Añoranza documental a ritmo de cuarentena
(Fragmento del Diario de cuarentena-pandemia tropical) 

Domingo 12 de agosto de 2020, 1:30 p. m.

Bombo, saxofón y redoblante. Un pasodoble entra por la puerta del balcón. Un, dos, un, dos, un, dos. No hay algarabía en la plaza de toros. Me asomo. No hay nadie. Graderías desoladas. La arena endurecida, húmeda, motes de hierba dispersos empiezan a crecer en el redondel.  Desde el piso 18, en una tarde gris, el monumento arquitectónico inútil, mi jardín japonés, pareciera insinuar una sonrisa nostálgica. Más allá del anillo exterior de palmas fénix y jazmines y urapanes sobrevivientes a sus propias pestes está el foco de la melodiosa infección sonora.  Los árboles no proyectan sombra.  Las líneas amarillas pintadas en el suelo para delimitar las zonas de parqueo parecen una tarjeta de computador vacía, puesta con el propósito de dar la apariencia de color. La minúscula figura de tres hombres parados frente a un edificio de ladrillo, el único residencial en la cuadra occidental de una plazoleta que con el tiempo se ha vuelto zona de estacionamiento pago, intentan darle emoción andaluza a la desolación. 
 

Los músicos le ponen entusiasmo a su interpretación esperando que se abra una ventana y un habitante generoso, o conmovido,  les lance un billete. De lejos percibo que el gordo del bombo y el jovencito flaco del redoblante tienen tapabocas. A cualquier distancia es posible reconocer la máscara del carnaval pandémico. El saxofonista tiene una banda blanca sobre su nariz,  debe ser el tapabocas mal acomodado, asume el riesgo mientras sopla su instrumento. 

Tengo nostalgia de cercanía. Tengo necesidad de mi oficio. Quisiera salir a filmar, acercarme, aproximarme con mi cámara y enfocar en primer plano, de perfil, la vieja boquilla sostenida por unos labios que sirven de conducto al aire entre el pulmón y el instrumento de metal. Labios empaque que impiden que haya una fuga por la que el aire escape y vuelva al aire. Me gustaría cambiar de ángulo, ver de frente el tapabocas arrugado moverse lentamente entre los ojos y la boquilla cuando el músico inhala el aire para darle vida a su próxima frase musical. No te acerques mucho que puede caer un chorro de babas del saxo y salpicar tu zapato.  Me gustaría ver los ojos del flaco buscando de ventana en ventana la silueta que asegurará el almuerzo y panear bruscamente hacia el bombo para captar el golpe del mazo sobre el cuero. Quiero sentir el metrónomo estridente del bombo dirigiendo el ritmo de mis tomas. Quisiera ver la reacción del trío cuando a sus ojos vaya entrando la desesperanza. No conviertas el acelerado golpeteo de las baquetas en el redoble del temor del nuevo circo.

Supongo que ellos suponen que quienes habitamos en torno a la plaza de toros somos aficionados a la fiesta brava y que correrán con mejor suerte que los mariachis y los vallenatos que cargan sus instrumentos por toda  la ciudad lanzando sus canciones ante públicos imprecisos.  Estoy seguro de que ellos no saben  que en este barrio somos más los aficionados a la fiesta contenta, a la fiesta simple, a la fiesta fiesta, que los fanáticos de las corridas. Basta con pasar a finales de enero para ver los balcones vacíos o escuchar los insultos de los jóvenes antitaurinos. ¡Asesinos! ¡Asesinos! El instinto elemental de mercadeo los trajo a tocar frente a unos edificios que son residenciales en apariencia. Cayeron en la trampa. Se engañaron: uno es un motel de citas clandestinas en desuso y en el otro  todos los apartamentos son oficinas desoladas.  Sedes de asociaciones que enviaron sus secretarias a continuar con el oficio por tele-trabajo. Serenata inútil de domingo. Termina el pasodoble. Nadie se asoma. Nadie se asomará. Cambio súbito de ritmo. Un porro.  Un porro trunco porque de repente se desinfla.

¡Vámonos! No hay caso, debe estar exigiendo el gordo del bombo. ¿Qué camino tomar? Es la misma pregunta que se hacen los mariachis de cementerio. Aumentan los muertos pero escasean los dolientes en las exequias. Ahora nadie contrata réquiems con tequila. Se limitan los cortejos fúnebres. Pero las leyes del mercado obligan a los músicos en la pandemia a intentar  diversificar sus públicos. Se acabaron los joropos y los raperos en el transmilenio. Rapear detrás de un tapabocas saca ampollas en el labio. Cuando hay más por contar, por preguntarse, cuando hay más tiempo para hacer canciones largas, cuestionamientos o lamentos interminables, menos espacios reales hay para exponerlos. Recoger la monedita virtual es fácil para músicos de clase media para arriba. Se necesita pay-pal, tarjeta de crédito, transferencia bancaria. El músico pobre usa la cachucha y el sombrero. Caminan sin decirme adiós. Los pasos de los músicos perdiéndose en la ciudad son regulares, lentos. El fantasma del pasodoble se recubre con un abrigo de Pasolento.  El ritmo de la cuarentena.