*Imágenes cortesia: DOC:CO

Me encontré con Érase una vez en Venezuela, la película de la directora venezolana Anabel Rodríguez, cuando por primera vez el Festival de Cine Venezolano

se realizaba en modo no presencial, a distancia, vía streaming. Ya habíamos entrado en plena cuarentena del covid-19. Era la edición 2020.

Apenas vi los primeros planos en mi laptop presentí que venía algo sorprendente. Y así fue. Que un film documental, sobre la vida –o más bien sobre la agonía– de una pequeña población de palafitos, lo que en Venezuela se llama un “pueblo de aguas”, comenzara mostrando un paneo nocturno de algunas fachadas de aquellas viviendas de origen prehispánico, levitando sobre unas aguas serenas y oscuras, y que aquel paneo, aquella visión nocturna alucinada, estuviese hecha bajo una iluminación deslumbrante, profesional, casi de estudio, anunciaba el cuidado fotográfico y la paciencia en el rodaje de lo que venía a continuación. 

Pero cuando el relato comenzó a desarrollarse mostrando, con un acercamiento absolutamente etnográfico, la vida cotidiana de los pobladores de aquella aldea acuática llamada Congo Mirador, comprendí que estábamos ante un film que iba mucho más allá de lo que alguna vez el crítico de cine venezolano Julio Miranda llamara los “documentales de tierras lejanas”. 

Porque eso es Congo Mirador: una tierra lejana. No es por la distancia. No importa a cuántos kilómetros esté de Maracaibo o de Mérida, las dos capitales de estado más cercanas. Es una tierra lejana por su forma de vida atípica. Anfibia. Una agrupación humana colocada fuera del tiempo y de la geografía mental colectiva, al sur del lago de Maracaibo, el lugar arquetípico del petróleo venezolano. 

Un puñado de casas palafíticas, es decir, de viviendas construidas sobre las aguas del lago sostenidas por pilares de madera, que conforman una población donde las calles son canales de aguas estancadas como en una Venecia empobrecida hasta la indigencia.

Y, para terminar de conformar el exótico microcosmos, una naturaleza, un rincón del mundo dominado durante la noche por un fenómeno natural, el Relámpago del Catatumbo se llama, que tiene el extraño récord de experimentar hasta 250 rayos por kilómetro cuadrado y el asombroso promedio de 1,6 millones de relámpagos por año. Rayos que además no suenan, solo rasgan como un flash mudo la oscuridad de la 

noche.

Pero, y aquí voy a adelantar mi hipótesis, Anabel Rodríguez y su equipo no fueron a buscar exotismo en tierras lejanas. Fueron a documentar, eso es lo que cuenta el film, la manera como una población “atípica” tiene su existencia amenazada a causa de un proceso de sedimentación de las aguas lacustres de un pueblo de agua que muere poco a poco. 

Pero, como suele suceder con los documentales que de verdad dialogan con la realidad, la película terminó siendo, y de allí su impacto, una metáfora –o quizás una síntesis devastadora–, una muestra en el sentido médico del término, del proceso de autodestrucción que desde hace por lo menos dos décadas vive la sociedad 

venezolana.

Ese es el secreto a voces de Érase una vez en Venezuela. Esa es la razón por la que ningún espectador sale indemne. Porque en esta historia a la vez sencilla y demoledora, en este vivir cotidiano de gentes comunes, quedan resumidas las contradicciones de una sociedad devastada y desgarrada internamente por un proyecto político conocido como “Socialismo del siglo XXI”.

Con una naturalidad casi imperceptible, el documental va dejando de ser una historia local para convertirse en un juego de oposiciones entre dos personajes femeninos. Una jefa política que monopoliza y redistribuye las migajas que el gobierno chavista envía a aquel pueblo extraviado, de una parte y, de la otra, una joven maestra que encarna la resistencia democrática al poder omnímodo del chavismo. 

Es decir, la versión local del proceso de polarización política que, desde hace veinte años, cuando Hugo Chávez introdujo el odio ideológico como combustible clave de la vida colectiva, divide al país. 

Pero, y aquí está la belleza de la mirada de Anabel Rodríguez, como no se trata de un documental de denuncia política proselitista, de esos que Ospina y Mayolo se burlaron en Agarrando pueblo, los personajes no se dividen en buenos y malos. Al final, la que podría ser la mala, Marta, la chavista, termina siendo otra víctima más de la cúpula perversa y burocrática que desde sus oficinas con aire acondicionado de Maracaibo se desentiende de las penurias de los habitantes de Congo Mirador. 

Pero todo esto que digo es una conclusión racional. Y lo importante de este film es lo que no es lógica racional binaria. La convivencia pacífica entre la belleza y el horror. Entre la pureza y la perversión. Entre la hermosura del relámpago nocturno y la fea situación de los niños que tienen que lavarse los pies con kerosene para limpiarse los restos del petróleo que flota en las aguas dentro de las que viven.

Las gentes del Congo Mirador cuentan sus vidas sin interrumpir los quehaceres. La directora y su equipo han logrado que la cámara no los perturbe. Que sea una amiga más. Y esto es un milagro de la cercanía y la confianza.

Al final los espectadores quedamos demolidos. Encerrados como estamos por la cuarentena, no podemos dejar de leer el film en clave de pandemia. La muerte ronda por el Congo Mirador, un virus invisible amenaza la existencia de sus habitantes y del propio asentamiento. El mismo virus que amenaza a la nación. 

Hay algo muy irónico. Al principio fueron los palafitos. Parece que al final también lo serán. De la visión de una población palafítica se supone -aunque hay tesis diversas-  que Américo Vespucio decidió denominar al nuevo territorio, que recién nacía, Venezuela. Pequeña Venecia. De la visión de otra población palafítica, Anabel Rodríguez, como quien cierra un ciclo, nos relata la agonía de ese mismo territorio bautizado hace 500 años. 

Vida y muerte. Salud y enfermedad. El virus avanza y el remedio, el de este virus totalitario, aún se desconoce. Érase  una vez una catástrofe.