Para la versión 21 de la Midbo, el realizador Argentino Andrés Di Tella presentó sus películas Hachazos (2011) y 327 cuadernos (2015), participando también en el encuentro Pensar lo Real con la ponencia titulada “Diálogos Infinitos con lo visible. Presencias reales y aparición de lo íntimo”.

Desde el proyecto La Pesadilla de Nanook quisimos dialogar con este realizador sobre diversos momentos en su obra, algo de su última producción, Ficción Privada, y su apuesta por las instalaciones. Es por esto que la charla cruza por una serie de intereses comunes, con temas relacionados hacia las historias personales, el diario, el archivo y la familia: el autorretrato.

Andrés, quisiera comenzar preguntándote cómo fue el desarrollo de tus primeras obras y cómo veías en ese momento la producción del documental.

Yo empecé a hacer documentales después de lo que hice en Estados Unidos, en parte porque ya me sentía muy encerrado en ese sistema de producción para la televisión, era muy cerrado, y los productos finales no eran interesantes para mí, pues todo era muy rápido.

Luego, en mis primeros documentales Montoneros, una historia y Prohibido, me atenía a ciertas reglas del documental convencional, sobre todo por la forma como se contaba. En el caso de Montoneros, una narradora era la protagonista y yo en algunos momentos le escribía algunos de los textos que ella decía, había como un sentido de trampa en el desarrollo de todo, pero era una cosa de ida y vuelta. Formalmente en la película se presenta esto como un simple testimonio, por momentos está en off y por momentos está en on .

Por otra parte, hay un viaje que articula toda la película. Es un viaje recorriendo los lugares donde la protagonista ya había vivido. En cierto momento me choqué un poco con esas limitaciones de cómo contar y lo que yo considero una especie de gran ficción que es ese documental convencional, que es ese famoso documental observacional o el direct cinema de Estados Unidos, bajo este ideal de la mosca en la pared, donde se supone que el equipo que está realizando la película no existe y eso es una ficción total; hay un montón de convenciones que hay que disimular, borrar, que hay que esconder…

¿Cómo hiciste para romper esas convenciones? ¿Hubo alguna influencia, algún director, una película en especial que te haya mostrado este tema de la primera persona en el documental?

A mí lo que me impactó fue cuando conocí el cine de Eduardo Coutinho y al mismo Coutinho con su película Santo Fuerte, un documental que era sobre la espiritualidad, la vida religiosa en una favela, y una de las primeras cosas que muestra es cómo les paga a las personas que van a testimoniar, es un gesto fuerte, eso me impactó. En principio me impactó el cine de Coutinho, que fue luego lo que yo supuse hacer y a la vez, en paralelo, más que haber visto en ese momento alguna película, que de hecho recuerdo algo de Alan Berliner, Intimate Stranger, tardé un tanto en asimilar esta figura de la primera persona.

Me parece que fue más bien en ese momento, que esta idea de la primera persona vino de la mano de la literatura. Vino de mi interés por esa narración personal y esa inscripción del “yo”.

Fotograma 327 Cuadernos (Andres Di Tella, 2015).

Si bien en tu película Montoneros, una historia hay una narrativa en torno a la construcción de un personaje, su viaje personal, existe también una estética anterior, casi como una hibridez narrativa, como en el caso del cortometraje Reconstruyen crimen de una modelo, en dónde ya se podía notar ese interés por las narrativas del “yo”, del viaje. ¿En ese momento ya eras consciente que tu obra iba a tomar ese camino?

Mi interés por ese tipo de narrativas viene desde la literatura. Yo, por esa misma época, empecé a leer mucha literatura americana y anglosajona. Incluyo, por ejemplo, a un escritor muy importante para mí que fue V.S. Naipaul, escritor de Trinidad y Tobago de ascendencia hindú, que se va muy joven a vivir a Inglaterra, y en sus relatos autobiográficos se describe todo ese proceso de lo que es sentirse una persona periférica, víctima del racismo, de alguien que abre su mente colonial y la exhibe. Es muy visceral, dolorosa y a la vez impactante.

Así como Naipaul, hay también toda una literatura, como la de Bruce Chatwin, que también me impactó muchísimo. Una literatura de viaje, donde hay esta historia de un personaje narrador, protagónico, donde hay un poco de invención sobre ese personaje… Quizá ese personaje es la mezcla de dos o tres personajes y de otras cosas que él sacó de otros libros o de algún archivo. Es una forma de darle un poco más de dinámica y humanidad al relato, que se hace cada vez más interesante, pues él cuenta que el personaje va a todos lados caminando. Incluso es una figura medio mítica, pues el hombre camina kilómetros y kilómetros con su mochila.

De hecho, me acuerdo que hay una película de Herzog sobre Chatwin que se llama Nomad: In the Steps of Bruce Chatwin, ya que el propio Chatwin le regala su mochila a Herzog y luego Herzog empieza su película mostrándola y recuperando toda esta noción del viaje.

Revisando un poco estos inicios en tu obra, encontré que estuviste familiarizado con el video arte. ¿Cómo llegó esta experiencia? ¿Cómo era trabajar en video bajo una técnica para nada depurada en ese momento?

Descubrí esto del video arte porque me llegó y luego me convertí en uno de los primeros en Argentina que empezó a trabajar con video, que en su momento era una cosa considerada una porquería, que no servía para nada, pues el cine era una cosa que se hacía en 35mm y en 16mm y en el video no era así, no se consideraba como cine. Entonces, empecé a trabajar en video, porque lo descubrí y me parecía como más fácil. Nunca tuve toda esa fascinación, como alguna gente sí la tuvo, con todo el tema del celuloide, a pesar que luego en mi película Hachazos sí reflexiono sobre eso.

Entonces, empecé a trabajar en video, pero lo que yo hacía no era video arte. Empecé a ver en el video la materialidad, el soporte, mientras se seguía esta tradición que el cine únicamente era lo que filmabas en celuloide. Entonces el cine se asociaba en ese momento a eso, era una definición confusa, como cuando el cine se filmaba en nitrato y luego pasó al celuloide, entonces, ¿ya eso no era cine?

Si esa era la definición entre cine y video en Argentina, ¿cómo considerabas entonces el cine, tú cine, más allá del soporte?

El cine para mí pasa por otras cosas. Para mí tiene que ver con la sala oscura, por la narración, es otro asunto. Ahí yo empecé a conocer todo este mundo del videoarte, un mundo con una libertad mayor y, en el fondo, sin saberlo, ya estaba cercano al cine ensayo. Entonces ahí fue cuando apareció mi siguiente proyecto, La televisión y yo (notas en una libreta), que empezó como una cosa muy experimental, que tuvo un tiempo complicado, pues hice una primera versión y no me terminaba de convencer, pues no era ni una cosa ni otra.

Luego se conecta esto con toda mi etapa en el Bafici y ese proyecto queda olvidado por años y ni siquiera en ese momento se le podía ver como una película. Luego, al retomar el proceso, yo ya estaba muy marcado por la literatura, de todas estas películas e historias sobre lo personal, lo familiar y ahí se dio el giro del proyecto. La Televisión y yo, como lo cuento en la propia película, trataba sobre todas las cosas que yo me encontré en la realización y normalmente para un documental esto no se contaba, pues solo se publican los éxitos, no los fracasos.

Entonces, tienes que hacer a veces una ficción donde lo que se está haciendo es un esfuerzo con los personajes, donde nadie mira a cámara. Todo se convierte un poco como en el fracaso del propio proyecto, lo que no lograba unificar, cómo pegar las partes. En un momento dije, bueno, quizás hay algo de interés ahí, el contar el propio proceso de la película, que es el proceso de investigación y de todas esas paredes con las que te encuentras en el camino. Eso fue un poco lo que hice con La Televisión y yo y que luego dio comienzo para hacer Fotografías, que fue un proyecto mucho más deliberado y más en función de una narrativa personal sobre la familia.

Eso quiere decir que, de cierta manera, fuiste encontrando este giro subjetivo y la construcción de un personaje, tu familia y todo este interés por el archivo, como motivos en tu obra, pero a su vez las dinámicas del documental iban cambiando y te situaste en esos cambios de buena forma, sin saber ahora el auge que tienen estas narrativas del “yo”.

Sí, puede ser. Incluso hoy día levantas una piedra y hay una película en primera persona. Cambió el medio, así como pasó con cierto documental observacional. Luego la aparición en los años 90 de los reality como gran hermano y todas esas cosas… El cine va cambiando y el público ya encuentra ese morbo observacional en otro lado, no necesita ir al cine documental, pero a la vez creo que eso generó mucho más interés en los documentales de este tipo, es algo paradójico.

¿Cómo ubicas en tu obra esa figura de la primera persona, la subjetividad en el documental?

En el fondo, para mí, diría que la pieza clave es mi interés por la familia, que no es solamente por mi familia, sino por la familia como dinámica y lugar donde se produce la transmisión de conocimientos, donde las experiencias pasan de una generación a otra, donde hay ciertas preguntas que siempre quedan pendientes. Eso es algo que me interesa mucho, en mi caso y en cualquier familia. Por eso en Prohibido, otra de mis películas, en un momento yo había querido retratar una especie de familia moderna, que era una familia compuesta por tres personajes claves: un director de teatro que se llamaba Alberto Ure, que era un psicoanalista y también era director de teatro; un actor que se llamaba Tato Pavlovsky y, por último, un escritor llamado Quique Fogwill. Los tres eran figuras importantes en la cultura Argentina, ya fallecieron.

En la historia de estos tres personajes, uno estaba casado con la misma mujer del otro y entonces los hijos eran medio hermanos, además todos ellos sufrieron el exilio, o estuvieron en la cárcel. Entonces, cuando descubrí esa historia me fascinó y, la verdad, al día de hoy lamento no haber hecho esa historia, en parte, porque era un documental básicamente producido por la secretaría de la cultura de la nación y había un poco la obligación de hacer una cosa más representativa y en ese momento no me animé a hacer esa película como de la familia moderna, destruida por la dictadura en algún sentido. Pero igual, el interés por lo familiar si estaba.

Por otro lado, yo uso mi persona, mi voz de narrador, a veces yo mismo, para que sea un punto de entrada para llevar al espectador a ese viaje emocional, así como una película me gusta que me lleve a un viaje así y eso es un punto de identificación. Entonces, si te fijas en mis películas de alguna manera autobiográficas (ahora con la última que se llama Ficción privada, que la voy a estrenar en San Sebastian), hay un proceso de colocar una historia familiar, personal, pero a la vez de quitar mucha información.

Por ejemplo, en Fotografías hay amigos de mi mamá que me dijeron “no les hiciste justicia, falta esto, falta lo otro”, y justamente fue un proceso de despojarme de un montón de información, dejando apenas algunos elementos para que el espectador pueda recrear e imaginar en su mente a esos personajes, a ese destino… Esto me hace recordar la vieja teoría del iceberg de Hemingway, que decía que en un cuento debía haber sólo la punta del iceberg visible y debajo del agua, sumergida, invisible, el gran bloque de hielo, que es como la verdadera historia y es, en este caso, al quitar todo y dejar visible sólo la punta del iceberg, cuando se pregunta uno: “¿Cómo hace el espectador para imaginar todo ese bloque gigante que está invisible debajo del agua? ¿Cómo hace?”.

Pues, de alguna manera, le tienes que dar pistas

Sí, puede ser. Yo doy pistas, doy algo y el espectador construye, imagina. ¿Y cómo imagina? Imagina haciendo sus propias asociaciones, creando su propio universo, ligándolo a su propia familia, a sus propias relaciones y cada uno las tendrá distintas.

Sí, eso es muy interesante, la forma como construyes en tus películas ese sentido de identificación que va de lo personal a lo universal y sobre eso quería preguntarte, ¿cómo ha respondido el público a tus historias?

A mí me sorprende cada vez más, por ejemplo, con Fotografías, que es una película muy particular de un señor argentino que se casó con una mujer de la India, donde cada personaje tiene su historia particular, ver el grado de identificación que tiene para las personas, es impresionante. Noto que cuando se pasa por televisión, ¡no sabes la cantidad de gente que me escribe! ¡Todos me quieren contar su propia historia!

Y es un proceso de identificación muy fuerte con el contexto, con una cultura, hay un vínculo inevitable…

Lo que sí hay es una relación elemental con la historia de los padres, de misterio… ¿Qué es lo que queda de todo eso?

¿Notas en este tipo de identificación que existe la necesidad de dar un paso de ese “yo” personal a un “yo” político?

Sí, claro, inevitablemente. Vivimos en sociedad, donde estamos sometidos a los vientos de la historia. En parte porque a mí me gustan las historias que vinculan la vida individual, la vida privada, aparentemente ajena de ciertos acontecimientos, y de repente es cruzada por hechos muy reconocibles. Incluso ahora, en los retratos que se están viendo acá en la Midbo, 327 cuadernos y en Hachazos, pasa eso.

La historia sobre Claudio Caldini, el cineasta de la película Hachazos, es muy íntima, muy privada, y se ve cruzada por la dictadura argentina, por hechos que inevitablemente transforman su vida. Y lo mismo ocurre en 327 cuadernos con Ricardo Piglia, que empieza a escribir porque su padre estuvo preso y luego logra escapar, se va a Mar del Plata, a otra ciudad, y es ahí cuando empieza a escribir por primera vez. Además, creo que esto es algo que a todos nos sucede y, sobre todo, en América Latina, es algo que nos toca y no somos muy conscientes de eso. Quizás ahora en Inglaterra o en Estados Unidos, la gente es menos consciente de eso. Las personas sienten que la política no tiene nada que ver con sus vidas. Nosotros, los latinoamericanos, lamentablemente no podemos decir lo mismo.

   Ficción Privada (Andres Di Tella, 2019).

Y en tus películas está muy marcado hablar del pasado y recuperar esos puntos de vista en torno a lo social, a lo político. ¿Existe una metodología, un mecanismo para llegar a esa estrategia narrativa?

Como estrategia narrativa, si lo podemos hablar así, a mí me interesa la vida íntima que puede provocar esa identificación, cuando se cruza con un evento social, histórico, que mucha gente puede ubicar y entender. También es como abrir la ventana y notar que entra como un viento que le da un aspecto de épica a la historia. Pasa que cuando nos conectamos con algo más grande, que nos trasciende y que afecta a todo el mundo, como lo puede llegar a hacer una dictadura, creo que eso, a la vez, aporta ese aliento épico a la historia. Una historia definitivamente se vuelve interesante cuando existe este aire épico.

Sí, por supuesto, como ese cruce representativo que se da en tu cine… Pasar de un archivo ajeno a uno reconocible para otros y en donde a veces el personaje no quiere tocarlo, no quiere trabajar con la memoria, pero tú lo impulsas a hacerlo, como en el caso de Hachazos y 327 cuadernos… De cierta forma tú acompañas esa construcción de un “yo” en un “otro”

Sí. A veces es un diálogo, a veces es un choque, como ocurrió con Claudio Caldini en Hachazos, donde quise incorporar eso en la historia. Una relación en conflicto, porque es un poco la resistencia a revisar su propio archivo y donde yo también he vivido esa misma situación. Haber hecho esa película no fue gratis, ni tampoco fue fácil. En el caso de 327 cuadernos, Ricardo Piglia tenía ese proyecto de revisar sus diarios, pero no lo hacía. No lo hacía, lo dejaba por un tiempo y en un momento me tomó a mí como en una especie de clamor para obligarlo a que lo hiciera. Después se arrepintió un poco en el medio de la producción. No quería entrar en eso, sino salir, dejarlo todo de nuevo… Y esa primera etapa está luego representada en la película en un solo plano, donde él está leyendo y dice: “No me gusta nada de lo que leo… ese podría ser el título de la película”. Pero, después de hacer ejercicios un poco de este tipo, decidimos cambiar de modalidad y a veces él leía cosas. Las que a él le parecían interesantes me las pasaba y yo después las organizaba. Yo le decía, “vamos con esto, luego con lo otro”, entonces eso se volvió una autonomía de trabajo para él y así yo iba disparando su interés y, en paralelo, se iba construyendo la narrativa.

En este orden de ideas, ya estabas planteando una metodología de trabajo, de investigación y, a su vez, ibas integrando ideas para la película, que en cierto sentido se vuelve tu dispositivo: sostener al sujeto en conversación consigo mismo y que devela un contexto particular…

Sí. A mí me interesa esa cosa interactiva con los personajes. Como en el caso de 327 cuadernos, donde el archivo que, si bien es el archivo personal de alguien que ha llevado un cuaderno durante más de cincuenta años, su diario, termina teniendo una especie de dimensión colectiva, de acuerdo a esos cruces con la política argentina y con diferentes aspectos sociales de una época.

¿Cómo fue el encuentro con estos diarios? ¿Cómo pensabas trabajar con ellos?

Ricardo, en los cuadernos, guardaba siempre unos papeles, recortes de periódico, una entrada a cine, un tiquete de avión, algo de eso aparece al final de la película, y justo, la primera vez que él me mostró los cuadernos (ya que había gente que dudaba de su existencia), cuando los abro, pasé a hojearlos y, de repente, se caen un montón de papelitos al piso y ahí vine a ver que de manera general eso era como una especie de archivo. Él guardaba las cosas que le llamaban la atención, cosas de las cuales no se podía olvidar. Después me di cuenta de que al volver a abrir eso le podía evocar algo y empecé a pensar cómo filmar ese archivo. Pero tampoco había tanto, no era tan visible o elocuente para trabajar. Se me ocurrió entonces la idea de buscar películas caseras, Home Movies. Encontré a una persona que se dedicaba a coleccionarlas. Luego, pasé a no querer ilustrar algunas cosas, entonces había imágenes que veía y que me encantaba que estuvieran en la película… Pero entonces pensaba: ¿cómo jugar con eso?

Es decir, como que había este sentido de la apropiación de las imágenes, de las historias, de los recuerdos, como tratando de unificar esos materiales. ¿Cómo conseguiste darles una unidad para la película?

La película, como quedó, es como que al principio Ricardo narra ese episodio de la mudanza hacia otra ciudad que queda a cuatrocientos kilómetros y vemos un archivo de una película casera de una familia de esa época que se está mudando. Entonces, uno ve estas imágenes y puede pensar lógicamente que es una asociación de la situación de cuando ellos se mudaron. Pero después, progresivamente, con el desarrollo de la película, es como que ese archivo, esas películas caseras, empiezan a soltar amarras con el relato que se va construyendo con Ricardo a partir de sus diarios y empieza la película adquirir un pasaje más metafórico. Al final, por eso, están estos perros cayendo en paracaídas en la Antártida.

Sí, es cierto, como que los materiales adquieren para la historia otro tono, otra dimensión más poética que literal o informativa y esa imagen de los perros acude a esa poética…

Para mí esa imagen de los perros cayendo tiene un valor metafórico clave, por lo que está pasando en esos momentos en la película, y realmente no me podía perder de esa imagen. Por otra parte, justo en ese momento, el Museo del Cine había descubierto un montón de latas de 16mm en un contenedor de basura, que eran los descartes de un noticiero, y esto se cruza, sin quererlo, con lo que yo estaba haciendo, esto de las imágenes de archivo caseras. Así que de inmediato pude acceder a algunos de esos materiales, que también me parecían como una gran analogía al diario, pues eran los descartes de los noticieros. En esa época, hasta principios de los años 80, las notas en exteriores de los noticieros se filmaban en 16mm. Se filmaba algo, volvía al canal y lo procesaban. Cortaban unos treinta segundos y se iban luego a ilustrar la nota que se iba a emitir esa noche. El resto del material lo guardaban y después de unos años lo botaban. Por suerte ese material fue rescatado.

Y al revisar estos descartes e ir descubriendo esas analogías, todo este sentido metafórico adquirió otro sentido, te dio otras posibilidades para contar la historia.

Sí. Yo pensaba que algo se podía hacer con esos descartes, pues mostraban planos mucho más largos que lo que figura en el noticiero, y ahí había una analogía con el trabajo del diario, un poco también del escritor y su memoria, que sería algo como los descartes de una novela. En cuanto a las películas caseras, no eran de la familia de Ricardo Piglia, eran de otras familias anónimas, pues la mayoría no eran conocidos. Entonces, también es algo que juega con cierta poética del propio Piglia, que es esto de jugar con materiales ajenos como si fueran propios, o al revés, a veces, él atribuye cosas autobiográficas a personajes u otras personas. Incluso, el mismo diario publicado que salió en simultáneo con la película, no se llama el diario de Ricardo Piglia, sino el diario de Emilio Renzi. Emilio es un personaje que aparece en varias de las novelas de Piglia, es una especie de alter ego de Ricardo. Hay algo afín entonces, si volvemos a esto de mi inspiración en la literatura, pues siempre la obra de Ricardo fue una gran inspiración, más allá de mi relación y amistad con él. Yo siempre le mostraba los diferentes cortes de la película. Él tenía otro tipo de visión sobre el material, así como también este interés por la narrativa. La película entonces tiene ese cruce de distintos campos, que fueron para mí muy fructíferos.

Al pensar en este tipo de narrativas de autorretrato hay algo que marca todo el proceso creativo de las obras y ese proceso es el montaje. ¿Cómo asumes esta etapa en tus proyectos? ¿La película se sigue construyendo desde este lugar?

Sí, sin duda, los documentales se construyen en el montaje. Uno escribe algo para los fondos, porque es necesario también desarrollar las ideas, pero después te encuentras con un accidente que es el rodaje donde sale otra cosa o uno descubre algo. Inclusive, yo cada vez más trato de que en el momento del rodaje me logre despojar de los planes. Es también como tratar de improvisar y suena más fácil de lo que es, pero uno prefiere ir a lo seguro. Pero cuando nosotros decimos “ir a lo seguro” es en realidad “estar preso”.

¿Y lo asumes como un proceso con tu equipo de trabajo o lo haces directamente tú en la sala de montaje?

Siempre trabajo con un montajista, siempre estoy ahí, en permanente diálogo con él y, otras veces, si es necesario, trabajo solo. No es como en una película de ficción que se le cede el material al montajista y después decides si te gusta o no.

Retomando esta metodología de trabajo de incorporar el material encontrado, trabajar con el archivo, hacer retomas, volver a grabar, editar algo, luego volver a grabar, ¿sientes que en este tipo de historias personales es así como se va estructurando la historia?

En mi última película, Ficción privada, fue un poco así. Filmé algo y luego traté de asimilar un poco lo filmado, no como una edición, sino como un ejercicio. Luego grabé algunas instancias específicas, pero siempre me propuse empezar a investigar más desde el filmar. Y empecé un proceso con unos materiales que te generan algo parecido como a un cortometraje y otras cosas no eran eso, eran algo como estudios. Y ese proceso me gustó mucho para pensar la película.

Así como uno puede estar tres años haciendo una película, también puedes hacer una película en una semana. Como camino exploratorio esa estrategia me sirvió mucho. Después, en la película Ficción privada, incorporo algunos de los materiales de esa experiencia, transformados, quizás, en ideas mucho más formales, pero también de pronto me gusta esto de bocetear algo y que eso se pueda mostrar, como un estudio, un diario, generalmente eso lo muestro, como lo hice acá en la charla que estoy dando para el seminario de la Midbo, para ver qué reacción se generaba o incluso también a veces lo hago para mí y para poder verlo en una pantalla.

Eso te invita a descubrir cosas, encontrar nuevas ideas…

Sí, claro, te ayuda a descubrir cosas. Uno a veces tiene ideas, pero cuando empiezas a filmar, a pegar tomas, todo empieza a cobrar un sentido que viene del material, que uno no lo habría podido haber descubierto sin esa instancia concreta.

Pasando ya a otra de tus instancias creativas, ¿cómo ves el autorretrato, este “yo” contemporáneo que sale de lo documental (o el monocanal) y se inserta en otros formatos, en otras formas de exhibición?

A mí me interesan mucho estas formas. He hecho instalaciones. La película 327 cuadernos tuvo una vía hacia la instalación que para mí fue una gran experiencia, pues había once pantallas interactivas con algunos sensores, y todo partió de una idea que yo tenía, que en el fondo es todo como una especie de geografía de Ricardo Piglia a través de su proceso, de ver y crear su propio diario, más cuando no es posible contar toda la vida de alguien. Siempre vas a estar perdiendo un montón de cosas, que te obliga la película a extraer, sintetizar. Entonces, quería hacer algo que evocara eso y mediante la instalación yo hice pequeñas ediciones de más o menos cinco minutos cada una, con imágenes que son situaciones de la película y otras que quedaron afuera del montaje final. Entonces, según el recorrido que tu hacías en la sala, ibas disparando los sensores, se encendía una pantalla, aparecía otra persona por otro lado y se encendía otra pantalla en el otro extremo, se permitía ver diferentes cosas, diferentes reacciones con el material. La idea de que siempre estás perdiendo algo, siempre la vida es muy parcial frente a lo que llegas finalmente a ver, eso fue lo que quise hacer en esa instalación.

Y con otra de tus películas, Fotografías, también tuviste una experiencia de instalación, ¿cómo fue ese proceso?

Con Fotografías lo que sucedió fue que a partir de la enorme investigación que yo hice, y también por mi interés sobre la India, sobre como la imagen de la India llegó a Argentina, descubrí una historieta de los años cincuenta, en la época en la que mi padre fue allá, y yo quería explorar cuál era el imaginario argentino sobre este tema. Es algo que luego se incorporó a la película. Pero luego con esos materiales y otros, que incluían fotografías e ilustraciones, enciclopedias y dibujos, logré hacer una especie de performance donde mezclo algunas proyecciones de imágenes y algún relato. La historieta aparece nuevamente con todas esas viñetas y es como una especie de pequeña película. Me interesa mucho esto del cine desbordado, la instalación, la performance, la cuestión del “vivo” me gusta, de hecho, ahora con la literatura, voy a publicar un segundo libro.

Con Hachazos sucedió lo contrario. No era hacia el final del proceso donde se presentaban estas otras narrativas, sino fue desde el principio. ¿Cómo se desplegó la obra por estas otras formas?

Hachazos surge de un proyecto literario. Escribí un libro, después hice una película, que son dos cosas totalmente distintas una de la otra, pues una es un poco más biográfica. También hice un ensayo. Cuando uno está tan metido en una materia, en una investigación, puede hacer muchas cosas. ¿Por qué limitarse?

¿Y es en ese camino creativo donde vas decidiendo hacia dónde puede ir el proyecto?

Sí. Generalmente surge así o aparece una propuesta. A veces se da la oportunidad de hacer algo. Cuando hice la instalación de 327 cuadernos en San Sebastián, fue porque a José Luis Rebordinos le gustan mucho mis películas y le hablé del proyecto, le gustó y así se hizo. De hecho, eso no lo pude hacer nunca en Argentina porque es muy costoso hacer ese tipo de instalaciones.

Andrés, muchas gracias por tu tiempo, tu disposición. Estaremos muy pronto viendo Ficciones privadas y ojalá nos sigas visitando.

Espero que sí, me gustó mucho, así que seguramente voy a volver.

Fotograma 327 Cuadernos (Andres Di Tella, 2015).