenso a esta serie de terror y ha puesto a tiritar los cuerpos de sus desprotegidos protagonistas en unos sets que parecieran haber sido seleccionados en una guía turística de la capital. ¿Será posible que el silencio de la cuarentena en la ciudad haya permitido que la comunidad escuche, desde su cambuche improvisado sobre el cemento, los ecos de la selva que la guerra les obligó a abandonar? ¿La claridad en el aire que ha traído el cese del tránsito le ha permitido ver signos de esperanza en el mapa estelar que se ha vuelto a instalar  en la cúpula de la noche?

No conozco el nombre de ningún embera pero sí sé de su interminable desplazamiento. Desde mi refugio  privilegiado no he escuchado el llanto de ningún niño ni una sola queja de una madre en estos días de cuarentena. No he escuchado las declaraciones de un líder de la comunidad. De ellos tan solo tengo una imagen borrosa, pero muy insinuante. A lo mejor  para ellos esta ruta a la deriva, que se iniciara hace cinco siglos, es la normalidad y no imaginan que para alguien como yo, un simple espectador de la televisión, todo esto no es más que una serie de terror transmitida “al aire” con el propósito de entretenernos y, en cierta forma, menguar la incertidumbre que nos da el encierro.  La información-entretenimiento. 

Como lo de las series es en serio vuelvo al punto de partida y concentro la mirada en los venezolanos y venezolanas y venezolanitos y venezolanitas que parecieran mirar hacia el oriente. Mientras las mujeres emberas fijan su vista en sus chaquiras, las venezolanas miran hacia atrás. Los embera están en “su” país. Su territorio ya cambió de nombre, fue el Darién, fue el Atrato, fueron las laderas selváticas de la cordillera occidental mirando hacia el Pacífico; fueron las laderas colonizadas mirando al Cauca; fue el bus que los fue alejando de las lluvias cotidianas; fue el pavimento recorrido hasta esta acera donde sobreviven las pepitas que, reunidas, forman estrellas, arcos, geometrías que representan sus visiones cosmogónicas, su sabiduría, sus secretos, su lugar en el universo. Los venezolanos no tienen dónde fijar la vista sino en su pasado oriente; el transmilenio ya no admite sus cantos, la Avenida Séptima no acepta sus simulaciones, no hay restaurantes para barrer ni lavar platos, no hay trasteos, no hay espacios para mendigos ni rincones para la esperanza.

Ojos desconcertados buscan algún asidero en cualquier vértice de los cuatro puntos cardinales, pero irremediablemente la aguja de la brújula los obliga a mirar hacia el oriente. Entonces miran irremediablemente hacia su tierra recién perdida. Sienten que lo que creyeron poder conseguir aquí, con un golpe de escoba, se deshizo, y que lo único que les queda, la vida, está pendiente de un hilo de aire. Pero el aire que exhalan los cuerpos de aquí puede estar contaminado. El aire que exhalan los cuerpos de allá también podría estar contaminado, el aire que exhalan todos los cuerpos humanos en cualquier parte del planeta presumiblemente está  contaminado. Incluso su propio aire puede estar contaminado. Decir pandemia es decir global. Pero qué vergüenza morir a causa de una peste en un territorio ajeno. Está prohibido estar en la calle. ¿Y si no tenemos casa dónde vamos a estar?  Tantos que llegaron por la calle, que destrozaron la suela de sus zapatos recorriendo centenas de kilómetros con la esperanza de arribar a un territorio que fuese posada, refugio, a un lugar que les permitiera trabajar y conseguir el sustento para la comida, que les permitiera ver un asomo de la palabra futuro, pero hoy solo ven una posibilidad: la marcha atrás, el devuélvase, allá por lo menos está mi país. Ya no importa quién gobierne mi país, ya no importa si hay hambre en mi país, ya no importa si la peste también baila en mi país.

¿Aguantarán las ruedas de la maleta el roce con el pavimento en el  retorno?  La tele muestra a los venezolanos expulsados de sus pagadiarios en el barrio Santa Fe, pero también muestra los de Cali y los de Popayán y los de Ipiales y los que tratan de pasar la frontera del Ecuador por las trochas. Los que han rebobinado el hilo desde los confines de Chile y Argentina.  No es solo Bogotá la tierra inhóspita. El continente entero parece haberse puesto de acuerdo para negarles el refugio. Escucho los portazos en las aduanas andinas y amazónicas, en los puertos del mar del sur y del Caribe, no señor, no señora, no hay paso, y se fijan mensajes contundentes en los celulares de los aduaneros confirmando el ¡No! ¡No pueden dejarlos entrar! No hay cama, ni comida, ni trabajo, ni salud ni educación para tanta gente. Desde el balcón escucho el  clamor por un bus, el clamor por un bus que ahorre la fatiga, el sueño de unas ruedas que transporten el cuerpo mientras ronca y sueña, el sueño que sueña recuperar el sueño. Un sueño que ahorre la pesadilla del retorno.

Reviso en Internet los posibles capítulos de la serie:

-El de 31 marzo en El Espectador leo que “al menos 200 venezolanos, que permanecían en el refugio para migrantes del Distrito Maloka, han sido desalojados debido a las condiciones de la cuarentena. Para prevenir mayores contagios del Covid-19 estipulan que no debe haber aglomeraciones de más de 50 personas en un mismo lugar (…) La alcaldía entregó subsidios para que busquen una nueva vivienda, pero los afectados aseguran que en este momento es muy difícil una nueva vivienda”.

-El 4 de abril, el mismo periódico publicó que “cientos de personas emprendieron un largo viaje de regreso a su país en medio de la cuarentena en Colombia. La mayoría de estas personas trabajaba de manera informal y por cuenta del aislamiento se les ha hecho difícil reunir dinero para pagar sus arriendos y comida”.

-El 20 de abril encuentro en el periódico El Tiempo: “ La falta de dinero para vivir el día a día, la expulsión de los inquilinatos por no pagar arriendo y el no conseguir dinero para enviar a sus familiares son las razones por las que miles de ciudadanos venezolanos han decidido abandonar Colombia y los países vecinos para regresar a su país en plena pandemia”.

-El  27 de abril  la agencia de noticias Infobae publicó: “Las restricciones para estar en las calles, expulsiones de los inquilinatos y dificultades para acceder al sistema de salud hace que muchos intenten al menos regresar con su familia. El viaje es casi imposible hoy y apenas lo logran unos 500 por día, que encima se encuentran con nuevas vejaciones por parte del régimen de Nicolás Maduro”.

-El 30 de abril la agencia Reuters informaba que “unos 500 migrantes y una docena de autobuses quedaron estacionados cerca de las cabinas de peaje que marcan la frontera norte de Bogotá, después de que las autoridades de migración les impidieron continuar en medio de las restricciones de paso en la frontera”.

Hoy es 13 de mayo. 

Retorno en mi imaginación a la esquina de la Carrera 18 con Calle 22. Cemento, paredes ajadas, mugre olvidado, una moto mensajera de Rappi cruza veloz expeliendo un aroma de hamburguesa, un taxi lento, dos o tres pepitas de color olvidadas en la cuneta, algunas siluetas osadas e insinuantes ofrecen un rato de reposo a los deseos de un transeúnte con tapabocas en un catre de un cuarto que ha recuperado sus costumbres. El viejo propietario que expulsó a todo el mundo, al verse solo y sin ninguna entrada, tuvo que transar con algún viejo amigo trans y dos prostitutas que conoce desde hace veinte años. No quedaron fantasmas. Todos los demás se fueron. Seguramente volverán cuando vuelva la normalidad y los clientes lo exijan.

A pesar de este probable falso final considero que la intuición audiovisual no me falló. De ese vértice urbano partieron los guiones de unas series cargadas de  terror y  suspenso, impregnadas con la dosis de zozobra que la realidad regala cuando los humanos no logramos compartir el territorio y debemos recurrir a palabras como expulsión, desalojo, desplazamiento, intolerancia, exilio, destierro. En esta oportunidad todos los que desalojan, los desalojados y quien cumple la vieja función de narrador, sentimos que la zozobra está propulsada por un viejo habitante del planeta, la peste,  que acostumbra atacar inesperadamente, devastar y desaparecer misteriosamente hasta que adquiere una nueva forma o que las conjunciones azarosas o premeditadas de los astros o de que el coqueteo entre humanos y otras especies inocentes provoquen un nuevo ciclo, y entonces  reaparece trayendo en sus hombros sus aplastantes ingredientes: temor, inseguridad, debilidad colectivos. Estos ingredientes llegaron hasta esta esquina bogotana con su nuevo atuendo y se instalaron en el vestuario de los embera y las putas y los trans y los venezolanos. No respetaron edad ni etnia, ni historias, ni esperanzas ni miserias.

En las series que he visto está trazado solamente el recorrido de dos comunidades durante algo más de un mes. En mi encierro, la ventana que me ha dado las pistas de esa ruta es el internet. Don Google, que todo lo sabe, me ha permitido navegar al azar entre las noticias. Podría continuar  buscando rastros del éxodo de la comunidad trans y de las prostitutas y, por qué no, ampliar el espectro a las series de terror que mencioné en un principio. Empatar esquinas y series como si fueran chaquiras hasta construir el collar que muestra la cosmogonía del pánico del planeta. Es que son tantas las esquinas en donde nacen las derivas. Podría continuar haciendo el seguimiento del brote de coronavirus en la cárcel de Villavicencio, día por día, desde su nacimiento hasta la terrible epidemia que hoy la diezma, cuando se cuentan casi ochocientos infectados; podría construir la serie en forma de mapa de los asesinatos de líderes defensores de los derechos humanos en el Cauca, del incremento de la pandemia en el Amazonas y dar un salto sobre el gran río para caer en una fosa de Manaos donde los llantos se confunden con insultos al irresponsable Bolsonaro, o dar un salto acrobático a las puertas de una funeraria de Manhattan con el peligro de encontrarme las cínicas sonrisas de Trump. Pero soy incapaz…  

Me detengo. Repentinamente, me siento fatigado. Es como si la errancia ajena se hubiera apoderado de mi ánimo.  Siento como si hubiera estado peleando con un monstruo invisible y hubiese sentido por un instante que la derrota es inevitable. Me da miedo, siento terror, la debilidad hace que aleje las manos del teclado donde escribo y confiese que la serie de series se volvió una especie de inyección de dolor de la especie.  Siento una fatiga profunda,  es como si todos los cansancios me hubieran atrapado.

La noche avanza y el noticiero ha terminado. A continuación La Venganza de Analía.  Aparece la luz de la vida sin el coronavirus. Estamos invitados a saborear al placer de los odios familiares, de las ambiciones y luchas por el poder, de los asesinatos escondidos, de las trampas y los chantajes sentimentales y toda esa colección de ruindades reunida premeditadamente en un espacio para que los aburridos se amañen, nos amañemos, para que el espectador promedio de prime-time disfrute a plenitud, todos los días, de una serie repleta de pasiones, de un rosario de aterradores terrores cotidianos. ¡Qué jartera! Apago la tele. 

Quizás tú, que has sido capaz de leer hasta aquí, te intereses en llevar a buen puerto esta tarea que he comenzado y que ahora siento que me sobrepasa. Tal vez tú te animes y logres continuar con este relato. Quizás tengas la fuerza y la curiosidad necesaria y la dosis de solidaridad requerida para investigar y contar. Discúlpame, voy a sentarme un rato en el piano. Quizás con cuatro acordes logre acompañar una canción reparadora.