Editorial

Todos los que navegamos en las aguas de lo real nos topamos, inevitablemente, en sus torrentes con Nanook. El esquimal en su kayak es imagen mítica, punto de partida, construcción de suma sencillez cargada de aparente pureza. Aparente, porque es sabido que en sus imágenes híbridas se conjuga la puesta en escena y las referencias contundentes de la realidad: Nanook lleva en el interior de su nave todo lo que representa la distancia, la diferencia, la diversidad, el sentido de “el otro”, el mundo por descubrir, la esencia de un relato que inspiró a John Grierson para definir esta práctica como cine documental.

Un siglo ha transcurrido desde que Flaherty, el explorador de las minas de hierro del noreste del Canadá, forjado por el azar como cineasta, en su calidad de primer-mundista y, sin ser consciente de sus consecuencias, aportara a ese arte entonces joven llamado cine una visión humanista que, años más tarde, en 1936, condensó en su artículo “La función del documental”, publicado en la revista italiana Quindicinale di Divulgazione Cinematografica de Roma:

“Nunca como hoy el mundo ha tenido una necesidad mayor de promover la mutua comprensión entre los pueblos. El camino más rápido, más seguro, para conseguir este fin, es ofrecer al hombre en general, al llamado hombre de la calle, la posibilidad de enterarse de los problemas que agobian a sus semejantes. Una vez que nuestro hombre de la calle haya lanzado una mirada concreta a las condiciones de vida de sus hermanos más allá de las fronteras, a sus luchas cotidianas por la vida con los fracasos y victorias que las acompañan, empezará a darse cuenta tanto de la unidad como de la variedad de la naturaleza humana y a comprender que el «extranjero», sea cual fuere su apariencia externa, no es tan sólo un «extranjero» sino un individuo que alimenta sus mismas exigencias y sus mismos deseos, un individuo, en última instancia, digno de simpatía y de consideración. El cine resulta particularmente indicado para colaborar en esta gran obra vital”

El mundo al que Flaherty invitaba a descubrir era el territorio que el “mundo civilizado” consideraba “extranjero”, el que tenía otra apariencia externa, el que era agobiado por otros problemas, el de las luchas cotidianas diferentes a las del ciudadano de la calle. El hombre de la calle era, por supuesto, el ciudadano de New York y Berlín, el de Londres y París, el que traía la lectura de imperios y colonias, y que en aquel momento estaba amenazado por un manto trágico de confrontaciones raciales y territoriales en las que el indefenso extranjero se vería comprometido.

Ha pasado un siglo. Hoy es Nanook quien mira detrás del lente. La cámara ha pasado de las manos del hombre de la calle al hombre del hielo y de la selva. Aquel que era objeto es ahora quien cuenta, quien se narra a sí mismo o narra el mundo desde su punto de vista; quien propone el contraplano y sale a filmar al hombre de la calle. Mientras Nanook observa, a su lado, a la deriva, un oso polar hace acrobacias para no caer de su témpano de hielo; mientras Nanook recorre el trópico, fascinado con los cantos de guacamaya, alcanza a ver un oso de anteojos esperando en un zoológico que una corte de justicia decida si le corresponden los mismos derechos que a los seres humanos. A cada golpe de remo caen las selvas entre el rumor de motosierras o son devastadas por fuegos provocados para atiborrarlas con ganado. Ahora, sus semejantes cruzan despavoridos las fronteras buscando llegar a calles hostiles donde creen que tal vez podrían solucionar sus carencias, las penurias provocadas por la corrupción que carcome sus clanes o por el desastre provocado por corporaciones sin rostro que extraen las materias primas del subsuelo o fatigan la superficie de la tierra con voraces monocultivos en sus campos.

Pero, al mismo tiempo, en medio de esa inquietante realidad, Nanook descubre semejantes que logran sonreír, que luchan por mantener sabidurías ancestrales, “extranjeros” que componen utopías y músicas para acompañar procesos de reconstrucción de lo averiado, mentes tercas que no se dejan empujar al foso de la desesperación e invitan a las gentes del hielo, de la selva y de la calle, a aunar esfuerzos para limpiar el aire que su tiempo de motores y plástico ha poluído.

Alados, la corporación de documentalistas de Colombia, es consciente de que Nanook es algo de nosotros y que ante nuestros ojos el mundo nos da motivos para considerarlo como una pesadilla. Pero siendo la pesadilla una parte integral de la esencia de los sueños, en su interior hay niveles de tensión que continuamente se modifican, referentes que cambian, evolucionan y nos proporcionan símbolos, pistas para actuar con buen tacto en el camino.

Alados ha invitado a muchos colegas a que complementen el relato de sus cámaras con la fuerza de la escritura y a que en conjunto creemos una revista para pensar el oficio del cine documental, del cine y las nuevas expresiones audiovisuales sobre lo real. Esperamos que muy pronto otros colegas de Latinoamérica y del mundo se unan a nuestro propósito y que nos convirtamos en un referente digno de hacerle eco a las palabras de Flaherty: “El cine resulta particularmente indicado para colaborar en esta gran obra vital”

La pesadilla de Nanook es una revista nacida en el trópico ardiente que propone seguirle el rumbo a la nave del documental.

Diego García Moreno